sábado, 23 de junio de 2012

DES - ESPERANZA


LA MALDICIÓN DEL PUEBLO
El párroco,
cansado de la indolencia y falta de piedad de los feligreses,
profetizó que el pueblo terminaría en higuerillales.

Fotografía intervenida digitalmente.

Un Vacío, una fuerza que todo lo atraía como un enorme imán que quería llevarlo a rastras hasta el sur.

Un erizar la piel con una sensación eléctrica recorrió toda la atmosfera que aquella tarde flotaba a corta distancia encima de los techos.

Un vaho tibio y seco comenzó a soplar desde la dirección opuesta; venía al parecer rugiendo sordamente desde esa cueva que dicen que hay en la cañada, donde desde hace tiempo y conjuradas, viven las brujas escondidas.

Los árboles que bordean el camino a la entrada, en la primera bocacalle, se inclinaron agobiados por ese peso inmenso. Volaron por el aire como briznas, sus gajos, sus hojas y algunas ramas rotas asustaron al caer sobre los techos de cinc del vecindario.

La envidia como una luz amarillenta se colaba por las rendijas de todas las puertas, paredes y ventanas. Era una luz gelatinosa que se arrastraba como las babosas, pero más rápido y dejaba una estela que teñía pisos y paredes de un color ceniciento, mortecino. Se adhería a las personas y permanecía en ellas como un reflejo opaco en sus miradas y una mueca burlona en la comisura de los labios que parecía ser sonrisa complaciente.

Un gigante indolente parecía querer arrancar de raíz los árboles, descuajarlos, y al no lograrlo, los quebró con estruendoso impulso y su ruido huyó entre el viento que entraba como tromba recorriendo de norte a sur toda las calles.

Aquellos picados de la envidia y mala leche, se quedaron, sentados en los taburetes recostados en las paredes de las cantinas y las tiendas esperando contagiar a quienes los saludaran o les hicieran comentarios. Otros más activos, aceptaron propuestas de ir a coger café o a cortar caña para las moliendas. Su sudor fue de ese amarillo opaco de la envidia y calló sobre las cerezas del canasto y se mescló también con el jugo de la caña y hasta con la miel y la cachaza. De esa fácil manera, como una bacteria, como un hongo impregnó y contaminó los alimentos que más tarde todos consumieron al beber el tinto de los tragos, o tomar aguadulce para mitigar la sed o como sobremesa, y fueron contagiándose de ese malestar que produce la envidia al ver a los vecinos.

Se despeinaron mecidos los techos de paja y lanzaron palmas cual papalotes sin control, fajos de paja de los techos, latas de cinc, cartones papeles y basura, y un remolino de polvo y escombros que de todas partes levantaba aquella fuerza que quería borrar las huellas de la triste e inmemorial aldea.

Tomando su delantal en un surullo sobre su barriga, tapó nariz y boca. Rápidamente y encorvada entró a su casa y  tras cerrar de un solo golpe la puerta, guardó la escoba con la que antes barría el polvoriento frente de su casa. Cerró ventanas y ajustó postigos y hasta se cercioró de qué tan segura estaba la puerta condenada que otrora daba acceso al solar desde la calle, como puerta falsa. Escuchó el viento silbar por entre las ranuras de los tablones de la vieja puerta y las tapó con pedazos de papel periódico.

El silbido cesó, pero afuera el rugido continuaba como devastando, arrasando todo. Se estremecían los bahareques y vibraban poseídas por demonios todas las vigas, pintadas ya de un amarillo cenizo impregnado de la peste de la envidia y de la inacción de muchos años.

Buscó en la troje al lado de la  vetusta cocina, los restos de Ramo Bendito del último Domingo de Ramos y sobre un descascarado plato de peltre los encendió y entonó:
“Aplaca Señor tu ira, tu justicia y tu rigor, por tu preciosa sangre misericordia Señor.
Yo pecador me confieso ante Dios todo poderos y ante vosotros hermanos, que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión…”          y acompasada y lentamente, las manos contra el pecho y la mirada adolorida puesta en la dolorosa y atormentada imagen de un crucificado que también gritaba desde la pared cuarteada: “Aparta de mí este cáliz….” rezó un rosario de arrepentimientos mientras afuera: Las calles desiertas eran barridas por el terror como infernal escoba que precedía un cataclismo.

Guareciéndose en las esquinas, solos estaban los perros asustados. En las pesebreras las bestias arrinconadas con las orejas alerta y los ojos desmesurados. En los establos y corrales unas vacas aleladas, con los ojos tontos miraban los becerros y apenas daban unos bramidos quedos.

En el atrio de la iglesia, contra el dintel de la puerta mayor, la limosnera loca, sentada, no, desparramada; apoyando su largo bastón contra el cemento, en posición que puede ser ademán de incorporarse o de sentarse; rumiaba en su boca seca una gran lengua que buscaba humedad inútilmente.

Y de pronto el silencio, el vacío,  la quietud, la sensación o la presencia de la muerte.

Terminó rescatada de su éxtasis por la inconfundible presencia del espanto que produjo aquella oscilación que se alejaba en formas chispeantes por entre las paredes.

Fue hasta la puerta y lentamente, temblando de terror la entreabrió y como husmeando, temerosa de encontrarse con el mismo demonio que los había visitado, miró hacia afuera:

Un desconocido y flaco burro pastaba en un crecido y seco pajonal y con su cola corta ahuyentaba las moscas que bebían su sudor. Por entre un montón de escombros, formado por pedruscos, adobes quebrados y vigas viejas ya fosilizadas, una enorme rata a pleno sol cazaba cucarachas. Sobre una derruida tapia limada por el viento y el olvido que la iban convirtiendo en un montón de tierra amarillenta, crecía un higuerillal cargado ya de frutos.

El firmamento de un triste y seco azul sin sol, muy quieto y bajo él, el lento y silencioso vuelo de un ave negra escudriñaba una colina de pajonales, de higuerillales circundados  de helechos sin vida. Una inmóvil lagartija sobre una fría roca fingía estar muerta o tal vez fingía vida. Y unas campanas sordas doblaron a duelo desde la inexistente torre de una iglesia en ruinas.



Pase-antes.
El arte comprometido
O el compromiso del arte.

Despacio cruza la pasarela hacia la cual todos pueden volverse. Va cargado de sobriedad y compostura, de racionalidad y ponderación. Saluda cortésmente cumple todas y cada una de las normas escritas y tácitas de la cortesía y la urbanidad.

Se siente pesado, abrumado, agobiado por toneladas de deberes para con: los demás, los prójimos, los mayores, la familia, las autoridades, los principales, los monarcas, los compatriotas y las reinas, Y para con los pobres, los mendigos, los indigentes, los desnudos, los presos, los huérfanos, los parias y sus numerosas familias y allegados, tiene los gestos y acciones que mandan y demandan desde los pulpitos, los confesionarios y las sacristías. 

Y cumple con las normas y decretos que se dictan a diario en pro de los desplazados, los menesterosos y los pobres y en especial de los pobres vergonzantes del estrato uno, dos y tres. Para las viudas y las madres que encabezan las familias de los manifestantes, denunciantes y los oportunos votantes y los sindicatos, tiene la tolerancia y la solidaridad que cada mes viene prescrita en los recibos de servicios públicos.

Y se siente aplastado, arrojado a la orilla, allí en la bocacalle del callejón oscuro, allí donde mean los perros callejeros y cagan agresivamente retantes los sin techo. Y sigue su camino eludiendo los corrillos de varados sin importunar el sueño de los habitantes de la calle y aplaude las conciliaciones, los acuerdos generosos, los arbitrios internacionales, las armisticios que hacen que abracemos a los subversivos, a los criminales, al los ladrones del erario público, a los secuestradores de comunidades enteras que temblando de terror y con altísima percepción de inseguridad decidimos, por propia cuenta, quedarnos agazapados en el cuarto de atrás aquel que es el más oculto.

Y de pronto la fiebre, la tentación del maligno o su naturaleza enfermiza. Cruza al zaguán que le lleva a la locura, a la incoherencia, a la inconcordancia. Allí donde los objetos prestan utilidades disparatadas y una herramienta agrícola no cosecha remolachas, sino que arranca ensangrentados corazones inocentes. Allí donde las horas marcan rituales diferentes y la cena se vuelve el momento de la pugna y no hay comunión, todo es excomunión y huida y diatribas y monólogos y soledad y llanto seco.

León M.M. 2012 Dibujo digital.

Conecta sus ojos desintegradores y apunta a las oficinas de burócratas ineptos e indolentes y las hace volar en mil pedazos. Envía un ciclón de partículas radioactivas  a las cedes de los variopintos partidos políticos tradicionales y a los que se conformaron apenas anoche después de mirar las posibilidades que les pronostican las encuestas contratadas por ellos a sus ceroferarios.

Y la vereda y los recodos del camino y la esquina donde se encontraban los amigos se vuelve el club de monstruos donde los que oficiaron de buenos se quitan su máscara sonriente y dejan salir sórdidos planes y propuestas inconfesas de una urgencia tan inaplazable como la que impone el hambre o la gula en un festín de bodas.

Y de hombre vulgar pasa a sentirse bien consigo mismo y respira lento y profundo cuando toma la paleta y el pincel y deja huellas en el lienzo que unas veces sangra y otras arrecian vientos tempestuosos que ahogan esperanzas, y todas, todas las veces grita en el vacío estéril de evadidos en vapores que surgen de vasos espumantes.

Se desprovee de esa mirada que va más allá de la piel, del brillo de las cosas. De los acontecimientos narrados y repetidamente transformados en la voz de consuetas de la historia.  Escudriña realidades de universos paralelos o socavones que surgen de entre repliegues de la piel de almas torturadas en silencio. Se ve cómo un hombre repugnante, indeseable. Excreta por sus poros algo como un humor y un hálito repelente, nauseabundo y enfermante. 

Y para tapar ese espacio vacío que se abre entre él y la gente común y los críticos y los galeristas, y los marchantes; necesita los colores con todos sus matices, sombras y texturas. Primero navegan en su mente enrarecida y flotan en torno a él como moscas en la ternilla de las vacas. Como mosquitos del pantano. Como zancudos que inoculan fiebre y desvarío. Como chapolas en torno de una luz negra. Y sólo cuando dispone sobre cualquier parapeto una tela blanca y reúne los pigmentos, los aglutinantes y los diluye en las justas proporciones, se van volviendo ideas, imágenes tangibles y fascinación, y solaz y materia para la cámara digital o la de película emulsionada y previamente coartada, y tecleo ordenado y linotipia censurada, y textos editados y salario y lisonjas de y para los aduladores.

Todo se convierte en manjares a devorar por brujas en aquelarres anunciados en carteles, donde todas vuelan alrededor del genio tocado por los dioses del Olimpo y del averno.

Y prosigue su deambular por la pasarela que es ahora un solitario camino donde sólo llegan las voces de los condenados y de las almas que purgan pecados inconscientes y ofensas a dioses extraños que habitan los cielos a los que no llegan las blasfemias, pues de antemano ya las han perdonado.

Y este trajín festivo que es el abandono de la sobriedad y de la lucidez  patológica de quien hace uso de todos sus sentidos y se deja impregnar de la realidad; hierve en derredor de los salones de postín, las antesalas de los bufetes y  las oficinas de los gobernantes, en los halls de los teatros y los living de los hoteles. Queda agotado el barbudo de cola de caballo, pantalón de lienzo blanco y camisa anudada al cuello con cordones.

Extenuado de realidad busca evadirse y cabalga en humo dulce. Con las ansias de quien siente que se ahoga succionado en remolino, aspira fuerte y llena sus alvéolos pulmonares. Con sonrisa idiotizada o complaciente mira  desde la butaca del salón el baile. Una rubia con pose intelectual le parlotea alabanzas en la oreja y luego de un silencio de su nueva fan, vuelve a ella, con mirada lejana le sonríe y recibe un beso que esa boca que sangra colorete le ofrece desmedida. Y nuevamente flota en humos de cannabis y lo duerme el entreverado y endiablado eructo de lisonjas  inventado por la boca pintarrajeada de sangre, con piernas torneadas sobre tacones diez y medio.

El chorro helado de las diez y media a.m. le empapa su cerebro adormilado y le devuelve la certeza tiste y lúgubre de estar aún con vida y también el dolor de su vida atormentada y taciturna. 

No se entera ni desea enterarse que para él nuevamente salió el sol y cantaron las mirlas posadas como en pentagrama, sobre los hilos del alumbrado público templados entre crucifijos de ordenado urbanismo.

Le sonrió al aroma del café servido por costumbre o más que servido, abandonado en un posillo viejo, sobre la mesita al pie de su pieza que es también estudio y escondite.

Sale a la calle y sus pasos le llevan por el rumbo acostumbrado hasta el café donde prueba uno mezclado con coñac barato. Sigue hasta la librería y gasta el tiempo, que le sobra, en leer títulos, en ojeara algunos y en releer fragmentos conocidos  que de tanto leerlos le han cambiado el mensaje, y con esa estrategia, algunas veces lo seducen. Y los compra y acunándolos los lleva de paseo al parque. Los lee y relee. En las mangas de su camisa blanca se seca el sudor de sus ojos y el llanto que por la nariz le brota.

León M.N. 2012 Dibujo digital.


Siente ese dolor en el alma, la que tiene situada en la mitad del pecho detrás del esternón y cierra el libro, se palmotea el muslo y luego palmotea el libro en señal de aprobación y aplauso. Sale a calmar este colmo de realidad con un coñac doble. Y dobla la hojita que contiene la yerbita que le hace sonreír. Recorre firmemente la pasarela que observan desde balcones y postigos y desde las cafés terrazas, que en las horas de la tarde se van llenando de tertuliantes, periodistas y espectadores de la realidad.

León Montoya Naranjo
Agosto de 2011.



LA CANCIÓN DEL CONQUISTADO

Ladino ingenuo; escucho el rasgar de tu guitarra. Con ella desterraste la palabra, lo que desde ya fue una afrenta que punza nuestros corazones e inauguró la tragedia que se nos hincó en los poros cobrizos como hoja de jade opaco.

Se fueron esfumando: el rítmico silbo de los pitos y el de los tambores. Unos roncos, otros menos graves y otros como de cristal. Los bosques por los que huyeron los Curacas, escondieron las bellas melodías que surgen del carrizo y de los huesos de canillas de venado perforadas; con ellos celebraban danzas alrededor de la fogata. Ahogaron los cantos de las bellas doncellas de torsos desnudos dibujados con majagua, que como queja premonitoria saludaban cada luna llena.

En la única hora puntual, la hora de la verdad, sin conmiseración, como en riña de cantina, cantaste esa plegaria invasora y desarticulada. Gritaste: Dáñame, niégame pero no me compadezcas que no es un albur este tormento mío al sentirme mutilado de mi palabra; la que sembró con coa la Serpiente Emplumada y con la que cantó nuestra historia el viejo Netzahualcóyotl.



Lloran mis ojos coágulos como gelatina de osamenta, en esta Noche Triste que como licuación negra se funde con la laguna de donde surgiera victoriosa el águila que hoy luce inerme, dibujada sobre los escudos de guerreros muertos por culpa de Malinche traicionera.

Venciste mis lanzas floridas con la espada que esgrimiste con una cruz desde su empuñadura. Ya no cantan los Mixtecas, Totonacas, Tlaxcaltecas. Quedaron mudos los códices sobre al amate dibujados con primor por poetas pintores que reinaron y ordenaron nuestras vidas y marcaron nuestro norte en medio de las cuatro direcciones telúricas.

Bernardino de Sahagún, tú que referenciaste algunas guirnaldas de flores bellas ensartadas del náhuatl, tú comprenderías mi orfandad. Juan de Zumárraga, tú intentaste con la máquina de Gutenberg, sobre el amate y en mi florido Náhuatl, darnos noticias del Dios que asesinaron tus hermanos. Tú entenderías que hay lenguas más propicias al amor y al arte y otras más dispuestas para contar la conquista de jaurías arrasadoras.

Sangra mi garganta ante la imposibilidad de llorar aquello de lo que por quinientos años hemos venido siendo despojados: mi lengua, nuestras lenguas amerindias, nuestras distintas formas de decir: Te quiero. Nuestras diversas maneras de tejer poemas, de decir: madre, leche, selva, tierra, canto, siembra, hogar, ánfora y tumba.

León M.N. 2012 Dibujo digital.


Permanezcan sobre los páramos y sobre los volcanes, sobre el espejo de los ríos y sobre las lagunas - encriptación de oraciones de oro y esmeraldas -, en las cascada y bajo de las cachiveras, por entre la manigua y en el viento que recorre los desiertos de ésta América; las palabras Arawak, las voces Quechua, los cantos Guaraní, el Muisca, el Aimara, el Puinabe, el Igka, el Kogi y el Wiwa; si ellos desaparecieran, desaparecería nuestra remota posibilidad de declarar quiénes somos y tal vez hacia dónde debemos dirigirnos. ¡Ah, qué triste es esta canción del conquistado!





DE LA LLUVIA
VIENDO A ISABEL EN MACONDO

Sin permiso de Gabo.

Hube de confesar mi incapacidad de ser literato y mi decisión de volverme personaje. Personaje universal, como el Quijote. Creado por un autor universal como el que inventó al eterno y universal Melquíades.

¿Qué personaje quisieras ser y qué haría?
Quiero ser la humedad Garciamarcana para hacer un estropicio.

Y un domingo a la salida de misa, después de un sofocante sábado me precipité en lluvia sobre Macondo.

En la mañana nadie pensaba que pudiera yo llegar de tal manera. Me precedió un viento espeso y oscuro que barrió las basuras que amontonadas dejaban las vecinas, cada cual al límite de sus andenes. Tan de repente que las mujeres solo alcanzaron a evitar que sus pollerines volaran como las hojas secas del almendro y desnudaran sus muslos.

Gritaron: es viento de agua, - como si ya no se supiera. Ya en el atrio Isabel me sintió como una sensación viscos que se estremeció en su vientre.

La inminencia de mi llegada hizo correr a los hombres como cobardes a guarecerse en la cantina. Sostenían con la mano, el pañuelo con que tapaban sus boca. Cada quien tomó un taburete que recostó en la pared de tapia. Sin pedir nada al cantinero, se dispusieron a esperar, los ojos pegados a ese punto de los charcos donde salpico en gotas que resbalan de los aleros

Entonces caí como sustancia gelatinosa desde un cielo que aleteó a poca distancia de las cabezas de quienes se alegraban de mi llegada y de la definitiva cesación de aquel verano incandescente.

Isabel y su madrasta pasaron la mañana sentadas junto al pasamano. Alegres de verme revitalizar el nardo y los romeros, y darle de beber después de siete meses de verano a los maceteros de crisantemos. Al percatarse de que mi llover era lento y tardaría largo rato, trajeron el canasto con ropa para remendar, calcetines para zurcir y el mantel que a dos manos bordaban en punto de cruz desde que Remedios anunció su matrimonio y que aún, cinco años después, no terminaban.

Al medio día ya había empapado la tierra y de ella hice salir ese olor a suelo removido y lo mesclé con el mío, con el olor de zapos que reviven y el de yerba amontonada a punto de podrirse.

El padre de Isabel, en el almuerzo, recordó metáforas sobre la bondad del agua, escuchadas en la iglesia. Imaginó el aguacero que caía como un nuevo bautismo, y pensó que podría darle nuevo nombre a todas las cosas que veía. No quiso hacer la siesta por no perderse el placer de escucharme caer sobre el tejado y de éste al jardín.

Toda esa tarde lloví en un solo tono, con intensidad uniforme y apacible. Y así sin que lo sintieran fui invadiendo profundo todos sus sentidos. En la madrugada del lunes solo atinaron a cerrar la puerta para escapar a un vientecillo cortante y helado que desde el patio les estaba enviando.

Cuando amaneció el  lunes, ya eran míos, los había colmado, rebasado. Isabel y su madrasta salieron a contemplar el jardín. Vieron como convertí la tierra áspera de mayo en una sustancia oscura, pastosa, jabonosa. Me vieron correr a chorros por entre las macetas y su sonrisa de antes la transformé en seriedad laxa y tediosa. No encontraban qué hacer: barrer era inútil, no había polvo que sacudir, la ropa no se secaba a causa de la humedad reinante. Ya habían concluido el viejo mantel para Remedios y no quedaba un solo calzón por remendar.

Hicieron poner las macetas en el corredor, mientras yo afuera llovía y crecía como una inmensa sombra sobre los árboles.

Me complací al ver salir al viejo padre de Isabel, tratando de ocultar mi húmeda presencia en su espinazo. Decía que el artrítico dolor que sentía era a causa de haber dormido mal. Sosteniendo con sus brazos la cintura exclamó: Es que no va a escampar nunca.

Seguí lloviendo… lavé todas las paredes…, me metí entre las fibrosas maderas, entre la celulosa y sus ya envejecidos aceites y las hinché. Saqué a todo semoviente del jardín menos a una triste vaca. Me divertí observando la mirada triste de toda la familia perdida en mis titilantes laberintos. Los vi sobrecogerse con la agobiante tristeza que les trasmitía mi monótono y pertinaz  acento.

Lloví distinto durante todo el lunes, infundiéndoles amargura, aburrición de lluvia, desesperanza como la de los árboles que no pueden huir de mi naufragio. Como la desesperanza de mujeres preñadas de marido ausente.

Jugueteé con la vaca, le reblandecí el piso en que se apoyaba. La enlacé con mi soga liquida y lodosa. La fui convirtiendo en vaca de arcilla, hundiéndole sus pezuñas en  mi barro. Inmóvil me doblegaba su cabeza.

La mañana del martes no la vieron, la había diluido y convertida en apestoso lodo, la llevé al potrero por la acequia.

En la tarde osmóticamente penetré los intersticios celulares de todos los que habitaban la casa de la Mama Grande. Les amortaje y apreté el corazón a cada uno y convertí su fresca mañana en una tarde húmeda, pastosa e hirviente, pletórica de escalofrío.

Presente en las láminas de zinc del techo, comencé a roerlas, a disolverlas, a teñirme con la rojiza herrumbre del óxido de los ferrosos metales. Y así colorida con visos aceitosos descendí por los desagües del alero. Henchidos de mí los horcones, los pilares, las vigas y entablados, despertaron de ellos las esporas que el verano había suspendido. Su mucílago así formado dio vida a hongos que cual setas abrieron sus paraguas sostenidos en su vertiginoso ascenso por la misma cicatriz de la madera.

Desde los lagrimales de los fantasmas de Macondo crecí como una nube purulenta. Cual enorme sombra o catarata ocular, paulatina e irremediablemente les fui borrando el paisaje ante su vista. Y así los envolví en una niebla triste y desolada como la que dejan los cantos de los niños ciegos.

Al borrarles la luz también logré confundirles el tiempo: Perdieron el orden de las comidas y hasta la certidumbre de haber o no comido. También les borré el jueves diluyéndoselos en un mar de presentimientos, como el que surge  la víspera de las catástrofes.

Desde los charcos que formé en los corredores y junto a las ventanas por donde me colaba, los observé, estáticos, paralizados, narcotizados, solo atentos pacífica y resignadamente a la silenciosa, gradual y digna ceremonia del total derrumbamiento de la naturaleza.

Sentados en fila junto al pasamano, no sintieron que con mi inundación ya les llegaba a los tobillos. Solo cuando sintieron que el moho les trepaba por sus piernas; primero los guajiros y luego los demás, fueron subiendo los pies sobre las sillas y arrumados, tal como estaban los muebles, solo atinaban a rascarse la comezón que entre los dedos de sus pies les provocaba.

Los recorrí como sudor y como llanto lento. Advertí la crueldad de su frustrada rebeldía y la forzosa humillación ante la lluvia. Los dejé inmóviles, sin dirección sin voluntad. Integrados a una pradera desolada, sembrada de algas y líquenes, como viscosos hongos. Especímenes nuevos de la flora de mis jardines de humedad, en los que parasitaran a otros o simplemente fueran huéspedes epífitos, no invitados.

Ya inmóviles les penetré la garganta en forma de tos desgarradora y me hice presente como pulmonía. Sólo con la cavernosa voz que les produjo mi infecciosa presencia, lograban expulsar algo de la fría humedad con que los invadí.

El viernes no permití que amaneciera antes de las doce. Llené ese corto día, con el mismo, lento, monótono y despiadado ritmo de llovizna fina que conseguí en los páramos, y traje a las tres una noche anticipada y enfermiza.

Isabel, Martín su esposo, su padre, la madrasta y los guajiros; parapetados sobre las sillas y las desvencijadas mesas, parecían un grupo de ánforas de barro recién hechas, que quisieran secarse al sol para poder cocerse en horno de alfarero.

Presente en la humedad que les dio forma les infundí vocación de tinajas vacías, de guacas, de urnas mortuorias, que vagaran por las ciénagas recogiendo los cadáveres que   bajaban flotando de la sierra.

Pasaron los gitanos errantes con el hielo. Nuevamente cruzó el interminable tren rumbo al océano. Se hizo presente Aureliano y su misión suicida. Pilar Ternera recobró su doncellez y Remedios lavó su sábana en mi inmunda charca. Amaneció en el patio un enorme ángel de empantanadas alas, al que recogió el enorme y oscuro buque que aquella madrugada sobre mi flotaba.


CONDENA



CONDENA

¿Qué hago aquí en medio de la oscuridad,
donde no es claro si transcurre el tiempo
o se ha detenido a la espera de algo o de alguien?
¿Un milagro, un mesías?

¿Cuándo mi entorno se cambió a negro profundo?

¿Dónde se sitúa la salida,
o será la misma abertura por donde hube de ingresar?

¿Quién condenó  a diatribas,
la justa lógica de mis argumentos
 y me convirtió en reo de mis propias demandas?

¿Por qué tengo yo que padecerlo?

¿Para qué he se sufrir este castigo?

No hay paredes,
no sé si floto, desciendo
o una gravitación desconocida
me impulsa en alguna dirección.
Bajo mis pies no percibo algún sustento,
ni mis cabellos delatan movimiento.

León M.N. 2012 Fotografía intervenida digitalmente.

Sólo soy,  y estoy solo,
y extender los brazos es inútil pues nada he de esperar.

¿Será éste el infierno con que tanto me ha amenazado?
…Ni el demonio me hace compañía.
Y el Ángel de la guarda no se iba a condenar conmigo.
Eso es algo que debe hacerse solo.
Sólo salvarse  es posible en compañía.

Estoy en el profundo negro,
 aquel que se ve cuando apretamos los ojos,
Y así se encuentran todos los colores.

Acabo de ver el rojo negro.
Como una fugaz galaxia destelló frente a mí a una imprecisa distancia.
Me trajo un recuerdo de calor, y sangre, y guerra.
Ausencia de compasión y presencia de vida que se escapa
por entre sorda alcantarilla.


León M.N. 2012. Fragmento de acrílico sobre madera, intervenido digitalmente.

Si entorno los ojos como cuando iluso miraba el horizonte,
veo el verde negro.
Es ese verde presente entre las grietas que tiene las cavernas
y el humo de las chimeneas por donde respiran los hornos que queman el carbón surgido del vientre de la tierra.
El mismo verde negro de los lixiviados que exuda el basurero.


León M.N. 2012. Fragmento de acrílico sobre madera, intervenido digitalmente.

Mirando con atención hacia donde creo que es el arriba
y también hacia el abajo.
Está el azul.
Es mi única certidumbre de profundidad.
Tiene todos los matices fluorescentes de la noche,
especialmente el de las noches de la selva.
Pero no tiene de ella los silbidos, el siseo, el chillido
y el ocasional piar de un ave sorprendida,
ni el amplio y callado aleteo de rapaces.

León M.N. 2012. Fragmento de acrílico sobre madera, intervenido digitalmente.

Y el negro amarillo se me presenta si abro bien los ojos.
Me golpea como cuchillada que surge de la sombra
y refulge con tonos enfermizos como los de la envidia.
Como el desvarío de las fiebres epidémicas.
Como el pus que supuran las heridas.
Como el silbo de las víboras
agazapadas en la oquedad parda de troncos derribados.


León M.N. 2012. Fragmento de acrílico sobre madera, intervenido digitalmente.

Veo los negros purpura,
los escarlata, los negros fucsia
 y todos aquellos que entre rojo y azul descienden al violeta.
Pletóricos de suficiencia, rencor y pompa, e inclemencia.
Fausto de cortejos negros a los cuales se les debe dar la espalda.

Como presencia inamovible,
como muralla infranqueable,
como lago gredoso que engulle súplicas de madres,
llanto callado de ancianos olvidados,
está el negro parduzco envuelto en la también negra toga de los jueces.

Parece atento a la demanda de los buenos,
y consulta el abultado libro negro que es el compendio de las leyes.
Pero sólo se atiene al rito y a su mudez fría recitando oscuros versos incomprensibles, solemnes e inapelables.

Huye de la luz y la sofoca,
la ahoga y en las cárcavas de mi rostro erosionado
va dejando huellas de ríos que descienden
y confluyen al negro río del olvido.

León M.N. 2012.



León M.N. 2012. Dibujo a lápiz intervenido digitalmente.

AMIGOS DE AÑOS

Ha llegado aquí, a la orilla del camino. A aquel recodo donde se da cuenta a ciencia cierta que el tiempo es limitado y peligrosamente corto.

Ha llenado el trecho trasegado con  ideas, planes y proyectos lanzados el futuro lejano.
A ese futuro que creía, tardaría largos años en llegar.

Y hoy al despertar, y luego de incorporarse, sentado al borde de la cama, sosteniendo con ambas manos sus sueños, para que no se le escapen de la cabeza, se ha percatado; sorpresivamente ha comprobado que el futuro le acompaña aquí a su lado, en este día, en esta fecha. Y que llegó cargado de premuras, de urgencias y de afanes y desprovisto de cómos, cuándos y con quès.

Recuerda diciéndose: -Tienes un bello futuro por delante. Despreocúpate que todo irá bien para alguien talentoso como tu. Te llegarán oportunidades inmensas de brillar, de descollar y tus logros no se harán esperar. Ten calma que pronto llegará tu hora.

¿Y a qué hora pasó, que no lo vio?

Tiene un talento nuevo aun sin estrenar y el tiempo no lo supo y pasó raudo en su afán de recorrer días, mañanas y pasadosmañanas. Dejó de lado este talento que no marcó su huella en el transcurrir del tiempo.

-          Éste cargo tiene el perfil de una persona más joven y experimentada. Lo sentimos mucho, si algo ocurre le estaremos llamando. Que tenga usted buen día.

Tendré que emprender ese negocio. Sólo requiere un discreto capital, tal vez un socio audaz, buena locación, en fin, un plan que incluya análisis de factibilidades, los registros de ley y una buena estrategia de publicidad y mercadeo. No tiene falla. Hablarán de mí, me envidiarán, se darán cuenta de lo qué soy capaz y todos querrán orbitar en torno mío.

Definitivamente no es el momento, El dinero en los bancos esta carísimo y más aún el extrabancario, y éste además es peligroso, uno nunca sabe… Debemos esperar la próxima ola y montarnos en ella y todo irá tan bien como lo planeamos.

Dos cafés por favor. Y se sentaron a la sombra del almendro en frente de la cafetería. 
-          ¡Qué ciclo tan largo el de esta recesión que no termina! - Los productos y servicios planeados, han quedado obsoletos. – Deberemos actualizar la tecnología a implantar. – Sinceramente creo que debemos repensar la estrategia inicialmente diseñada.

Pidieron un café más y cigarrillos. El mozo del lugar abrió la cajetilla para que se sirvieran los Marlboro y les ofreció fuego.
-          ¡Qué bueno es este tabaco, definitivamente es insuperable!

Tosieron repetidamente y probaron el café.
-          Sabes. He de serte sincero. Me siento decaído, como sin ánimo, no tengo la vitalidad de antes, y eso que me faltan años para llegar a los 60s.
-          Es la contaminación, el trajín, el smoke, el cambio climático. Todos somos responsables. Hemos tratado muy mal a la madre tierra.
-          Creo que son los muchachos quienes debieran tomar las banderas del negocio. Nosotros los asesoraremos y les daremos el apoyo necesario. O ¿Qué piensas…?

Tosieron nuevamente y ponderando el aroma del café. Se retiraron pues observaron que desde el norte se acercaba una nube que amenazaba lluvia, precedida de un viento que levantó una polvareda.

León Montoya Naranjo.
Agosto de 2001.



LA NOCHE

Fui despertado por un silencio que formó un hueco, una lejana profundidad, una oquedad que me envolvió. Un vacío que se adhirió como cosa pegajosa a mi cerebro. Con  filamentos imantados me atrapo del sueño y me trajo hasta esta realidad fantasmagórica. Es denso este silencio como la oscuridad que me rodea. No puedo precisar la orientación de la cabecera de mi cama, mi hamaca o lo que sea dónde reposo, desde una noche que inicié ya no sé cuándo y que aun no ha concluido. Es un silencio no de presencias idas, más bien de entidades impalpables, aleladas o expectantes, que me escrutan con asombro tal vez por mi diferente forma de ser, de estar o de existir.

Y de repente un rumor. Un silbar agudo que se acerca y crece, y  multiplica y se vuelve estertor como de máquinas no lubricadas. Como chirrido de rieles por los que resbalan sin obedecer al freno, ruedas de metal de las que brotan chispas. Tronar de rocas que ruedan por un despeñadero y caen a la profundidad  de donde surgiría un vapor asfixiante de mina de carbón y un polvo arenoso que haría cerrar los ojos como ante una luz que destellara.

Y pasa ese chirrido y escucho que se acerca un redoble de tambores desacompasados. Lo acompaña un pisar de cascos y de botas con puntas de metal, y lanzas y gritos de guerra y tronar de cañones. Huyen despavoridos los vencidos y se oyen sus gritos aterrados y muchos caen y lloran. Se retuercen en el fango que forman sus lamentos los sorprendidos que no velaban de pié junto a las trincheras o tras el almenar de sus garitas.

Pasados los tambores y su redoblar mortuorio, llegan altavoces emitiendo órdenes en lenguajes extraños y arrean una caravana oscura y luctuosa: Mujeres envueltas en pañolones, esconden sus rostros cruzados de cicatrices de dolores clandestinos , de espera inútil y de llanto silenciado. Arrastran de su mano a chiquillos de ojos desmesurados y aterrados, que no saben si quienes les guían son sus madres, sus abuelas o una madre que perdió a su hijo. Ancianos encorvados se apoyan en pesados bastones o en el hombro de un joven que tose  y calla y mira en derredor y siente que ese no es su lugar. Se agacha, maldice y avanza obedeciendo el arreo de esas voces oscas que cruzan en el viento como garras rasguñando.

Un grupo de niños de enjuto pecho y de abdomen abultado se apiñan buscando agua en  el seco cuerno del continente negro. Y en el estéril cuenco que forman unas caldeadas dunas, un grupo de mujeres que visten coloridos mantos, sostienen bajo el brazo canastos hambrientos del mijo para amasar el pan y sobre la cabeza cantaros sedientos. Y también esperan a sus hombres que partieron detrás de las arengas de un nuevo salvador llegado en carro blindado, oculto tras vidrios ahumados. Y son miradas por los ojos negros y opacos de las ametralladoras que les temen.

Desde el rocoso Afganistán me llega el negro olor a dinamita, un estallido de bazuca, una oración repetida a lo largo de esta noche vestida de turbante polvoriento. Unas pugnantes tribus, hordas de traficantes de armas. Los adoradores del petróleo cargados de promesas de prosperidad, no ven el rio de lágrimas que brota de ojos escondidos tras la burqa y resbala por los gruesos relieves de mejillas quemadas por el odio y el desprecio.

Me chilla en los iodos el silbar de las balas que desde la selva atacan la casucha cuartel de policía. Retumban las granadas y en derredor dejan tiradas: tejas de cinc, unos taburetes y el azul uniforme de los alumnos de la escuela. El estallido de un cilindro bomba siembra el silencio desde el derruido campanario y los audaces vencedores se pierden en la negrura de la selva llevando a rastras: un joven policía secuestrado, dos niñas vírgenes y cinco  niños reclutados.

Quedan en las estrecha explanada tres niños que juegan al futbol con pelota de trapo y el que hace de portero se apoya en una muleta hecha de la horqueta de un guayabo; pues sin que él entienda por qué, le falta la pierna izquierda desde  que se desvió un poco del camino por el que cada día iba a la escuela. 

Arrecia el ventarrón en el que escucho una letanía, una salmodia mendicante de perdón por culpas inventadas. Las profiere un coro de encapuchados monjes que en fila avanzan precediendo el coro de togadas monjas. Y todo su pesado ropaje negro, que el ventarrón arremolina, se diluye en el negro de la noche y se pierde en la colina en la que brilla la pizarra. Entran por la hendidura formada por  dos gruesas lajas como puntas de lanzas a modo de lápidas de sepulturas.

Aquí en esa incierta posición que toman los cuerpos liberados de la gravedad, y a oscuras, siento el aletear de multitud de seres que convergen a mi espacio llegados de todas direcciones. Escucho el creciente griterío de voces agresivas, indolentes que pugnan por un lugar desde dónde contemplarme. Intuyo la presencia de cóndores, águilas, buitres, halcones, búhos, lechuzas, y  toda especie de carroñeras y rapaces. Sin duda también luchan por colgar de perchas altas, los murciélagos, y enormes mariposas negras se camuflan posándose sobre los troncos de árboles fosilizados.

Y hasta allí me llega el callado y desesperanzado llanto de las madres de los niños desplazados que en las esquinas de las grandes urbes, juegan uno a contar los autos azules que pasan, y otro a contar los rojos.

Y me llega también el rencor enconado en los pechos erguidos de las esposas de los obreros despedidos, de los peones desplazados, de los campesinos despojados y de tantos y tantos engañados que hacen filas de la madrugada a la noche al pie de la puerta de los burócratas, y de los políticos y también en la de los industriales que no encuentran cómo generar más empleo sin que las ganancias mengüen. Y los más viejos y los más enfermos se apostan a las puertas de diferentes templos, de los diferentes dioses, a la espera de una moneda de los que entran y salen o de un milagro del que reina dentro.

Y el huracán prosigue como estampida de rinocerontes, de potros salvajes en la estepa. Escucho sus relinchos y el rugir de fieras que los acosan y un demonio como bola de fuego, que cabalga sobre un negro potro de ojos chispeantes, los fustiga a latigazos llevándolos hasta el desfiladero por donde inconscientes y aterrados saltan y les llega el vacío y en mí, queda el silencio. 

Abril de 2012.
Playa Coronado Panamá.



jueves, 14 de junio de 2012


TANGO.


Surge en la noche cual  de oscura cortina.
De satín negro brilla su piel
aprisiona el relieve de músculos expertos.
Cinco gotas de sangre
adheridas a  sus dedos resbalan en su cuerpo
al ritmo que asciende su mirada, y me ve.
                   
Se acerca. Piernas pálidas
por las que mis ojos serpentean
entre mayas oscuras como tatuando
un canto, inventando una caricia
prometiendo  el amor.

Sobre su cuerpo
destellos, plata y escarlata.
Maúllan los violines y llora un bandoneón.

León Montoya Naranjo.
Junio 2012.