lunes, 31 de octubre de 2011

EL ESPEJO








EL ESPEJO





León Montoya Naranjo




2011





EL ESPEJO



ÍNDICE
I.              MANIGUA.
II.            DESCENSO
III.           CONTIGO
IV.          ASCENSO
V.           BORRASCA
VI.          INDESEABLES AMIGOS
VII.         A MODO DE DESPEDIDA.

VIII.       CRUZANDO LA PLANICIE
IX           CONDENA 





Advertencia preliminar.
He plasmado en estos textos mi biografía onírica. De lo aquí escrito, sólo soy responsable de sus desaciertos literarios, los cuales confío en que iré corrigiendo ayudado por las generosas observaciones que usted, amable lector me haga. 


La escenas descritas me han llegado en sueños. Las acepto, vivo y sufro, como reflejos de mi vida diaria. El escribirlas me ayuda a desentrañar esa otra dimensión del vivir que se recrea de manera velada cuando nos invade el sueño.


Las ilustraciones también me pertenecen y están su disposición.




                             Ingenuo, iluso, soñador,  confiado, crédulo, infantil, idiota, loco, irresponsable, holgazán;
 eso he sido y soy yo, el que esto escribe.
I

MANIGUA.

Camina por la orilla del río. Quiere acompañar el agua que viaja aparentemente sin regreso. Se ríe de su insensatez. En aquel valle se forma una vega por la que el río trenza su corriente entre las piedras. Toma como referencia algunas espumas que flotan o unas ramas que arrastra la corriente y, a paso apurado trata de no quedarse atrás de ellas. - Quién me vea, pensará que he enloquecido, se dijo. Pero siguió con su infantil juego hasta que resbaló y cayó de espaldas. Allí se quedó unos minutos y contempló un grupo aislado de nubes, que en igual dirección que aquel tramo del rio, se alejaban.

Al incorporarse, y un poco a ciegas por la destellante claridad, miró en la dirección que el rio y las nubes y por supuesto el viento, huían.  Y allí fue mi presa y pude sostenerle, y le atraje hacia mí. Irremediablemente, entre el hechizo se me fue acercando. Y pudo ver detrás de la explanada que poblaba de hierbas altas, gramíneas, pastos dulces y gran variedad de florecillas, entre las que primaba la invasora adormidera; que allí estaba su nuevo dueño vegetal de infinidad de verdes, azules, grises y platas, y si bien se observa, de todo el arcoíris.

Caminó lentamente, de frente, hacia mí. Los ojos sin pestañear puestos sobre la amplia y abigarrada muralla que a cada nuevo paso que daba se le venía encima con perfumes de floresta y trinos y silbos de vientos extraviados entre ramas secas y hojarascas.

Y cuando entró en mí, le abrasé. Refresqué su bello cuerpo con cuatro grados menos de temperatura que allá afuera y sintió el pacer de mi acogida, y sonrió y paseo sus ojos negros en derredor y por unos minutos fue el arrobo y el girar y vagar entre el bosque que le prodigaba. Y sonreír… Y fui la frescura que le calaba debajo de su dorada piel y abrió los brazos como sintiendo mí presencia y tal vez queriéndome abrazar también, y de gozo mecí las altas copas.

Sin poderse resistir a la seducción y a mis encantamientos, corrió a abrazarme en el grueso tronco que tenía enfrente. Fuerte pero tiernamente me rodearon sus tibios brazos y me acercó su cara y sus labios me rosaron y probaron los aromáticos cristales ámbar que mis heridas y mis poros destilaban.

Se deslizó como fundiéndose en mí y a mis raíces adormiló un largo rato en posición de entrega. Y fue mi gran deleite contemplar su belleza y acariciarle con perfumes, con briznas, con pétalos y pavesas de estambres que dejé caer sobre su cuerpo.

Antes de levantarse para seguir su paseo obligado por entre la fronda que le deparaba, acarícióme en el mullido colchón de crujientes helechos que le había tendido. Acercó un puñado de ellos y aspiró su aroma y se frotó los brazos y el cuello con el resto de aquel perfume encapsulado en esporas.

Se descalzó, y con sus pies desnudos percibió la greda y deslizándose sobre esa cremosa caricia, miró el dosel que  en lo alto cimbreaba abanicando con ritmo lento, ocultando o dejando pasar unos tibios rayos de sol de mediodía. 

León M.N. Acuarela sobre papel.
Danzando en una brisa que ascendía en ráfagas acariciantes, le traje el rumor de la quebrada, y hacia allí le hice ir. Y al ver la pequeña cascada y el remanso del que saltaban microscópicas gotas que refulgían en arcos multicolores, no lo pudo evitar: Se desnudó y pude ver su belleza nacarándose entre el agua y brillar en dorados y perlas, y sumergirse y emerger y flotar y arremolinar su ágil cuerpo al que sólo vestía el agua que envidiaba y le lamía.

Pasó el tiempo suficiente para que el sol se retirara del pozuelo, pero no así Eros que me acompañaba. Los tibios rayos le condujeron hasta un tapete de siemprevivas y otras hierbas perfumadas, donde esperé que lentamente la humedad fuera absorbida por sus poros, mientras otra, puesta al sol, se evaporaba.

Besé lentamente todo su cuerpo y fue mi dicha recorrerle palmo a palmo. Vi que sabiamente se frotaba el cuello y  con sus manos desde la espalda. abrazaba su pecho, como si me sintiera penetrando cada poro de su piel. Le hice girar, arquear su torso aduraznado, y no cesó mi osadía hasta no sentir que gemía de placer y se rendía a una bocanada de aroma de anís que le dejé en los labios.

Ya puedes irte si quieres, le dije, bajo un amplio domo de guayacanes florecidos. Me había saciado. Noté tras sus ojos que mi encantamiento aun le poseía. Dejó vagar una mirada larga que detuvo en  la sombra, sobre mi cojín de musgos esponjosos y húmedos, de un verde vivo con tonos azulados. Se inclinó sobre ellos, arrancó con sus manos dos puñados que exprimió y con su jugo se tatuó mi nombre sobre el pecho.









II

DESCENSO

Está aquí al borde del precipicio. En el acantilado de deleznable pizarra que con mi peso y movimiento se desmorona y rueda hasta el abismos de donde asciende como débil neblina que hace que aparezca y desaparezca por momentos, una bandada de aves carroñeras que en vuelo circular, también asciende.





Tiemblo de pavor ante el peligro que me acecha. Doy un paso inseguro, y otro, y otro, y otro más. Y la respiración   me falta y el corazón quiere saltar para que luego yo le siga a un no sé dónde. Y lo que hasta aquí me pereció camino que me guiaba, es ahora una cresta de piedras sueltas que ruedan a mi paso. Y me impulsan en una pendiente sin fin y caigo, ruedo, y nuevamente me incorporo. Sacudo el polvo de mis manos y limpio de arena los rasguños en mis codos y rodillas.

Por una razón desconocida para mí, sé que me señala una meta más allá de aquella alta cumbre que como fortaleza inexpugnable se levanta en frente a la estrecha hondonada donde adolorido estoy. Y voy en pos de ella improvisando una ruta, un camino que no existe y se deshace con mis pasos. Pero insisto, avanzo y retrocedo, y nuevamente lo intento agarrado a esa cuesta de rodantes rocas, aferrado a ellas con los pies y con las manos, también ruedo.

Siento que me afana a llegar a la cima o a huir de algo que ha ocurrido y no preciso. Ni el para qué, ni el qué  me han sido claros, pero el afán no cesa y esforzado apuro el ritmo.

Para avanzar el tramo de un paso mío, debo dar dos o tres y a veces repetirlos. La montaña, mi única salida, parece venirse abajo, desmoronada, convertida en pedruscos, en arena. La ansiedad que no me deja, hace que insista, cambie el rumbo, intente otra estrategia y siga, y siga, y siga. Y lentamente veo que avanzo paso a paso y luego caigo, me siento, descanso, tomo un respiro y reanudo. Miro hacia arriba y temo que caeré y lo hago y luego me levanto.

León M.N. Dibujo a lápiz, Intervenido digitalmente


Me encuentro solo. El viento silbando me acompaña. Ya no estoy yo encima de las aves, son ellas desde la altura las que me vigilan, las que aguardan. La neblina ha desaparecido y sobre el fondo azul el sol me grita sin que yo, extenuado y aturdido, pueda interrogarle.

Apenas iniciado el ascenso de la gigantesca cuesta, el cansancio me venció y quedé dormido. Las cálidas rocas acunaron mi cuerpo fatigado. A los sueños como a aves carniceras mi entregué. Me poseyeron reales ansias de reconocimiento. Me vi como héroe entre los que me aman y soportan. Y fui  abrazado, me aplaudieron, de mil formas me homenajearon.

Sonaba una cercana orquesta y la música invadía gratamente los salones profusamente decorados. Y los perfumes… los aromas más discretos se esparcían sin que se supiera de dónde provenían.

Canté, narré mis hazañas y declamé mis mejores poemas para deleite de todos los que a acompañarme habían venido. Brindamos por el ayer y por el mañana, con añejos vinos de las mejores cosechas de mis extensos campos. Y bailamos, danzamos y fuimos la misma esencia del ritmo y de la melodía.

Y graznaron las aves negras como monjes medioevales posadas sobre los capiteles de columnas de roca erosionada.




III

CONTIGO

Descorrí las amplias cortinas que como penumbra me separaban del paisaje que a mis pies se  ofrecía. Bajé la espaciosa escalinata de lustrosas piedras franqueada por dos pumas alertas, y me adentré en el bosque aun poblado por las hadas de la noche que apenas concluía.

Un suave viento azul, emergía de los prados impulsado por los rosados rayos de un sol naciente que matizaba el aire. Éste se poblaba de abejas afanadas que besando las flores, y danzando y susurraban una canción a mis oídos.

Rescatada por mi canto te arrobé y fuimos hasta las cumbres donde es el reino de las  nieves fucsias. Abrí  sobre la pared de barro una ventana, por la que te dejé ver el cerro del encantamiento, que para nuestro placer se transforma cada día, cada hora, cada minuto, cada instante. Se embriaga de un verde que bebe de la lluvia y que mezcla en el bosque con perfumes. Danza con las aves peregrinas que migran y otras que traen trinos nuevos flotando en las nubes y se mueven permitiéndonos mirar el otro verde, el de los pastizales.

Desde allí también vimos anunciarse la tormenta: puntual, precisa, surcada de rayos y sobrecogedora como la ira de los viejos dioses. Sacudía los pajonales de los cerros y los techos de paja de los bohíos que como pardas colinas se escondían en los estrechos valles. Fustigaba los ojos perezosos, recordandoles  el asombro y la curiosidad, y lavaba el horizonte renovando el verdeazul con que se pintan aquellos cerros que están más cerca de la casa del sol, del horizonte.

León M.N. Acuarelas sobre papel, intervenidas digitalmente  e impresas sobre lienzo. 

Y cuando ese dorado calorcillo penetró en el remanso de la quebrada, que nos había formado entre piedras grises un estanque de agua azul y cristalina, tu bella desnudez formaba sucesivas hondas, y se alegraron con risas nacaradas los pececillos que lo surcaban bailando entre las algas y musgosas rocas.

Era mi deber impostergable contemplarte y la consecuencia, extasiarme y agradecer aquel regalo que el dios de la belleza me ofrecía cada día.

Y rendidos por las cadencias del amor y exultando placer, cantando de alegría y gozo, retornamos, los pies descalzos   y tomados de la mano, al pie de la fogata y entre las manos acunamos una bebida cálida y una esperanza dulce que en tu cintura ya se dibujaba.




IV

ASCENSO

Tengo al frente una muralla de sólido granito sobre un telón azul por el que raudas ráfagas de viento impulsaban nubes grises hacia el norte. Y al mirar arriba, queriendo encontrar con mis ojos su alta cima, era espaciosa, descomunal, y se arqueaba de tal forma que yo en su base no podía adivinar la cúspide. Su enorme altura y la velocidad con que las nubes eran arrastradas, me producían mareo, vértigo y antes de intentar la escalada, sentí perder el equilibrio.

Sin tener otra alternativa que acometer el ascenso de la inmensa roca, comencé a dar un rodeo para elegir la mejor ruta.

A pocos pasos hacia mi derecha hallé una amplia hendidura que desde la base de la gran mole, ascendía buscando igual que yo su cima, e incrustados a presión en ella, gruesos troncos a modo de escalera. 

Sonriendo de alegría por aquel hallazgo, cuidando de no resbalar en los mohosos peldaños, inhalé fuerte y sin tardanza comencé el ascenso. Era profunda aquella hendidura y pensé que en primigenias edades, gozando aun de plástica consistencia, luego ser lava incendiada y antes de tornarse roca, esta enorme masa se quiso plegar sobre sí, y antes de lograrlo se congeló dejándonos la posibilidad de ascenderla con apoyo en las paredes sólidas de esta hendidura.  

Los gruesos maderos que formaban los escaños, firmemente apretados a ambos lados me permitieron ascender  seguramente y aun podía apoyarme en otros menos gruesos que formaban convenientes pasamanos. Las paredes de granito estaban húmedas y cubiertas de musgo, plantas trepadoras, epífitas y de algunas higueras cuyas semillas sin duda, dejaron caer, años atrás las aves. De la profunda oscuridad rocosa, y mientras escalaba, me llegaba el chillido tal vez de aves nocturnas o quizás de los murciélagos que a aquella hora de la mañana, recién había regresado de libar jugos de frutas en lejanos bosques.
Cada paso lo acompañaba de una mirada al hermoso horizonte y a la profundidad que a mis pies crecía, con igual velocidad a la de mi asenso. Pude mirar el largo valle por el que eludiendo los rápidos del río y sus cascadas, hasta ayer había deambulado buscando una salida de la espesa selva que quiso aprisionarme. El valle se expandía en un mar de copas de infinidad de verdes y entre la neblina, que no alcanzaba aun a levantarse, se difuminaba, se perdía.
Los escalones fueron haciéndose más espaciados y hube de prestar más atención, pues de tramo en tramo se perdía el pasamano al cual seguro me agarraba. Las paredes de granito, en las que los troncos se incrustaban, comenzaron a presentar pequeñas grietas, resquebrajaduras. Los troncos que formaban los escalones eran cada vez más delgados, algunos estaban rotos o se rompían cuando apenas intentaba apoyar mi peso.
A cada paso la ya vetusta escalera improvisada, se empinaba. No me parecían nada seguros sus apoyos  en la hendidura de la roca que también era cada vez menos profunda, más superficial, menos confiable. Al mirar hacia el horizonte y a la profundidad a mis pies, ya no sentía placer, ni encantamiento. Sentí terror y los brazos y piernas, con los que me agarraba a aquella débil estructura, me temblaron y creí que iba a precipitarme al profundo vacío.
Para poder llegar a lo que me pareció era un descanso, tuve que aferrarme, no sólo a los débiles barrotes de lo que fue escalera, sino también a las pequeñas grietas del granito cuarteado a causa de siglos de intemperie. Alcancé a sentarme en una estrecha cornisa, y sin poder evitarlo tuve que mirar la inmensidad del horizonte que enfrente de mí se abría, la profundidad del abismo sobre el cual mis pies colgaban y la incierta altura de la roca que a mis espaldas me esperaba.
León M.N. plumilla
La angustia me invadió. Mis ojos se nublaron y hasta el esfuerzo de un sollozo me pareció imprudente, tal vez haría que el apoyo que la roca me daba, fuera a fallar y me desplomara.
Mirar las nubes que veloces golpeaban las paredes de granito y proseguían su vagar. Mirar el indolente vuelo de los gallinazos que se dejaban llevar por el viento o mirar el imposible camino de regreso, aumentaba mi terror y una profunda sensación de soledad.
Los brazos y las manos me temblaban y sentía en las piernas un cosquilleo como presagio de un calambre. Con la boca y la garganta secas me dispuse a continuar el camino; para lo cual era preciso recorrer un tramo horizontal, que a manera de estrecho puente de rusticas tablas, sobre soportes de redondos leños incrustados en una grieta transversal, se cuñaban con otras piedras y con algunas estacas.  



Me era imposible guardar el equilibrio sobre aquella tosca tabla. Tuve que arrodillarme sobre ella y agarrándola con ambas manos fui avanzando poco a poco, hasta lo que me parecía que era el extremo, sobre aquel peligroso precipicio. El viento que subía me hacía por momentos cerrar los ojos y estremecerme de terror. Al llegar al recodo que antes me pareció el final de aquella aventura circense, pude comprobar que en el siguiente tramo no existía la ayuda de una tabla. Solo me esperaba a unos dos metros, clavada sobre el liso granito que hacia arriba y hacia abajo se expandía, una cuña de madera de cuya solidez nada podía saber. Quise gritar de desesperación y de impotencia. Quise maldecir la suerte que hasta esa frágil posición me había conducido. Sentí deseos de cesar en mi empeño, de quedarme allí a esperar ser pasto de los buitres o de dejarme caer para acortar mi sufrimiento. Miré hacia arriba la impasible y fría pared de granito, y sin pensarlo más, sin im
portarme lo que hacía, corrí hacia afuera la tabla en la cual estaba sentado,  me quedé directamente sobre  la cuña que la sostenía. Levanté en el vacío la pesada tabla y la alcancé a apoyar en la siguiente cuña y de esa manera construí otro tramo de puente por el que a horcajadas avancé impulsándome con ambos brazos, mientras mis piernas colgaban sobre el precipicio.  


V

BORRASCA

Saliendo del pueblo caminábamos sobre una amplia calle que comenzaba a volverse carretera destapada a cuyos lados, de tanto en tanto encontramos casas campesinas, de esas que tienen corredores afuera, con chambranas o pasamanos de mediana altura, donde ponen materos con plantas de abundantes flores. La calle se empinaba levemente y era un poco molesto caminar en ella, debido a la fina gravilla en la que confrecuencia resbalabamos.

El día era soleado, a nuestra derecha iban alzándose en tierra rojiza, los taludes del camino y sobre ellos alcanzábamos a ver potreros, pequeñas huertas, corrales y sementeras. A nuestra izquierda la falda de la montaña se precipitaba abruptamente hasta una honda cañada, por la que bajaba dando saltos una pequeña quebrada. El amplio camino se encajonaba a veces cortando la cuchilla de la montaña, y formaba un profundo canal erosionado.

Se presentía una tarde clara. Las casas fueron haciéndose cada vez menos frecuentes hasta desaparecer, y nos encontramos en unos despoblados y empinados, pero bellos campos.

Ya casi se ocultaba el sol tras la montaña. Sentimos un rumor que fue aumentando y acercándose hasta convertirse en un trueno ensordecedor y amenazante. Por el recodo del camino que teníamos en la pendiente y frente de nosotros, vimos que comenzaba a bajar agua lodosa del color rojizo de los taludes. Nos hicimos a los lados del camino, ocupando las partes más altas, evitando así que nos salpicara.

Todo fue inútil, aquel lodo rojo crecía por momentos y quedamos metidos dentro de él, algunos hasta media pierna y otros hasta las rodillas.  El volumen de la borrasca y su velocidad fueron creciendo. Para no ser arrastrados, tuvimos que aferrarnos a los postes de los alambrados que había a ambos lados del camino.

Con dificultad pudimos cruzar los alambrados hasta un pastizal en la parte alta y no lográbamos ver qué había ocurrido y de dónde provenía aquel derrumbe que ya arrastraba algunos árboles y gruesas rocas.

La noche llegó en pleno acompañada de una llovizna de esas lentas, largas y frías. Y de pronto, más que verlo, supimos que el camino, del cual habíamos recién salido, se precipitó hasta la cañada que ahora bajaba bramando, sin lugar a dudas crecida y arrolladora.

Regresar a tientas buscando la ruta hasta allí recorrida, no era prudente; la montaña amenazaba venírsenos encima. Iluminados por los  frecuentes relámpagos continuamos ascendiendo por la parte menos amenazadora por ser menos pendiente. Los ruidos,  fueran del agua que corría a nuestros pies, de la lluvia que caía, de los derrumbes desprendidos que dejaban desfiladeros profundos y peligrosos o de los rayos que cruzaban el cielo; no permitían que escucharan nuestras voces. Gritábamos queriéndonos hacer oír y sin querer escuchar. Estábamos histéricos y aterrados.

Algunas veces rodamos entre el fango y las rocas o vimos cómo los que iban delante de nosotros rodaban y pedían nuestro auxilio. No sé si todos los que empezamos este prometedor paseo, éramos los que estábamos en el corredor de aquella casa campesina, donde nos acogieron y nos ofrecieron café, ya en la madrugada.

No sé adónde me dirigía y no supe decir a quién debían avisar que yo había sobrevivido. Acepté la ducha y la ropa que me ofrecieron y con los demás de mi aventura supe que me subí a un bus que en las afueras de un pueblo nos estaba esperando. 




VI

INDESEABLES AMIGOS

Un sol cansado arrastraba sus rayos detrás de la montaña. Sin espectacularidades, sin arreboles, ni bandadas de aves migratorias, ni poéticas lunas, ni brisas, ni romances.

Caminé hacia el peñasco que hay a la entrada de la selva, y como urgido extrañamente por un llamado incomprensible, me senté sobre la misma roca en el retiro.

Como nunca me había ocurrido,  lo vi acercarse. Venía lento buscando que lo presintiera. Me pareció que quería llegar sin sorprenderme. No venía a lo suyo como siempre, venía a que le reconociera.


León M.N. Dibujo a lápiz



En su túnica azul grisáceo, de gran capucha y cerrada con botones negros, resaltaban las anchas mangas largas y el gran vuelo con el que el viento parecía divertirse, le daba majestad y una preeminencia natural.

Dio unos rodeos como ignorándome y exhibiéndoseme. En algunos momentos corrió su capucha dejándome ver su horrendo rostro cruzado de relieves oscuros y esos ojos color sangre y petróleo.

En su mano huesuda pero fuerte sostenía un bastón que a veces semejaba ser garrote. Entre los pliegues de su largo mantón sobresalían a cada paso que daba, largas y filosas espuelas de gallo que brotaban de sus tobillos por entre las albarcas.

Paso a paso, casi tímidamente se acercó y se sentó a mi lado. Sentí el escozor que su mirada causa, también el sudor frío y el temblor y esa presencia eléctrica que me recorre la piel y se escapa por todas mis vellosidades, y la sensación de que se me cierra la garganta ahogando un grito que no logro emitir.

No pude resistir su silencio y su mirada inquisidora de perro que espera órdenes, y diciéndole: Hola querido y fiel amigo, le eché mi brazo al hombro y lo estreché hasta que su áspera e irritante piel rozó con mis mejillas y sólo cuando mis lágrimas humedecieron nuestro abrazo, le solté, repitiéndole: gracias por tantos beneficio viejo amigo Miedo, gracias.

Con su voz cavernosa y gutural, extrañado me inquirió: ¿Qué es lo que tanto me agradeces hombrecillo, pues de tanto que lo haces ya me tienes intrigado?

Te agradezco pues desde que nací, has estado a mi lado como un ángel guardián, o un perro fiel, amigo Miedo.

Estuviste conmigo aquella noche de tempestad cuando era niño. Tú, Miedo, impediste que saliera de mi escondite, liberandome de quedar electrocutado por el rayo, de quemarme en el incendio de la casa y de que me arrastrara la borrasca. Por eso, muchas gracia, Miedo.

No fui consciente de eso, yo no estuve allí, repuso. – Pero yo te sentí y eso me basta para estarte agradecido.

Otro de los muchos favores que recuerdo, fue estando joven y participaba de una fiesta. Mis amigos me ofrecieron licor, alucinógenos, anfetaminas. Toda la noche estuve invadido por ti amigo Miedo y no los pude probar. Se burlaron de mí y me llamaron gallina, y gracias a que me aterraste, hoy estoy vivo y sano y soy socialmente competente y aceptado.

Más tarde cuando me instaron a defenderme de insultos con puñales, a salvar mi honra ante la mujerzuela aquella y el gañán me agredió blandiendo un sable, yo, de tu mano, querido amigo Miedo, corrí y salvé mi vida.

Miedo, Miedo, querido amigo Miedo, gracias pues nunca he dejado de sentirte y siempre me has salvado de percances graves y funestos.

Resignandose ante mis razones, tomó mi mano y la besó y se durmió a mi lado, con ese roncar desacompasado y débil, que dicen tener los moribundos.

Miré cómo de las hendiduras del peñasco salían a vagar en la noche los murciélagos de alas de ceda y agudos chillidos. Se internaban en la umbra de la selva, donde vi centellear dos pares de ojos mirándome ocultos tras los troncos de los árboles. Camuflando su presencia  sobre el follaje, se deslizaban y la poca luz de la tarde daba visos de irrealidad fantasmagórica.

Puntuales llegaban a la cita y, yo y mi Miedo ya les esperábamos. Se dejó ver primera la Enfermedad. Traía su fiebre del pantano y su tiritar alucinado. Castañeaban sus quijadas,  doblandose como un retorcijón, como lo exige un espasmo muscular, una intoxicación, un cólico. Era característico su andar artrítico y su respiración de tísico. Y envuelta en su viejo pañolón, dejaba al descubierto en su pantorrilla, una llaga supurante, gotosa que nunca cicatriza.


León M.N. Dibujo a lápiz. Intervenido digitalmente



Me adelanté a recibirla, le tendí la mano y ofreciendole un lugar en la roca donde podría estar a mi lado y cómoda. – Gracias por llegar vieja amiga, ya sé que no me olvidas querida Enfermedad. Siempre me recordarás que estoy vivo y que debo cuidar la salud que es un don preciado pero frágil. Que sin ella nada valen los tesoros que persigo, los amores soñados, los viajes fantásticos, el éxito social y los honores. Déjame besar tu cara triste Enfermedad. Déjame enjugar tus ojos cruzados por las nubes del tiempo y torrentes salados.

Me miró como le es natural, con tristeza y sentí que insuflaba en el torrente de mi sangre una sustancia consientizadora que podría ser mortal si yo lo permitía.

Sin hablarme, sin decir nada, señaló hacia el sendero por el que ya llegaba a rastras el Dolor. Lo precedían sus quejidos, sus gritos y sus gesticulaciones. Traía su acostumbrado costalado de irritaciones, salpullidos, hematomas, contusiones, migrañas, alergias, ampollas y toda clase de lastimaduras. Tenía a disposición mil y una somatizaciones, variadas patologías crónicas, agudas e incapacitantes. Las alforjas que sobre pecho y espalda le colgaban estaban llenas del calor, del hielo, de urticantes venenos y sustancias cáusticas que regaba a su paso por la fauna y la flora que eran sus amigas hospederas.

Me puse de pie y le grité: Apúrate Dolor amigo que te estás retrasando, ya casi empezamos. Te llaman Dolor pero yo te apodo Seguridad, Prevención. Si no llegaras antes, seguro que todos moriríamos inconscientes, insensibles, ignorantes de quién nos podría afectar o hacernos daño. Gracias dolor amigo por llegar y al punto hacernos retirar, meditar, considerar otras alternativas. SI nunca me hubieras visitado, no sabría disfrutar la calma, la placidez, el solaz, la quietud, el silencio y el sueño que a diario me regala mi condición de viajero y paisajista.

Llegó a mi lado y como es natural, su sola presencia me turbó, se me aceleró el pulso y casi sentí que me dolía algo y no sabía explicarlo. ¿Era un reflejo de su presencia, mi instinto de conservación o en realidad mi amigo me estaba advirtiendo algo? No lo sé, de todas formas permanecí alerta, y eso para mí ya era un regalo bienvenido.


León M.N. Dibujo a lápiz intervenido digitalmente e impreso en lienzo


Descargó sobre las rocas, su costal y sus alforjas, dio un gran suspiro como de alivio y sin embargo continuó su eterno respirar agitado y a veces fruncia los labios y los ojos e inclinándose se apretaba esa parte del plexo solar que llamamos boca del estómago.

En ese estado no quería abrazarlo. Solo le dije gracias por venir y le acaricié su cabeza poblada de una larga cabellera blanca. Quería confortarlo, más bien reconfortarlo, sé que eso se debe hacer con el Dolor. Y en pocos minutos se quedó dormido. Aparentemente dormido, pues su sueño era incómodo, como turbado por punzadas, inquieto, muy desapacible.

Ya era plena la noche y sobre su tapete brillaban tímidas algunas luces muy lejanas. De la entrada de la selva que ya no se veía, me llegó un viento gélido que fue arreciando lenta pero decididamente. Volteé a mirar y la vi como una sombra, no muy grande pero densa. Decididamente negra, más negra que el carbón de roca. Avanzaba rotando sobre sí misma. Era un cuerpo que se devoraba a sí mismo y avanzaba sin consumirse, pero sin dejar de engullirse, expelía ese viento gélido que ya he dicho que la precedía.

Buenas noches rescatadora mía, bienvenida a nuestra cita tu que eres consuelo de mortales. Amiga y atareada Muerte, qué bueno que has llegado.

Con su voz suave y aguda de salmodia me respondió: Buenas son las noches. Pero no deja de admirarme que son pocos los que me dan la bienvenida y muchos los que quieren que retrase mi llegada o en el mejor de los casos que suspenda mis paseos. ¿Por qué siento que tú verdaderamente me amas y me consideras?

Es una redención poder contar contigo. Ciertamente sé que un día llegarás para librarme de un eterno vivir que no imagino como cosa grata. Algún día, que no conozco ni quiero conocer, tendrás el deber de poner a mi existencia fin. Es bueno vivir y cada vez lo disfruto más conscientemente. Miro el pasado y me río hasta de mis múltiples errores. Fue bueno haber tropezado y sus consecuencias no han sido tan devastadoras como entonces lo pensé.

Y este presente que tan rápido desaparece como puñado de néctar que resbala entre mis dedos, sin lograr degustarlo todo, es bueno también. Y lo será el futuro, te prometo que de él aprovechare cada instante, pues ahora sé que es corto, que en cualquier momento llegarás para buscarme. Me hallarás poseido por el embeleso en una puesta de sol. Con los ojos cerrados, inclinado ante una rosa degustando su perfume. Extasiado en los iridiscentes destellos de la luz en el plumaje de un colibrí. Sonriendo burlón con el reclamo de un becerro. Desnudo nadando en un pequeño estanque del arroyo. O escuchando La Pastoral con una copa de vino entre las manos. Llorando de emoción con la palabra abuelo o ayudando  a plantar unas semillas. Y entonces no me llames la atención, ni hagas que me lleven a la alcoba o al quirófano. Simplemente tómame de la mano y llévame a dentro de tu reino Muerte amiga.


León M.N. Dibujo a lápiz de colores


Gracias amigo Miedo por acompañarme tantos años. Gracias a ti amiga Enfermedad, fue bondadosamente clemente conmigo tu presencia. Gracias amigo Dolor, además de salvarme de tantos accidentes, lograste que fuera un poco solidario y tolerante. Y a ti amiga Muerte te doy con anticipacion las gracias, pues sé que oportunamente llegará a nuestra postrera cita para salvarme de un eterno vagar por estos bellos campos.





VII

A MODO DE DESPEDIDA.

Le ocurrió muchas veces en el pasado y ahora vuelve a sucederle. Al recorrer  la vecina arboleda que le es tan conocida, piensa: Creo que será ésta la última vez que por aquí camine. Y entonces mira con renovado interés, las pocas flores, las piedras y las cicatrices en las cortezas los árboles que destilan goma como cristal añejo.

Escucha los sonidos que le llegan. Quiere gravar en su memoria hasta el lejano ronroneo de los autos que detrás de la colina pasan y el particular acento de las voces de los niños que juegan en el parque.

No es apego por lo que dejará o temor a lo desconocido, es gratitud por lo vivido que quiere plasmar en el recuerdo.

Olvidar la fresca sombra que siempre tuvo el naranjo y el aroma de azahares que cada año regala, sería ingratitud. Y el jugo de sus frutos tantas veces  degustado, no lo quiere olvidar.

Le llegan en el recuerdo: La renovada luz del alba que retratándose en nubes altas anuncia nuevos días. Los primeros rayos de sol, que templados como cuerdas de arpas, pintan de fucsia las rocas grises en el páramo. Y un silencio sostenido de violines antes que  se pinten en limpio azul los días de enero en la Sierra Nevada, en los altos de Chiapas y en los páramos y la  Sabana.


León M.N. Dibujo a lápiz, intervenido digitalmente

Recuerda el viento frío y ese sol picante como una infusión de alegría sencilla. Con una pisca de nostalgia todo lo mescla con una inspiración profunda de yerbabuena y limonaria y una larga expiración de plenitud.

Avanzan por el camino siempre bordeando la quebrada. Se concentra en el acento de sus murmullos que seguirán su ruta serpeando entre las piedras aunque él ya no los escuchará más.

Se detiene; da una larga mirada a los verde en los cerros, que se van volviendo azules cuando más distantes. Desgrana entre sus dedos las semillas de una espiga del pasto que en derredor florea. Semillas que en la mañana picotean los canarios silvestres y su memoria lo lleva hasta una piragua. Un potrillo labrado en madera salvaje sobre el espejo de un río en el que se miran nubes blancas, aves que pasan, la selva con sus guirnaldas, y que se rompe cuando de él salta un destello nacarado o lo besa una libélula que danza o cuando un anzuelo que pendiendo de una cimbreante cuerda, se hunde en él.

En el lento abaniqueo de una palmera le llega, como un adiós de antaño, el aroma a chicha de Pupuña, o jugo de chontaduro. Rondadores donde el soplo se vuelve danza de alegría cadenciosa y repetida en la que no deja de escucharse notas tristes como reminiscencias.

Antes de reanudar su camino abraza un grueso tronco. Pega a él su oído, y siente  ecos de golpes de hacha, ritmos de tambores, notas de marimba y el crepitar de leños en hogueras. Todo vivido y tan vívido que lo quiere llevar en éste nuevo viaje.

Escucha campanadas, el silbido de un tren, el acelerante traqueteo de las ruedas en los rieles y el aleteo de palomas que en ausencia de pañuelos blancos se posan en los desiertos andenes.

Altavoces anuncian con mal articuladas voces, destinos lejanos y se apuran los abrazos y lágrimas de despedida.

Por polvorientas carreteras que trepan las montañas, ruedan autobuses que sin hastaluegos, perezosamente se alejan desdibujándose entre la neblina que asciende de bosques viejos y de las nuevas huertas que los colonizan.

Con la marea baja, un pequeño velero semeja un pañuelo o el vuelo de alcatraz pescador. Se retiran las olas dejando gravados de espuma en la playa  y troncos que flotan como botellas de vino vaciadas del néctar y llenos de mensajes de amor.

Ha de partir nuevamente. Trashumar es su destino. Cualquier sombra es su cobijo, cualquier alar su hogar. En sus entrecerrados ojos van los paisajes devorados, la luz de su estrella, desfiladeros gris y plata, un lago plomizo y muertes de sol.

Con su mochila al hombro lo ven los luceros, le saludan ladridos cuando sale del bosque donde cantan los grillos y alertas los búhos lo miran pasar.

Coronando la cumbre, hincha el pecho entusiasta y apoyado en su báculo se dispone a cantar.








VIII

CRUZANDO LA PLANICIE

Sobre la saliente pizarra de una roca, un inmóvil lagarto, expuesto al sol, se recarga de energía. El último de un bosque de cactus exhibe sobre su tronco candelabro, una flor blanca como antorcha que desafía al sol que insaciable devora la humedad.

Siguiendo el instinto de la vida, dejé atrás a estas dos criaturas y me adentré en el reino de la soledad, teniendo como faro en aquel mar de calcinada arena, una lejana colina apenas insinuada en la línea del horizonte.

Cuando miré al zenit, su centro era de una destellante blancura rodeada de círculos de fuego que se esfuman en un  domo azul, y solo hacia el poniente deja adivinar la presencia de humedad, de nubes.

Una parvada de aves negras de diversas voces y tamaños,  volando en círculos parecían seguirme o vigilaban mi camino. El sol que antes descargaba su látigo sobre mi espalda, pasó muy lento sobre mi desnuda cabeza y comenzó a besar mi frente, y secaba el sudor apenas brillaba en la boca de mis poros dilatados.

Sentí voces, chillidos, silbos penetrantes y un chirrear metálico, un rasgar de sedas. No sé si provenían de las aves o eran voces internas, que la razón profería al abandonarme.

Un paso más, y otro, y otro y el viento seco, me sobrepasaba.  Cabalgando en él, las aves se dejaban llevar como danzando y se perdían sobre la llanura. El profundo cañón repetía el eco de sus gritos.

Por horas caminé en aquel encajonado valle, sin alcanzar el refugio de las sombras que en los barrancos de enfrente  empezaban a delinearse.

Contrario al efecto del sol en el lagarto, siento que por sus rayos escapa mi energía. Se me apura el corazón bombeando caudales que por mis venas atraviesan, por vasos menos amplios, por intersticios de mis tejidos y órganos. Y guiada por el epitelial sendero encuentra el agua la salida a través de mi piel y galopa en ráfagas de sol apenas llega afuera y se torna molécula de viento e integra esa masa enrome de vida que es el universo.

Mis pasos se niegan a seguir conmigo, y me detengo y quedo como suspendido de la luz que resplandece y luego lentamente caigo. Me precipito hasta el fondo de esa alucinate garganta abierta por la intemperie en el desierto. Mientras desciendo, mi frágil cuerpo imita el vuelo de las aves negras y giro en espirales amplias, largas, lentas y desciendo cada vez más hasta la arena donde mis pies se apoyan y me esperan.

Algunas gotas de sudor se desprenden de mi cuerpo y son bebidas con afán por la candente arena donde ahora yazco. Sobre el desierto, como en dorado lecho, en posición de entrega me ven las aves y yo las veo a ellas y en remolino bajan y tímidas se posan y escucho un órgano de graves notas y también en derredor un coro. 

En mis ojos abiertos se secan aquellas lágrimas que no alcancé a llorar y su brillo se va volviendo escamas de un gris claro como el de los ojos de las serpientes cuando entran en ecdisis. El afuera se me ha borrado,  siento el golpeteo de mi corazón muy cerca a mis oídos y los caudalosos ríos de mis arterias y mis venas grandes y pequeñas, se van haciendo quedos, lentos, plácidos, apenas perceptibles.

En derredor escucho al viento conversar con las aves que velan este descanso impuesto que es un corto silencio en la partitura de la vida. El Céfiro se lleva la humedad de la cual estoy constituido y el calor del sol la conduce entre ráfagas de otros vientos a otras direcciones. Y así purificada, el agua que soy, una briza de la tarde me lleva hasta las nubes que en el ocaso me esperaban y me condenso en molécula y soy rocío, y gota de lluvia que alegre llueve sobre un pastizal lejano.

De las mucosas de oídos y nariz, y de mis entreabiertos labios, bebieron los últimos reductos de humedad, bellos insectos de alas de cristal de zafiro, que la luz de la tarde tornasola cuando se posan en mi sonrisa de marfil opaco.  

Cesó el gong de mi corazón y el bajo roncar de mis pulmones y sus estertores. Sólo el viento barría la explanada, agitaba mi cabello y ayudaba a desecar los pocos minerales que aún apresaba mi piel ahora transformada en arrugado  pergamino, donde resaltan algunas cicatrices cual si fueran jeroglíficos de encriptadas historias. 

La humedad no evaporada a causa de la sombra que mi propio cuerpo proyectaba, fue rápidamente absorbida por el suelo. Primero por el polvo, luego por la arena un poco más gruesa, y más abajo entre las rocas se escurrió y encontró otras corrientes y otros cauces. Y mezclóse con sales y diversos minerales pacientes y expectantes. Siguió trazando surcos como petroglifos en derredor de huellas fosilizadas de seres anteriores en la perenne danza de la vida. Y en ese vagar por grietas, cavernas y profundos socavones se desprendió de mí, de mi humor y dejó de ser mi esencia y se integró a ese mar fósil que espera un cataclismo para nuevamente surgir como géiser o como dulce manantial en el abrevadero.

Pasó varias veces el sol por encima de lo que fue mi cuerpo, algunos trozos suculentos, se volvieron chillidos emplumados y otros fueron mordiscos en las noches y bajo la vigilancia de la luna llena, aprendieron a llamarla con aullidos.


León M.N. Plumilla y acuarela


De mis grises cabellos encontraron unos que anudaban espartos  y formaban nidos en el juncal de un cercano oasis. Y sobre la barrida loza que el viento desnudó, quedó una gris sombra de sales y otros minerales con formas como de escamas y se vio que unas de ellas arrastradas por el viento, se adhirieron al cactus, a sus espinas y allí fueron guardianes, defensas, punzones, felinas garras, defensa de esa flor blanca que se perpetúa retando al sol en los desiertos.






CONDENA


¿Qué hago aquí en medio de la oscuridad, donde no es claro si transcurre el tiempo o se ha detenido a la espera de algo o de alguien?  ¿Un milagro, un mesías?

¿Cuándo mi entorno se tornó negro profundo?

¿Dónde se sitúa la salida, o será la misma abertura por donde hube de ingresar?

¿Quién condenó  a diatribas, la justa lógica de mis argumentos y me convirtió en reo de mis propias demandas?

¿Por qué tengo yo que padecerlo?

¿Para qué he se sufrir este castigo?

No hay paredes, no sé si floto, desciendo o una gravitación desconocida me impulsa en alguna dirección. Bajo mis pies no percibo algún sustento, ni mis cabellos delatan movimiento.

Sólo soy,  y estoy solo, y extender los brazos es inútil pues nada he de esperar.

¿Será este el infierno con que tanto me ha amenazado?

…Ni el demonio me hace compañía.

Y el Ángel de la guarda no se iba a condenar conmigo. 

Eso es algo que debe hacerse solo.

Salvarse  sólo es posible en compañía.

Estoy en el profundo negro, aquel que se ve cuando apretamos los ojos, Y aquí se encuentran todos los colores.

Acabo de ver el rojo negro. Como una fugaz galaxia destelló frente a mí a una imprecisa distancia. Me trajo un recuerdo de calor, y sangre, y guerra. Ausencia de compasión y presencia de vida que se escapa por entre sorda alcantarilla.
   
Si entorno los ojos como cuando iluso miraba el horizonte, veo el verde negro. Es ese verde presente entre las grietas que tiene las cavernas y el humo de las chimeneas por donde respiran los hornos que queman el carbón surgido del vientre de la tierra. El mismo verde negro de los lixiviados que exuda el basurero.

Mirando con atención hacia donde creo que es el arriba y también hacia el abajo. Está el azul. Es mi única certidumbre de profundidad. Tiene todos los matices fluorescentes de la noche, especialmente el de las noches de la selva. Pero no tiene de ella los silbidos, el siseo, el chillido y el ocasional piar de un ave sorprendida, ni el amplio y callado aleteo de rapaces.

Y el negro amarillo se me presenta si abro bien los ojos. Me golpea como cuchillada que surge de la sombra y refulge con tonos enfermizos como los de la envidia. Como el desvarío de las fiebres epidémicas. Como el pus que supuran las heridas.Como el silbo de las víboras agazapadas en la oquedad parda de troncos derribados.

Veo los negros purpura, los escarlata, los negros fucsia y todos aquellos que entre rojo y azul descienden al violeta. Pletóricos de suficiencia, rencor y pompa, e inclemencia. Fausto de cortejos negros a los cuales se les debe dar la espalda.

Como presencia inamovible, como muralla infranqueable, como lago gredoso que engulle súplicas de madres, llanto callado de ancianos olvidados, está el negro parduzco envuelto en la también negra toga de los jueces. Parece atento a la demanda de los buenos, y consulta el abultado libro negro que es el compendio de las leyes. Pero sólo se atiene al rito y a su mudez fría recitando oscuros versos incomprensibles, solemnes e inapelables. Huye de la luz y la sofoca, la ahoga y en las cárcavas de mi rostro erosionado va dejando huellas de ríos que descienden y confluyen al negro río del olvido.




León Montoya Naranjo.


FIN