Capítulo I
A pesar de ser una persona no extraordinaria, y no por
eso: ordinaria; en la vida me han ocurrido cosas extraordinarias. Una vez, por
ejemplo, siendo muy niño, estaba solo jugando bolas en la calle en frente de mi
casa. Era un día muy claro, yo estaba de cuclillas practicando un golpe a las
canicas, que se tiene que dar, asegurando la bola de cristal entre el dedo
pulgar y la uña del índice de la mano derecha y se sostiene con el índice de la
mano izquierda para que no se caiga. La uña del índice flexionado, al estirarse
lanza la canica con mucha fuerza y buena dirección. Durante muchos días
practiqué, pero siempre algo me distraía y nunca pude perfeccionar la técnica.
En esta ocasión que les comento, lo que me distrajo
fue ver en el suelo una gran cantidad de pequeñas sombras que pasaban como
aleteando y cada vez eran más densas, al punto que el día se ensombreció. No
podía ser una nube pues las sombras eran pequeñas y aleteaban. Un poco
sorprendido por el fenómeno y por el silencio que en ese momento también era
extraño, alcé la vista para ver lo que pasaba volando y proyectaba esas
titilantes sombras en la calle.
Me quedé boquiabierto al ver nubes y nubes de
mariposas que en bandada iban volando en la misma dirección. Eran tantas y sin
duda venían de tan lejos, que unas se chocaban con otras, y muchas caían al
suelo, en los árboles y en los techos. Corrí a coger algunas pues para mí las
mariposas siempre han sido fascinantes.
Levanté la más grande de las que vi y que aun estaba
chapaleando. La agarré por las paticas para no ir a dañarle las alas y así
poder observarla mejor. Sencillamente era hermosa y desconocida para mí. No es
que yo fuera un conocedor de las mariposas, pero por aquella época ya había
empezado mi colección.
Tenía muchas de esas rojitas y cafés que abundan en
los jardines de los pueblos. A las que uno puede ver muy fácilmente cuando
despliegan su espiritrompa para chupar el néctar de las flores. Tenía también
unas de esas grandes con alas azules tornasoles que dicen que es la más grande
de América.
Tenía a la Monarca y una colección de transparentes de
distintos colores. Me gustaba mucho la colección que tenía de la mariposa Ochenta
y ocho, aunque era muy común. Conocía muy bien a esas de alas blancas y
amarillo claro, que se pasan revoloteando entre las matas de coles y que debajo
de las hojas ponen sus huevecitos muy bien filaditos y después de que revientan
los huevos sale una gran cantidad de gusanitos a comerse las coles y a cagar
bollitos verdes. Y es una dicha ver a los gusanitos de mariposas comer coles y
a los pajaritos comer maripositas y a las gallinas comerse las hojas de col con
huevos y gusanos y también comerse las mariposas.
Pero las que ese día estaban volando por mi pueblo,
Armenia Mantequilla, era diferentes a todas las que había visto antes. Eran de
alas muy estilizadas con rayas verdes y negras. De un verde brillante como de
papel metalizado. Tenían como todas, dos grandes ojos uno a cada lado de su
cabeza, unas largas antenas con pequeños pelitos como peines y sus patas eran
muy delicadas, con el menor movimiento se les rompían.
Llevando mi nueva mariposa entre las manos y tratando
de no ir a estropearla demasiado, subí hasta la parte más alta de la calle para
poder ver mejor hacia dónde se dirigía esa enorme bandada de mariposas verdes y
negras que no acababan de pasar. Vi que la nube era más ancha que todo el
pueblo y que se extendía en ambas direcciones hasta perderse de vista sin que
yo pudiera ver dónde terminaba.
Extrañado constaté que a la única persona que le estaba
interesando ese fenómeno, era a mí. Las gentes del pueblo, los vecinos, seguían
en sus oficios sin prestar atención, a aquello tan maravilloso que estaba sucediendo.
Hasta me dio un poco de rabia ver que mis paisanos eran tan desinteresados que
ni la belleza de las mariposas les llamaba la atención.
Estaba cavilando en esto, cuando vi que de la gran
nube de mariposas viajeras, se desprendía una columna que se devolvió derechito
hacia mí.
No tuve tiempo de reaccionar, en un momento me vi
envuelto en un mariposerío que volaba dando círculos en torno mío. De
pronto la mariposa que parecía ser como
la jefe de aquel batallón se posó a mi lado, me saludó con sus antenas, me
acercó una de sus patas cubiertas de pelitos como de terciopelo negro, yo me
agarré a ella y en lo que espabila un zapo ya estaba yo montado y cabalgando en
al abullonado tórax de esa mariposa.
O la mariposa era tan grande que yo podía volar
montado sobre ella, o yo me había vuelto tan pequeño en un santiamén, que podía
ir sobre ella sin causarle el menor daño. La verdad no supe cual de las dos
cosas había sucedido, lo cierto es que nos encumbramos por el aire. Iba yo en
mi mariposa que aleteaba con sus enormes alas como abanicos, presidiendo la
columna que me recogió de la Calle de los Tramposos en Armenia y rápidamente
nos incorporamos al grueso de la columna que seguía volando rumbo al cañón del
rio Cauca.
La altura a la que volábamos era tal, que no tenía
como cerciorarme de mi real tamaño, pues desde allí todo: Las casas, los
árboles, los caminos, las quebradas, el mismo río Cauca, se veía pequeñito. A
veces el viento soplaba tan fuerte que las mariposas tenían que aletear más
fuerte y se iban de lado como si se fueran a caer. Yo me agarraba fuerte a los
pelitos del lomo de la que me llevaba y recordé que a las mariposas de mi colección,
con solo rosarlas se les caían los pelitos de sus cuerpos, en cambio a los de
ésta, me podía agarrar y sostenerme fuerte sin causarle ningún daño.
Desde esa altura pude ver todas las veredas y caminos
de mi pueblo: El Guaico, Palo Blanco con sus fincas empinadas como sembradas a
tiros de escopeta. Cartagüeño y Mojones con su monte lleno de helechos y tierra
de capote. Con algunos potreritos salpicados de mortiños, helechos para
chamuscar marranos y matas de lulumoco. La Horcona, sus llanos de La Montoya y
el pozo represado donde nos bañamos los escueleros en días de paseo. Travesías
y la improvisada cancha de futbol y la eterna tienda donde tomamos carta roja
con pan de queso y marialuisa, La Quiebra, la Molienda y árboles de ciruelas y
entre el rastrojo maticas de Mora de Zapo. El Ensenillal y los potreros de La
Loma con palos de guayaba común, guayaba agria y guayaba de leche. Murrapillal rodeado de palos de aguacate y
cercado de matas de piñuelas, Sabaletas y su agua fría donde se pescan
corronchos debajo de las piedras sumergidas. La Volcana con su laguna, sus
juncales, donde chillan los paticos laguneros. La Herradura, sus cantinas, sus
tiendas. Casas con solares con mangos, naranjas mandarinas. La Cagada y el
camino empedrado que sube hasta el pueblo. La Estancia y palos de mamoncillos,
cafetales sombreados con piñones grandes y con palos de guamas que al florear
desde esta altura se ven todos blanquitos. El Diamante que con sus casas de
agregados es como un pesebre en miniatura, La Tuerta, La Ciega, El Convento y
Santa Rita: Tierra caliente que bordea el cauca con oasis de palmas de corozos,
cercos de matarratón y vacadas que braman con la pereza que produce el sol del
medio día y hasta la Barca de Cangrejo atravesando el Cauca con gente que va para
Altamira. Y detrás de un matorralito, en una playita Blacina bañándose en
pelota.
Cruzamos muy por encima del Cauca y Altamira y luego
enrumbamos hacia Concordia que se veía llenito de cafetales. Llegamos sobre
Betulia y luego apareció el Penderisco y Urrao. Allí fue donde a mi me fue
cogiendo como miedito y le hacía señas a la mariposa para que nos
devolviéramos, pues ya se estaba haciendo tarde y si me demoraba mucho en el
paseo mi mamá se iba a preocupar y mi papá me iba a dar una cueriza, pues él,
no me iba a creer que me habían secuestrado unas mariposas.
La Mariposa volteaba la cabeza a mirarme como
extrañada y yo le gritaba que me llevara para la casa que yo tenía miedo. Al
fin ella como que entendió, dio vuelta y nos devolvimos como por encima de
Titiribí, pasamos como planeando en una ráfaga de viento por encima del Sillón,
donde alcancé a ver que en una molienda ya estaban cocinando el guarapo para
hacer panela. Y fue en un momentico que pude ver la plaza, la torre de la
iglesia y la terraza de mi casa, y allí me dejó mi mariposa, para que nadie se
diera cuenta del paseo.
Voltee la mirada a mi mano y pude ver que mi mariposa ya
ni chapaleaba, se me había muerto entre mis manos.
Muy agradecido por el paseo que me había dado, la
llevé hasta mi escaparate, saque el portalibros y de él: la Cartilla: Alegría
de Leer y entre sus páginas la dejé sepultada para que me acompañara cuando yo
hiciera las tareas.
León. Dic. 2012.
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