Capítulo III
Había pasado mucho tiempo, ya era el año 1973.
Salí a las seis de la tarde en el tren que de Bogotá va Santa Marta, con la
esperanza de bajarme en la estación de Chiriguaná al sur del Cesar y de allí
seguir en Chiva hasta Valledupar. Si todo salía bien estaría llegando a
Valledupar como a las 10 de la mañana, con tiempo para coger una jeep que me
llevara a Atanquez y de allí seguir en
mula para Donachuí, el pueblo de Indios Arhuacos donde yo era maestro
rural.
Todo salió casi como lo había pensado. La única
demora que tuve fue pasar de la estación de Chiriguaná, que queda en un sitio
llamado Rincón Hondo, por el calor tan verraco que hace allí, hasta la
carretera por donde pasan los carros que van de Bucaramanga para Valledupar.
Allí en medio del calor y del polvero que levantan los carros cuando pasan,
esperé hasta que pasó una chiva en la que se leía Valledupar y un muchacho con
un trapo rojo y colgando del lado de la chiva, gritaba: Pa´l Valle, suban los
que van pa´l Valle.
De ahí en adelante todo fue muy bien: el
polvero que entraba cada vez que la chiva se detenía a recoger o dejar
pasajeros, el radio del chofer con parlantes a todo lo largo del vehículo,
gritando los últimos discos con canciones de Alejo Durán, los pasajeros que
pedían bolsas al fogonero, porque iban mareados y ya iban a vomitar y la
llegada a la Cinco Esquinas en el centro de Valledupar, al lado de la Galería
donde cuadran los jeeps que van para Atanquez.
Tuve suerte, pude comprar el primer tiquete y
me acomodé con mi morral en la ventanilla del puesto de adelante que es el más
fresco. Le compré una paleta a un vendedor ambulante y una bolsita con
carimañolas para calmar el hambre que traía. En pocos minutos se ocuparon los
otros puestos con viajeros y sus abultados equipajes y tomamos rumbo a la
Sierra por la carretera que va como para Pozo Hurtado. En quince minutos ya
íbamos dando votes por la carretera destapado y un poco más adelante se perdía
la carretera y ya íbamos sobre una trocha llena de piedras, canalones, cruzada
por ríos y quebradas. Allí todo se nos sacudía, mejor que en el tren. Hasta la
conciencia se me removió.
Luego de unas tres horas de zangoloteo,
llegamos a las calles de Atenquez, saludé a Olguita Mindiola, le pagué a un
muchacho para que me trajera y ensillara la mula que mis compañeros de Donachuí
me habían enviado y cogí loma arriba apurando al pobre animal, pues ya se me
estaba haciendo tarde para llegar a Donachuí y era probable que me cogiera la
noche.
Cada vez ascendía más en aquellas montañas y la
temperatura bajaba, al punto que tuve que sacar del morral mi ruana y arropado
en ella continué resignado al paso de la mula, que por más que la taloneaba, no
se daba por enterada y seguía a su mismo paso: despacio o más despacio.
Montado en la mula yo no tenía problema, ella
conocía mejor que yo el camino y cuando me entumía de estar allí encaramado me
bajaba y caminaba un poco.
Como a las seis de la tarde había logrado
coronar el cerro de Yosagaka y aun me faltaban unas dos horas para llegar a
Donachuí. El cielo estaba claro y con colores de arrebol, y de pronto un viento
seco extraño me envolvió. Como cargado de electricidad. Como zumbándome algo en
los oídos. Se me pararon los pelos de la cabeza y de los brazos. Me puse
arrozudo como con piel de gallina y el corazón se me quería salir del pecho.
Estaba asustado, espantado, es la palabra precisa para lo que yo sin querer y
sin saber por qué, estaba sintiendo. Al mismo tiempo sentí que ese viento era
como una fuerza que me quería alzar con mula y todo. Aquella sensación duró
sólo unos segundos que a mí me parecieron una eternidad y, pasó, se fue como si
corriera delante de mí en el camino y se
alejó.
Lo más extraño fue que yo quedé tranquilo, sin
miedo, como si nada me hubiera pasado. Continuamos mi mula y yo paso entre
paso, ya bajando hacía el Río Donachuí y hasta canté algunas canciones de las
que por esa época de los 70s estaban de moda, sin duda que también grité a
pecho herido algunos tangos, hasta que sentí hambre, busqué en el morral las
carimañolas que había guardado como fiambre y me las comí.
Me estaba limpiando la manteca que me quedó en
la boca con las mangas de la camisa, cuando nuevamente siento por detrás de mí
ese viento seco, esa corriente eléctrica, ese zumbido en los oídos, la piel de
gallina y los pelos parados. Y sin poder evitarlo ese tirón hacia arriba que me
alzó con mula y todo. Yo pegué un grito
que se debió escuchar hasta en la Nevada y en Valledupar, y la mula, fresca,
como si nada estuviera sucediendo. Seguía paso entrepaso, pero en el aire.
Yo me agarré fuerte al cacho de la montura para
no irme a caer, pues si me caía seguro me mataba pues ya estábamos muy altos
sobre el cañón del Río Donachuí. Cuando alcancé a ver el pueblo empujé a la
mula hacia abajo y la taloneé para que descendiera y me dejara frente a la
casa, pero ella ni corta, ni perezosa, comenzó a galopar como nunca lo había
hecha, con rumbo a Sogrome que es un pueblo queda más arriba.
Esa sensación de viento seco en el que
viajábamos mi mula y yo, no se detenía y nos llevaba culebreando como cometa al
viento por las faldas de los cerros, llevando el mismo rumbo del río pero
corriente arriba.
Oscureció del todo y ya estábamos sobre
Mamankana. Brillaban en lo alto las estrellas y la mula seguía galopando
alegremente sin necesidad de que lo la apurara. A lo lejos pude ver los picos
nevados que brillaban como si fueran de plata, pues los alumbraba la luna que
pronto iba a aparecer detrás de ellos. Vi las lagunas sagradas de la Sierra, la
más bella de ellas que es: Ati Navova. Desde arriba se veía como un cielo
pequeño, pues en ella se reflejaban los picos nevados y también las estrellas.
A mí me fue pasando el susto y me dediqué a
contemplar aquel paisaje tan hermoso. Desde arriba pude ver el mar y la bahía
de Taganga. A la derecha se extendía la Guajira como una manta de oro sobre un
mar azul oscuro. Vi el nacimiento del Guatapurí más arriba de Maruamake,
bordeando el cerro Sarachuí. Lo vi descender por Guatapurí y Chemezquemena,
pasar por un lado de Atanquez y llegar a Valledupar y coger por la sabana rumbo
a encontrar el Magdalena. A la izquierda vi platear con la luna los platanales
de la zona bananera. Vi a Macondo y la casa de la Mama Grande, pasé sobre
Ciénaga y Fundación. Y después de sobre cabalgar a Santa Marta, llegué de nuevo
a las playas de Taganga. Sin quererlo y volando a lomo de mula le dí la vuelta
a la Tierra de los Arhuacos, los Kogi, los Wiwa y los Kankuamos, siguiendo la
Línea Negra que desde antiguo trazó Serankua, Como territorio para que vivieran nuestros Hemanitos Mayores.
La mula, sin que nadie le dijera, me dejó en la
playa al lado de la carretera que va para Santa Marta y se alejó rumbo a Ciudad
Perdida. Yo me quedé allí esperando que amaneciera, le puse la mano al primer
bus que pasó y al llegar a la cuidad fui a la estación y compré un tiquete de
regresó a Bogotá y no quise regresar a la Sierra, pues por allí siempre me
pasan cosas muy rara.
León M.N. Dic. 2012.