LA
NOCHE
Me
despierta un silencio hueco, una lejana profundidad, una oquedad me envuelve.
El
vacío se adhirió como cosa pegajosa a mi cerebro.
Con
filamentos imantados me atrapó y me
trajo hasta esta cueva.
Es
denso como la oscuridad que me rodea.
No
preciso la orientación de la cabecera de mi cama, mi estera, o lo que sea dónde
reposo desde una noche que inicié no sé ya cuándo.
Vacío
no provocado por ausencias, más bien es de entidades impalpables, aleladas o
expectantes, que me escrutan.
Y
de repente un rumor.
Un
silbido que se acerca, crece y
multiplica.
Y
se vuelve estertor como de máquinas no lubricadas.
Chirrido
de rieles por los que resbalan sin obedecer al freno, ruedas de metal de las que
brotan chispas.
Tronar
de rocas rodando por un despeñadero, caen a la profundidad de donde surge un vapor asfixiante de mina de
carbón.
Un
polvo arenoso que haría cerrar los ojos como ante una luz que destellara.
Y
pasa ese chirrido y escucho acercase un redoble de tambores desacompasados.
Lo
acompaña el pisar de cascos y de botas con puntas de metal, lanzas y gritos de
guerra y truenos de cañones.
Huyen
los vencidos con sus gritos de terror y muchos caen y lloran.
Se
retuercen en el fangal de sus lamentos los que no velaban de pié junto a las
trincheras o tras el almenar de las garitas.
Se
fueron los tambores y su redoblar mortuorio.
Llegaron
altavoces emitiendo órdenes en lenguajes extraños y arrean en la oscuridad una luctuosa
caravana:
Mujeres
envueltas en pañolones, esconden sus
rostros cruzados de cicatrices clandestinas, retratos de desesperanza y llanto silenciado.
Arrastran
de su mano a chiquillos de ojos desmesurados que reflejan miedo.
No
saben si quienes les guían son sus madres, sus abuelas o madres que perdieron a
sus verdaderos hijos.
Un
anciano se apoya en un bastón y otro en el hombro de un joven que tose y calla y mira en derredor y siente que ese no
es su lugar.
Se
agacha, maldice y avanza obedeciendo el arreo de esas voces que cruzan como rasguños
en el viento.
Un
grupo de niños de enjuto pecho y de abdomen abultado se apiñan buscando agua
en el cuerno del continente negro.
Y
en el cuenco que forman unas caldeadas dunas, mujeres que visten mantos,
sostienen bajo el brazo canastos con hambre de mijo para amasar el pan y sobre
la cabeza cantaros sedientos.
Esperan
a sus hombres que partieron tras las
arengas de un nuevo salvador llegado en carro blindado, oculto por vidrios
ahumados. Y son miradas por los ojos de ametralladoras que les temen.
Desde
las rocas de Afganistán me llega olor a dinamita, un estallido de bazuca, una
oración repetida a lo largo de esta noche vestida de turbante polvoriento.
Pugnantes
tribus.
Hordas
de traficantes de armas.
Los
adoradores del petróleo cargados de promesas de prosperidad, no ven el rio de
lágrimas que brota de ojos escondidos tras la burka y resbala por los relieves
de las mejillas quemadas por el odio y el desprecio.
Me
chilla el silbar de las balas que desde la selva atacan la casucha cuartel de
policía. Retumban las granadas y en derredor quedan tiradas: tejas de cinc,
unos taburetes y el azul uniforme de los alumnos de la escuela.
El
estallido de un cilindro bomba siembra el silencio desde el campanario, y los
audaces vencedores se pierden en la selva llevando a rastras: un joven policía,
dos niñas vírgenes y cinco jóvenes reclutas.
En
la estrecha explanada tres niños juegan al futbol con pelota de trapo, y el que
hace de portero se apoya en una muleta hecha con la horqueta de un palo de
guayabas.
Sin
que él entienda por qué, le falta la pierna izquierda desde que se desvió del camino de la escuela.
Arrecia
el ventarrón que escucho como letanía.
Una
salmodia mendicante de perdón por culpas inventadas.
Las
profiere un coro de encapuchados que en fila preceden el de las togadas monjas.
Y
todo su pesado ropaje que el ventarrón arremolina, se diluye en la noche.
Se
pierde en la colina donde brilla la pizarra.
Por
entre gruesas lajas a modo de lápidas de las sepulturas.
Aquí,
en esa posición que toman los cuerpos liberados de la gravedad, y a oscuras,
siento el aletear de multitud de seres que convergen.
Escucho
el griterío de voces agresivas e indolentes que pugnan por un lugar desde dónde
contemplarme.
Intuyo
la presencia de cóndores, águilas, buitres, halcones, búhos, lechuzas, y toda especie de carroñeras y rapaces.
Sin
duda pugnan por colgar de perchas, los murciélagos.
Y
mariposas negras se camuflan posándose sobre los troncos de árboles
fosilizados.
Y
llega el llanto de las madres de los niños que en las esquinas de las urbes,
juegan: unos a contar los autos azules que pasan, y otros a contar los rojos.
Presente
está el rencor en los pechos de las esposas de los obreros despedidos, de los
peones desplazados, de los campesinos despojados y de tantos y tantos que hacen
filas de la madrugada a la noche al pie de la puerta de los burócratas, y de
los políticos y también en las de los empresarios que no encuentran, cómo
generar más empleo sin que las ganancias mengüen.
Y
los más viejos y los más enfermos se apostan en los atrios de diferentes
templos, de los diferentes dioses, a la espera de una moneda de los que entran
y salen, o a la espera de un milagro del que reina dentro.
Y
el huracán prosigue como estampida de rinocerontes o galope de potros en la
estepa. Escucho sus relinchos y el rugir de fieras que los acosan y un demonio
como bola de fuego, que cabalga con ojos chispeantes, los fustiga llevándolos
hasta el desfiladero por donde inconscientes y aterrados saltan y les llega el
vacío y en mí, queda el silencio.
León M.N.
Abril de 2012.
Playa Coronado Panamá.
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