miércoles, 27 de junio de 2012
sábado, 23 de junio de 2012
DES - ESPERANZA
LA MALDICIÓN DEL PUEBLO
El párroco,
cansado de la indolencia y
falta de piedad de los feligreses,
profetizó
que el pueblo terminaría en higuerillales.
Fotografía intervenida digitalmente. |
Un
Vacío, una fuerza que todo lo atraía como un enorme imán que quería llevarlo a
rastras hasta el sur.
Un
erizar la piel con una sensación eléctrica recorrió toda la atmosfera que
aquella tarde flotaba a corta distancia encima de los techos.
Un
vaho tibio y seco comenzó a soplar desde la dirección opuesta; venía al parecer
rugiendo sordamente desde esa cueva que dicen que hay en la cañada, donde desde
hace tiempo y conjuradas, viven las brujas escondidas.
Los
árboles que bordean el camino a la entrada, en la primera bocacalle, se
inclinaron agobiados por ese peso inmenso. Volaron por el aire como briznas,
sus gajos, sus hojas y algunas ramas rotas asustaron al caer sobre los techos
de cinc del vecindario.
La
envidia como una luz amarillenta se colaba por las rendijas de todas las
puertas, paredes y ventanas. Era una luz gelatinosa que se arrastraba como las
babosas, pero más rápido y dejaba una estela que teñía pisos y paredes de un
color ceniciento, mortecino. Se adhería a las personas y permanecía en ellas
como un reflejo opaco en sus miradas y una mueca burlona en la comisura de los
labios que parecía ser sonrisa complaciente.
Un
gigante indolente parecía querer arrancar de raíz los árboles, descuajarlos, y
al no lograrlo, los quebró con estruendoso impulso y su ruido huyó entre el
viento que entraba como tromba recorriendo de norte a sur toda las calles.
Aquellos
picados de la envidia y mala leche, se quedaron, sentados en los taburetes
recostados en las paredes de las cantinas y las tiendas esperando contagiar a
quienes los saludaran o les hicieran comentarios. Otros más activos, aceptaron
propuestas de ir a coger café o a cortar caña para las moliendas. Su sudor fue
de ese amarillo opaco de la envidia y calló sobre las cerezas del canasto y se
mescló también con el jugo de la caña y hasta con la miel y la cachaza. De esa
fácil manera, como una bacteria, como un hongo impregnó y contaminó los
alimentos que más tarde todos consumieron al beber el tinto de los tragos, o
tomar aguadulce para mitigar la sed o como sobremesa, y fueron contagiándose de
ese malestar que produce la envidia al ver a los vecinos.
Se
despeinaron mecidos los techos de paja y lanzaron palmas cual papalotes sin
control, fajos de paja de los techos, latas de cinc, cartones papeles y basura,
y un remolino de polvo y escombros que de todas partes levantaba aquella fuerza
que quería borrar las huellas de la triste e inmemorial aldea.
Tomando
su delantal en un surullo sobre su barriga, tapó nariz y boca. Rápidamente y
encorvada entró a su casa y tras cerrar
de un solo golpe la puerta, guardó la escoba con la que antes barría el polvoriento
frente de su casa. Cerró ventanas y ajustó postigos y hasta se cercioró de qué
tan segura estaba la puerta condenada que otrora daba acceso al solar desde la
calle, como puerta falsa. Escuchó el viento silbar por entre las ranuras de los
tablones de la vieja puerta y las tapó con pedazos de papel periódico.
El
silbido cesó, pero afuera el rugido continuaba como devastando, arrasando todo.
Se estremecían los bahareques y vibraban poseídas por demonios todas las vigas,
pintadas ya de un amarillo cenizo impregnado de la peste de la envidia y de la
inacción de muchos años.
Buscó
en la troje al lado de la vetusta
cocina, los restos de Ramo Bendito del último Domingo de Ramos y sobre un
descascarado plato de peltre los encendió y entonó:
“Aplaca Señor tu ira, tu
justicia y tu rigor, por tu preciosa sangre misericordia Señor.
Yo pecador me confieso ante
Dios todo poderos y ante vosotros hermanos, que he pecado de pensamiento,
palabra, obra y omisión…” y acompasada y lentamente, las manos contra el pecho y la
mirada adolorida puesta en la dolorosa y atormentada imagen de un crucificado
que también gritaba desde la pared cuarteada: “Aparta de mí este cáliz….” rezó un rosario de arrepentimientos
mientras afuera: Las calles desiertas eran barridas por el terror como infernal
escoba que precedía un cataclismo.
Guareciéndose
en las esquinas, solos estaban los perros asustados. En las pesebreras las
bestias arrinconadas con las orejas alerta y los ojos desmesurados. En los
establos y corrales unas vacas aleladas, con los ojos tontos miraban los
becerros y apenas daban unos bramidos quedos.
En
el atrio de la iglesia, contra el dintel de la puerta mayor, la limosnera loca,
sentada, no, desparramada; apoyando su largo bastón contra el cemento, en
posición que puede ser ademán de incorporarse o de sentarse; rumiaba en su boca
seca una gran lengua que buscaba humedad inútilmente.
Y
de pronto el silencio, el vacío, la
quietud, la sensación o la presencia de la muerte.
Terminó
rescatada de su éxtasis por la inconfundible presencia del espanto que produjo
aquella oscilación que se alejaba en formas chispeantes por entre las paredes.
Fue
hasta la puerta y lentamente, temblando de terror la entreabrió y como
husmeando, temerosa de encontrarse con el mismo demonio que los había visitado,
miró hacia afuera:
Un
desconocido y flaco burro pastaba en un crecido y seco pajonal y con su cola
corta ahuyentaba las moscas que bebían su sudor. Por entre un montón de
escombros, formado por pedruscos, adobes quebrados y vigas viejas ya
fosilizadas, una enorme rata a pleno sol cazaba cucarachas. Sobre una derruida
tapia limada por el viento y el olvido que la iban convirtiendo en un montón de
tierra amarillenta, crecía un higuerillal cargado ya de frutos.
El
firmamento de un triste y seco azul sin sol, muy quieto y bajo él, el lento y
silencioso vuelo de un ave negra escudriñaba una colina de pajonales, de
higuerillales circundados de helechos
sin vida. Una inmóvil lagartija sobre una fría roca fingía estar muerta o tal
vez fingía vida. Y unas campanas sordas doblaron a duelo desde la inexistente
torre de una iglesia en ruinas.
Pase-antes.
El
arte comprometido
O el compromiso del
arte.
Despacio cruza la
pasarela hacia la cual todos pueden volverse. Va cargado de sobriedad y
compostura, de racionalidad y ponderación. Saluda cortésmente cumple todas y
cada una de las normas escritas y tácitas de la cortesía y la urbanidad.
Se siente pesado,
abrumado, agobiado por toneladas de deberes para con: los demás, los prójimos,
los mayores, la familia, las autoridades, los principales, los monarcas, los
compatriotas y las reinas, Y para con los pobres, los mendigos, los indigentes,
los desnudos, los presos, los huérfanos, los parias y sus numerosas familias y
allegados, tiene los gestos y acciones que mandan y demandan desde los
pulpitos, los confesionarios y las sacristías.
Y cumple con las
normas y decretos que se dictan a diario en pro de los desplazados, los
menesterosos y los pobres y en especial de los pobres vergonzantes del estrato
uno, dos y tres. Para las viudas y las madres que encabezan las familias de los
manifestantes, denunciantes y los oportunos votantes y los sindicatos, tiene la
tolerancia y la solidaridad que cada mes viene prescrita en los recibos de
servicios públicos.
Y se siente
aplastado, arrojado a la orilla, allí en la bocacalle del callejón oscuro, allí
donde mean los perros callejeros y cagan agresivamente retantes los sin techo.
Y sigue su camino eludiendo los corrillos de varados sin importunar el sueño de
los habitantes de la calle y aplaude las conciliaciones, los acuerdos
generosos, los arbitrios internacionales, las armisticios que hacen que
abracemos a los subversivos, a los criminales, al los ladrones del erario
público, a los secuestradores de comunidades enteras que temblando de terror y
con altísima percepción de inseguridad decidimos, por propia cuenta, quedarnos
agazapados en el cuarto de atrás aquel que es el más oculto.
Y de pronto la
fiebre, la tentación del maligno o su naturaleza enfermiza. Cruza al zaguán que
le lleva a la locura, a la incoherencia, a la inconcordancia. Allí donde los
objetos prestan utilidades disparatadas y una herramienta agrícola no cosecha
remolachas, sino que arranca ensangrentados corazones inocentes. Allí donde las
horas marcan rituales diferentes y la cena se vuelve el momento de la pugna y
no hay comunión, todo es excomunión y huida y diatribas y monólogos y soledad y
llanto seco.
León M.M. 2012 Dibujo digital. |
Conecta sus ojos
desintegradores y apunta a las oficinas de burócratas ineptos e indolentes y
las hace volar en mil pedazos. Envía un ciclón de partículas radioactivas a las cedes de los variopintos partidos
políticos tradicionales y a los que se conformaron apenas anoche después de
mirar las posibilidades que les pronostican las encuestas contratadas por ellos
a sus ceroferarios.
Y la vereda y los
recodos del camino y la esquina donde se encontraban los amigos se vuelve el
club de monstruos donde los que oficiaron de buenos se quitan su máscara
sonriente y dejan salir sórdidos planes y propuestas inconfesas de una urgencia
tan inaplazable como la que impone el hambre o la gula en un festín de bodas.
Y de hombre vulgar
pasa a sentirse bien consigo mismo y respira lento y profundo cuando toma la
paleta y el pincel y deja huellas en el lienzo que unas veces sangra y otras
arrecian vientos tempestuosos que ahogan esperanzas, y todas, todas las veces
grita en el vacío estéril de evadidos en vapores que surgen de vasos
espumantes.
Se desprovee de esa
mirada que va más allá de la piel, del brillo de las cosas. De los
acontecimientos narrados y repetidamente transformados en la voz de consuetas
de la historia. Escudriña realidades de
universos paralelos o socavones que surgen de entre repliegues de la piel de
almas torturadas en silencio. Se ve cómo un hombre repugnante, indeseable.
Excreta por sus poros algo como un humor y un hálito repelente, nauseabundo y
enfermante.
Y para tapar ese
espacio vacío que se abre entre él y la gente común y los críticos y los
galeristas, y los marchantes; necesita los colores con todos sus matices,
sombras y texturas. Primero navegan en su mente enrarecida y flotan en torno a
él como moscas en la ternilla de las vacas. Como mosquitos del pantano. Como
zancudos que inoculan fiebre y desvarío. Como chapolas en torno de una luz
negra. Y sólo cuando dispone sobre cualquier parapeto una tela blanca y reúne
los pigmentos, los aglutinantes y los diluye en las justas proporciones, se van
volviendo ideas, imágenes tangibles y fascinación, y solaz y materia para la
cámara digital o la de película emulsionada y previamente coartada, y tecleo
ordenado y linotipia censurada, y textos editados y salario y lisonjas de y
para los aduladores.
Todo se convierte en
manjares a devorar por brujas en aquelarres anunciados en carteles, donde todas
vuelan alrededor del genio tocado por los dioses del Olimpo y del averno.
Y prosigue su
deambular por la pasarela que es ahora un solitario camino donde sólo llegan
las voces de los condenados y de las almas que purgan pecados inconscientes y
ofensas a dioses extraños que habitan los cielos a los que no llegan las
blasfemias, pues de antemano ya las han perdonado.
Y este trajín festivo
que es el abandono de la sobriedad y de la lucidez patológica de quien hace uso de todos sus
sentidos y se deja impregnar de la realidad; hierve en derredor de los salones
de postín, las antesalas de los bufetes y
las oficinas de los gobernantes, en los halls de los teatros y los
living de los hoteles. Queda agotado el barbudo de cola de caballo, pantalón de
lienzo blanco y camisa anudada al cuello con cordones.
Extenuado de realidad
busca evadirse y cabalga en humo dulce. Con las ansias de quien siente que se
ahoga succionado en remolino, aspira fuerte y llena sus alvéolos pulmonares.
Con sonrisa idiotizada o complaciente mira
desde la butaca del salón el baile. Una rubia con pose intelectual le
parlotea alabanzas en la oreja y luego de un silencio de su nueva fan, vuelve a
ella, con mirada lejana le sonríe y recibe un beso que esa boca que sangra
colorete le ofrece desmedida. Y nuevamente flota en humos de cannabis y lo
duerme el entreverado y endiablado eructo de lisonjas inventado por la boca pintarrajeada de sangre,
con piernas torneadas sobre tacones diez y medio.
El chorro helado de
las diez y media a.m. le empapa su cerebro adormilado y le devuelve la certeza
tiste y lúgubre de estar aún con vida y también el dolor de su vida atormentada
y taciturna.
No se entera ni desea
enterarse que para él nuevamente salió el sol y cantaron las mirlas posadas
como en pentagrama, sobre los hilos del alumbrado público templados entre
crucifijos de ordenado urbanismo.
Le sonrió al aroma
del café servido por costumbre o más que servido, abandonado en un posillo
viejo, sobre la mesita al pie de su pieza que es también estudio y escondite.
Sale a la calle y sus
pasos le llevan por el rumbo acostumbrado hasta el café donde prueba uno
mezclado con coñac barato. Sigue hasta la librería y gasta el tiempo, que le
sobra, en leer títulos, en ojeara algunos y en releer fragmentos conocidos que de tanto leerlos le han cambiado el
mensaje, y con esa estrategia, algunas veces lo seducen. Y los compra y
acunándolos los lleva de paseo al parque. Los lee y relee. En las mangas de su
camisa blanca se seca el sudor de sus ojos y el llanto que por la nariz le
brota.
León M.N. 2012 Dibujo digital. |
Siente ese dolor en
el alma, la que tiene situada en la mitad del pecho detrás del esternón y
cierra el libro, se palmotea el muslo y luego palmotea el libro en señal de
aprobación y aplauso. Sale a calmar este colmo de realidad con un coñac doble.
Y dobla la hojita que contiene la yerbita que le hace sonreír. Recorre
firmemente la pasarela que observan desde balcones y postigos y desde las cafés
terrazas, que en las horas de la tarde se van llenando de tertuliantes,
periodistas y espectadores de la realidad.
León Montoya Naranjo
Agosto de 2011.
LA CANCIÓN DEL CONQUISTADO
Ladino ingenuo;
escucho el rasgar de tu guitarra. Con ella desterraste la palabra, lo que desde
ya fue una afrenta que punza nuestros corazones e inauguró la tragedia que se
nos hincó en los poros cobrizos como hoja de jade opaco.
Se fueron esfumando:
el rítmico silbo de los pitos y el de los tambores. Unos roncos, otros menos
graves y otros como de cristal. Los bosques por los que huyeron los Curacas, escondieron las bellas melodías que surgen del carrizo y de los huesos de
canillas de venado perforadas; con ellos celebraban danzas alrededor de la fogata.
Ahogaron los cantos de las bellas doncellas de torsos desnudos dibujados con
majagua, que como queja premonitoria saludaban cada luna llena.
En la única hora
puntual, la hora de la verdad, sin conmiseración, como en riña de cantina,
cantaste esa plegaria invasora y desarticulada. Gritaste: Dáñame, niégame pero
no me compadezcas que no es un albur este tormento mío al sentirme mutilado de
mi palabra; la que sembró con coa la Serpiente Emplumada y con la que cantó
nuestra historia el viejo Netzahualcóyotl.
Lloran mis ojos
coágulos como gelatina de osamenta, en esta Noche Triste que como licuación
negra se funde con la laguna de donde surgiera victoriosa el águila que hoy
luce inerme, dibujada sobre los escudos de guerreros muertos por culpa de Malinche
traicionera.
Venciste mis lanzas
floridas con la espada que esgrimiste con una cruz desde su empuñadura. Ya no
cantan los Mixtecas, Totonacas, Tlaxcaltecas. Quedaron mudos los códices sobre
al amate dibujados con primor por poetas pintores que reinaron y ordenaron
nuestras vidas y marcaron nuestro norte en medio de las cuatro direcciones
telúricas.
Bernardino de
Sahagún, tú que referenciaste algunas guirnaldas de flores bellas ensartadas
del náhuatl, tú comprenderías mi orfandad. Juan de Zumárraga, tú intentaste con
la máquina de Gutenberg, sobre el amate y en mi florido Náhuatl, darnos
noticias del Dios que asesinaron tus hermanos. Tú entenderías que hay lenguas
más propicias al amor y al arte y otras más dispuestas para contar la conquista
de jaurías arrasadoras.
Sangra mi garganta
ante la imposibilidad de llorar aquello de lo que por quinientos años hemos
venido siendo despojados: mi lengua, nuestras lenguas amerindias, nuestras
distintas formas de decir: Te quiero. Nuestras diversas maneras de tejer
poemas, de decir: madre, leche, selva, tierra, canto, siembra, hogar, ánfora y
tumba.
León M.N. 2012 Dibujo digital. |
Permanezcan sobre los
páramos y sobre los volcanes, sobre el espejo de los ríos y sobre las lagunas -
encriptación de oraciones de oro y esmeraldas -, en las cascada y bajo de las
cachiveras, por entre la manigua y en el viento que recorre los desiertos de
ésta América; las palabras Arawak, las voces Quechua, los cantos Guaraní, el
Muisca, el Aimara, el Puinabe, el Igka, el Kogi y el Wiwa; si ellos
desaparecieran, desaparecería nuestra remota posibilidad de declarar quiénes
somos y tal vez hacia dónde debemos dirigirnos. ¡Ah, qué triste es esta canción
del conquistado!
DE
LA LLUVIA
VIENDO
A ISABEL EN MACONDO
Sin
permiso de Gabo.
Hube de confesar mi
incapacidad de ser literato y mi decisión de volverme personaje. Personaje
universal, como el Quijote. Creado por un autor universal como el que inventó
al eterno y universal Melquíades.
¿Qué personaje
quisieras ser y qué haría?
Quiero ser la humedad
Garciamarcana para hacer un estropicio.
Y un domingo a la
salida de misa, después de un sofocante sábado me precipité en lluvia sobre
Macondo.
En la mañana nadie
pensaba que pudiera yo llegar de tal manera. Me precedió un viento espeso y oscuro
que barrió las basuras que amontonadas dejaban las vecinas, cada cual al límite
de sus andenes. Tan de repente que las mujeres solo alcanzaron a evitar que sus
pollerines volaran como las hojas secas del almendro y desnudaran sus muslos.
Gritaron: es viento de agua, - como si ya no se
supiera. Ya en el atrio Isabel me sintió como una sensación viscos que se
estremeció en su vientre.
La inminencia de mi
llegada hizo correr a los hombres como cobardes a guarecerse en la cantina.
Sostenían con la mano, el pañuelo con que tapaban sus boca. Cada quien tomó un
taburete que recostó en la pared de tapia. Sin pedir nada al cantinero, se
dispusieron a esperar, los ojos pegados a ese punto de los charcos donde
salpico en gotas que resbalan de los aleros
Entonces caí como
sustancia gelatinosa desde un cielo que aleteó a poca distancia de las cabezas
de quienes se alegraban de mi llegada y de la definitiva cesación de aquel
verano incandescente.
Isabel y su madrasta
pasaron la mañana sentadas junto al pasamano. Alegres de verme revitalizar el
nardo y los romeros, y darle de beber después de siete meses de verano a los
maceteros de crisantemos. Al percatarse de que mi llover era lento y tardaría
largo rato, trajeron el canasto con ropa para remendar, calcetines para zurcir
y el mantel que a dos manos bordaban en punto de cruz desde que Remedios
anunció su matrimonio y que aún, cinco años después, no terminaban.
Al medio día ya había
empapado la tierra y de ella hice salir ese olor a suelo removido y lo mesclé con
el mío, con el olor de zapos que reviven y el de yerba amontonada a punto de
podrirse.
El padre de Isabel,
en el almuerzo, recordó metáforas sobre la bondad del agua, escuchadas en la
iglesia. Imaginó el aguacero que caía como un nuevo bautismo, y pensó que
podría darle nuevo nombre a todas las cosas que veía. No quiso hacer la siesta
por no perderse el placer de escucharme caer sobre el tejado y de éste al
jardín.
Toda esa tarde lloví
en un solo tono, con intensidad uniforme y apacible. Y así sin que lo sintieran
fui invadiendo profundo todos sus sentidos. En la madrugada del lunes solo
atinaron a cerrar la puerta para escapar a un vientecillo cortante y helado que
desde el patio les estaba enviando.
Cuando amaneció
el lunes, ya eran míos, los había colmado, rebasado. Isabel y
su madrasta salieron a contemplar el jardín. Vieron como convertí la tierra
áspera de mayo en una sustancia oscura, pastosa, jabonosa. Me vieron correr a
chorros por entre las macetas y su sonrisa de antes la transformé en seriedad
laxa y tediosa. No encontraban qué hacer: barrer era inútil, no había polvo que
sacudir, la ropa no se secaba a causa de la humedad reinante. Ya habían
concluido el viejo mantel para Remedios y no quedaba un solo calzón por
remendar.
Hicieron poner las
macetas en el corredor, mientras yo afuera llovía y crecía como una inmensa
sombra sobre los árboles.
Me complací al ver
salir al viejo padre de Isabel, tratando de ocultar mi húmeda presencia en su
espinazo. Decía que el artrítico dolor que sentía era a causa de haber dormido
mal. Sosteniendo con sus brazos la cintura exclamó: Es que no va a escampar
nunca.
Seguí lloviendo… lavé
todas las paredes…, me metí entre las fibrosas maderas, entre la celulosa y sus
ya envejecidos aceites y las hinché. Saqué a todo semoviente del jardín menos a
una triste vaca. Me divertí observando la mirada triste de toda la familia
perdida en mis titilantes laberintos. Los vi sobrecogerse con la agobiante
tristeza que les trasmitía mi monótono y pertinaz acento.
Lloví distinto
durante todo el lunes, infundiéndoles amargura, aburrición de lluvia,
desesperanza como la de los árboles que no pueden huir de mi naufragio. Como la
desesperanza de mujeres preñadas de marido ausente.
Jugueteé con la vaca,
le reblandecí el piso en que se apoyaba. La enlacé con mi soga liquida y
lodosa. La fui convirtiendo en vaca de arcilla, hundiéndole sus pezuñas en mi barro. Inmóvil me doblegaba su cabeza.
La mañana del martes
no la vieron, la había diluido y convertida en apestoso lodo, la llevé al
potrero por la acequia.
En la tarde
osmóticamente penetré los intersticios celulares de todos los que habitaban la
casa de la Mama Grande. Les amortaje y apreté el corazón a cada uno y convertí
su fresca mañana en una tarde húmeda, pastosa e hirviente, pletórica de
escalofrío.
Presente en las
láminas de zinc del techo, comencé a roerlas, a disolverlas, a teñirme con la
rojiza herrumbre del óxido de los ferrosos metales. Y así colorida con visos
aceitosos descendí por los desagües del alero. Henchidos de mí los horcones,
los pilares, las vigas y entablados, despertaron de ellos las esporas que el
verano había suspendido. Su mucílago así formado dio vida a hongos que cual
setas abrieron sus paraguas sostenidos en su vertiginoso ascenso por la misma
cicatriz de la madera.
Desde los lagrimales
de los fantasmas de Macondo crecí como una nube purulenta. Cual enorme sombra o
catarata ocular, paulatina e irremediablemente les fui borrando el paisaje ante
su vista. Y así los envolví en una niebla triste y desolada como la que dejan
los cantos de los niños ciegos.
Al borrarles la luz
también logré confundirles el tiempo: Perdieron el orden de las comidas y hasta
la certidumbre de haber o no comido. También les borré el jueves diluyéndoselos
en un mar de presentimientos, como el que surge
la víspera de las catástrofes.
Desde los charcos que
formé en los corredores y junto a las ventanas por donde me colaba, los
observé, estáticos, paralizados, narcotizados, solo atentos pacífica y
resignadamente a la silenciosa, gradual y digna ceremonia del total
derrumbamiento de la naturaleza.
Sentados en fila
junto al pasamano, no sintieron que con mi inundación ya les llegaba a los
tobillos. Solo cuando sintieron que el moho les trepaba por sus piernas;
primero los guajiros y luego los demás, fueron subiendo los pies sobre las
sillas y arrumados, tal como estaban los muebles, solo atinaban a rascarse la
comezón que entre los dedos de sus pies les provocaba.
Los recorrí como
sudor y como llanto lento. Advertí la crueldad de su frustrada rebeldía y la
forzosa humillación ante la lluvia. Los dejé inmóviles, sin dirección sin
voluntad. Integrados a una pradera desolada, sembrada de algas y líquenes, como
viscosos hongos. Especímenes nuevos de la flora de mis jardines de humedad, en
los que parasitaran a otros o simplemente fueran huéspedes epífitos, no
invitados.
Ya inmóviles les
penetré la garganta en forma de tos desgarradora y me hice presente como
pulmonía. Sólo con la cavernosa voz que les produjo mi infecciosa presencia,
lograban expulsar algo de la fría humedad con que los invadí.
El viernes no permití
que amaneciera antes de las doce. Llené ese corto día, con el mismo, lento,
monótono y despiadado ritmo de llovizna fina que conseguí en los páramos, y
traje a las tres una noche anticipada y enfermiza.
Isabel, Martín su
esposo, su padre, la madrasta y los guajiros; parapetados sobre las sillas y
las desvencijadas mesas, parecían un grupo de ánforas de barro recién hechas,
que quisieran secarse al sol para poder cocerse en horno de alfarero.
Presente en la
humedad que les dio forma les infundí vocación de tinajas vacías, de guacas, de
urnas mortuorias, que vagaran por las ciénagas recogiendo los cadáveres
que bajaban flotando de la sierra.
Pasaron los gitanos
errantes con el hielo. Nuevamente cruzó el interminable tren rumbo al océano.
Se hizo presente Aureliano y su misión suicida. Pilar Ternera recobró su
doncellez y Remedios lavó su sábana en mi inmunda charca. Amaneció en el patio
un enorme ángel de empantanadas alas, al que recogió el enorme y oscuro buque
que aquella madrugada sobre mi flotaba.
CONDENA
CONDENA
¿Qué hago aquí en
medio de la oscuridad,
donde no es claro si
transcurre el tiempo
o se ha detenido a la
espera de algo o de alguien?
¿Un milagro, un
mesías?
¿Cuándo mi entorno se
cambió a negro profundo?
¿Dónde se sitúa la
salida,
o será la misma
abertura por donde hube de ingresar?
¿Quién condenó a diatribas,
la justa lógica de
mis argumentos
y me convirtió en reo de mis propias demandas?
¿Por qué tengo yo que
padecerlo?
¿Para qué he se
sufrir este castigo?
No hay paredes,
no sé si floto,
desciendo
o una gravitación
desconocida
me impulsa en alguna
dirección.
Bajo mis pies no
percibo algún sustento,
ni mis cabellos
delatan movimiento.
León M.N. 2012 Fotografía intervenida digitalmente. |
Sólo soy, y estoy solo,
y extender los brazos
es inútil pues nada he de esperar.
¿Será éste el
infierno con que tanto me ha amenazado?
…Ni el demonio me
hace compañía.
Y el Ángel de la
guarda no se iba a condenar conmigo.
Eso es algo que debe
hacerse solo.
Sólo salvarse es posible en compañía.
Estoy en el profundo
negro,
aquel que se ve cuando apretamos los ojos,
Y así se encuentran
todos los colores.
Acabo de ver el rojo
negro.
Como una fugaz
galaxia destelló frente a mí a una imprecisa distancia.
Me trajo un recuerdo
de calor, y sangre, y guerra.
Ausencia de compasión
y presencia de vida que se escapa
por entre sorda
alcantarilla.
León M.N. 2012. Fragmento de acrílico sobre madera, intervenido digitalmente. |
Si entorno los ojos
como cuando iluso miraba el horizonte,
veo el verde negro.
Es ese verde presente
entre las grietas que tiene las cavernas
y el humo de las
chimeneas por donde respiran los hornos que queman el carbón surgido del
vientre de la tierra.
El mismo verde negro
de los lixiviados que exuda el basurero.
León M.N. 2012. Fragmento de acrílico sobre madera, intervenido digitalmente. |
Mirando con atención
hacia donde creo que es el arriba
y también hacia el
abajo.
Está el azul.
Es mi única
certidumbre de profundidad.
Tiene todos los
matices fluorescentes de la noche,
especialmente el de
las noches de la selva.
Pero no
tiene de ella los silbidos, el siseo, el chillido
y el
ocasional piar de un ave sorprendida,
ni el
amplio y callado aleteo de rapaces.
León M.N. 2012. Fragmento de acrílico sobre madera, intervenido digitalmente. |
Y el negro amarillo
se me presenta si abro bien los ojos.
Me golpea como
cuchillada que surge de la sombra
y refulge con tonos
enfermizos como los de la envidia.
Como el desvarío de
las fiebres epidémicas.
Como el pus que
supuran las heridas.
Como el silbo de las
víboras
agazapadas en la
oquedad parda de troncos derribados.
León M.N. 2012. Fragmento de acrílico sobre madera, intervenido digitalmente. |
Veo los negros
purpura,
los escarlata, los
negros fucsia
y todos aquellos que entre rojo y azul
descienden al violeta.
Pletóricos de
suficiencia, rencor y pompa, e inclemencia.
Fausto de cortejos
negros a los cuales se les debe dar la espalda.
Como presencia
inamovible,
como muralla
infranqueable,
como lago gredoso que
engulle súplicas de madres,
llanto callado de
ancianos olvidados,
está el negro
parduzco envuelto en la también negra toga de los jueces.
Parece atento a la
demanda de los buenos,
y consulta el
abultado libro negro que es el compendio de las leyes.
Pero sólo se atiene
al rito y a su mudez fría recitando oscuros versos incomprensibles, solemnes e
inapelables.
Huye de la luz y la
sofoca,
la ahoga y en las
cárcavas de mi rostro erosionado
va dejando huellas de
ríos que descienden
y confluyen al negro
río del olvido.
León M.N. 2012.
León M.N. 2012. Dibujo a lápiz intervenido digitalmente. |
AMIGOS
DE AÑOS
Ha llegado aquí, a la
orilla del camino. A aquel recodo donde se da cuenta a ciencia cierta que el
tiempo es limitado y peligrosamente corto.
Ha llenado el trecho
trasegado con ideas, planes y proyectos
lanzados el futuro lejano.
A ese futuro que
creía, tardaría largos años en llegar.
Y hoy al despertar, y
luego de incorporarse, sentado al borde de la cama, sosteniendo con ambas manos
sus sueños, para que no se le escapen de la cabeza, se ha percatado;
sorpresivamente ha comprobado que el futuro le acompaña aquí a su lado, en este
día, en esta fecha. Y que llegó cargado de premuras, de urgencias y de afanes y
desprovisto de cómos, cuándos y con quès.
Recuerda diciéndose:
-Tienes un bello futuro por delante. Despreocúpate que todo irá bien para
alguien talentoso como tu. Te llegarán oportunidades inmensas de brillar, de
descollar y tus logros no se harán esperar. Ten calma que pronto llegará tu
hora.
¿Y a qué hora pasó,
que no lo vio?
Tiene un talento
nuevo aun sin estrenar y el tiempo no lo supo y pasó raudo en su afán de
recorrer días, mañanas y pasadosmañanas. Dejó de lado este talento que no marcó
su huella en el transcurrir del tiempo.
-
Éste cargo tiene el perfil de una persona más
joven y experimentada. Lo sentimos mucho, si algo ocurre le estaremos llamando.
Que tenga usted buen día.
Tendré que emprender
ese negocio. Sólo requiere un discreto capital, tal vez un socio audaz, buena
locación, en fin, un plan que incluya análisis de factibilidades, los registros
de ley y una buena estrategia de publicidad y mercadeo. No tiene falla.
Hablarán de mí, me envidiarán, se darán cuenta de lo qué soy capaz y todos
querrán orbitar en torno mío.
Definitivamente no es
el momento, El dinero en los bancos esta carísimo y más aún el extrabancario, y
éste además es peligroso, uno nunca sabe… Debemos esperar la próxima ola y
montarnos en ella y todo irá tan bien como lo planeamos.
Dos cafés por favor.
Y se sentaron a la sombra del almendro en frente de la cafetería.
-
¡Qué ciclo tan largo el de esta recesión que
no termina! - Los productos y servicios planeados, han quedado obsoletos. –
Deberemos actualizar la tecnología a implantar. – Sinceramente creo que debemos
repensar la estrategia inicialmente diseñada.
Pidieron un café más
y cigarrillos. El mozo del lugar abrió la cajetilla para que se sirvieran los
Marlboro y les ofreció fuego.
-
¡Qué bueno es este tabaco, definitivamente es
insuperable!
Tosieron
repetidamente y probaron el café.
-
Sabes. He de serte sincero. Me siento
decaído, como sin ánimo, no tengo la vitalidad de antes, y eso que me faltan
años para llegar a los 60s.
-
Es la contaminación, el trajín, el smoke, el
cambio climático. Todos somos responsables. Hemos tratado muy mal a la madre tierra.
-
Creo que son los muchachos quienes debieran
tomar las banderas del negocio. Nosotros los asesoraremos y les daremos el
apoyo necesario. O ¿Qué piensas…?
Tosieron nuevamente y
ponderando el aroma del café. Se retiraron pues observaron que desde el norte
se acercaba una nube que amenazaba lluvia, precedida de un viento que levantó
una polvareda.
León Montoya Naranjo.
Agosto de 2001.
LA
NOCHE
Fui despertado por un
silencio que formó un hueco, una lejana profundidad, una oquedad que me
envolvió. Un vacío que se adhirió como cosa pegajosa a mi cerebro. Con filamentos imantados me atrapo del sueño y me
trajo hasta esta realidad fantasmagórica. Es denso este silencio como la
oscuridad que me rodea. No puedo precisar la orientación de la cabecera de mi cama,
mi hamaca o lo que sea dónde reposo, desde una noche que inicié ya no sé cuándo
y que aun no ha concluido. Es un silencio no de presencias idas, más bien de
entidades impalpables, aleladas o expectantes, que me escrutan con asombro tal
vez por mi diferente forma de ser, de estar o de existir.
Y de repente un
rumor. Un silbar agudo que se acerca y crece, y
multiplica y se vuelve estertor como de máquinas no lubricadas. Como
chirrido de rieles por los que resbalan sin obedecer al freno, ruedas de metal
de las que brotan chispas. Tronar de rocas que ruedan por un despeñadero y caen
a la profundidad de donde surgiría un
vapor asfixiante de mina de carbón y un polvo arenoso que haría cerrar los ojos
como ante una luz que destellara.
Y pasa ese chirrido y
escucho que se acerca un redoble de tambores desacompasados. Lo acompaña un
pisar de cascos y de botas con puntas de metal, y lanzas y gritos de guerra y
tronar de cañones. Huyen despavoridos los vencidos y se oyen sus gritos
aterrados y muchos caen y lloran. Se retuercen en el fango que forman sus
lamentos los sorprendidos que no velaban de pié junto a las trincheras o tras
el almenar de sus garitas.
Pasados los tambores
y su redoblar mortuorio, llegan altavoces emitiendo órdenes en lenguajes
extraños y arrean una caravana oscura y luctuosa: Mujeres envueltas en
pañolones, esconden sus rostros cruzados de cicatrices de dolores clandestinos
, de espera inútil y de llanto silenciado. Arrastran de su mano a chiquillos de
ojos desmesurados y aterrados, que no saben si quienes les guían son sus
madres, sus abuelas o una madre que perdió a su hijo. Ancianos encorvados se
apoyan en pesados bastones o en el hombro de un joven que tose y calla y mira en derredor y siente que ese
no es su lugar. Se agacha, maldice y avanza obedeciendo el arreo de esas voces
oscas que cruzan en el viento como garras rasguñando.
Un grupo de niños de
enjuto pecho y de abdomen abultado se apiñan buscando agua en el seco cuerno del continente negro. Y en el
estéril cuenco que forman unas caldeadas dunas, un grupo de mujeres que visten
coloridos mantos, sostienen bajo el brazo canastos hambrientos del mijo para
amasar el pan y sobre la cabeza cantaros sedientos. Y también esperan a sus
hombres que partieron detrás de las arengas de un nuevo salvador llegado en
carro blindado, oculto tras vidrios ahumados. Y son miradas por los ojos negros
y opacos de las ametralladoras que les temen.
Desde el rocoso
Afganistán me llega el negro olor a dinamita, un estallido de bazuca, una
oración repetida a lo largo de esta noche vestida de turbante polvoriento. Unas
pugnantes tribus, hordas de traficantes de armas. Los adoradores del petróleo
cargados de promesas de prosperidad, no ven el rio de lágrimas que brota de
ojos escondidos tras la burqa y resbala por los gruesos relieves de mejillas
quemadas por el odio y el desprecio.
Me chilla en los
iodos el silbar de las balas que desde la selva atacan la casucha cuartel de
policía. Retumban las granadas y en derredor dejan tiradas: tejas de cinc, unos
taburetes y el azul uniforme de los alumnos de la escuela. El estallido de un
cilindro bomba siembra el silencio desde el derruido campanario y los audaces
vencedores se pierden en la negrura de la selva llevando a rastras: un joven
policía secuestrado, dos niñas vírgenes y cinco
niños reclutados.
Quedan en las
estrecha explanada tres niños que juegan al futbol con pelota de trapo y el que
hace de portero se apoya en una muleta hecha de la horqueta de un guayabo; pues
sin que él entienda por qué, le falta la pierna izquierda desde que se desvió un poco del camino por el que
cada día iba a la escuela.
Arrecia el ventarrón
en el que escucho una letanía, una salmodia mendicante de perdón por culpas
inventadas. Las profiere un coro de encapuchados monjes que en fila avanzan
precediendo el coro de togadas monjas. Y todo su pesado ropaje negro, que el
ventarrón arremolina, se diluye en el negro de la noche y se pierde en la
colina en la que brilla la pizarra. Entran por la hendidura formada por dos gruesas lajas como puntas de lanzas a
modo de lápidas de sepulturas.
Aquí en esa incierta
posición que toman los cuerpos liberados de la gravedad, y a oscuras, siento el
aletear de multitud de seres que convergen a mi espacio llegados de todas
direcciones. Escucho el creciente griterío de voces agresivas, indolentes que
pugnan por un lugar desde dónde contemplarme. Intuyo la presencia de cóndores,
águilas, buitres, halcones, búhos, lechuzas, y
toda especie de carroñeras y rapaces. Sin duda también luchan por colgar
de perchas altas, los murciélagos, y enormes mariposas negras se camuflan
posándose sobre los troncos de árboles fosilizados.
Y hasta allí me llega
el callado y desesperanzado llanto de las madres de los niños desplazados que
en las esquinas de las grandes urbes, juegan uno a contar los autos azules que
pasan, y otro a contar los rojos.
Y me llega también el
rencor enconado en los pechos erguidos de las esposas de los obreros
despedidos, de los peones desplazados, de los campesinos despojados y de tantos
y tantos engañados que hacen filas de la madrugada a la noche al pie de la
puerta de los burócratas, y de los políticos y también en la de los
industriales que no encuentran cómo generar más empleo sin que las ganancias
mengüen. Y los más viejos y los más enfermos se apostan a las puertas de
diferentes templos, de los diferentes dioses, a la espera de una moneda de los
que entran y salen o de un milagro del que reina dentro.
Y el huracán prosigue
como estampida de rinocerontes, de potros salvajes en la estepa. Escucho sus
relinchos y el rugir de fieras que los acosan y un demonio como bola de fuego,
que cabalga sobre un negro potro de ojos chispeantes, los fustiga a latigazos llevándolos
hasta el desfiladero por donde inconscientes y aterrados saltan y les llega el
vacío y en mí, queda el silencio.
Abril de 2012.
Playa Coronado
Panamá.
jueves, 14 de junio de 2012
TANGO.
Surge en la noche cual de oscura cortina.
De satín negro brilla su piel
aprisiona el relieve de músculos expertos.
Cinco gotas de sangre
adheridas a sus dedos resbalan en su cuerpo
al ritmo que asciende su
mirada, y me ve.
Se acerca. Piernas pálidas
por las que mis ojos
serpentean
entre mayas oscuras como tatuando
un canto, inventando una caricia
prometiendo el amor.
Sobre su cuerpo
destellos, plata y escarlata.
Maúllan los violines y llora un bandoneón.
León Montoya
Naranjo.
Junio 2012.
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