Capítulo
II
Era el año de 1968 y una tarde luego de un medio día
caluroso y húmedo, me encontraba sentado en el recibidor de mi casita. Era como
una salita sin paredes y rodeado de una chambrana de maderos que formaban a lo
largo figuras como de equis. Mi casita era un bello palafito. Esto quiere decir
que como estaba muy cerca al río San Juan y muy cerca de la desembocadura de
éste en el océano Pacífico, las casas había que construirlas sobre pilotes,
pues las mareas eran fuertes, represaban el río y éste inundaba los terrenos
planos.
Yo sin pensar en nada estaba simplemente, haciendo
pereza. Una pereza que me estaba quedando muy bien hecha y viendo pasar el río,
que parecía tener más pereza que yo. Hacía varios días, dos o tal vez tres, que
no llovía y por eso el río iba limpio hacia el mar. Me distraía mirando las
sombras y las luces que forma el sol sobre las ondas del río y las nubes que en
ellas se reflejan. A veces también pasaban garzas reflejadas y al otro lado del
río la selva también se reflejaba y parecía una selva doble: una en el aire y
otra sumergida y en medio de ellas a veces pasaban canoas que también se
repetían reflejadas en el agua.
Muy cerca de la orilla junto a mi casa comencé a ver
una sombra alargada que subía en contracorriente. Serpenteaba y vibraba de
manera diferente a las otras sombras que estaba observando. Parecía que tenía
vida propia. Pasaba y pasaba y no terminaba de pasar, era como una enorme
serpiente, muy larga y muy gruesa. Cuando pensé que podía ser una serpiente
gigantesca me asusté. Superando el temor que me causaba lo que estaba viendo,
me levanté de mi silla y caminé hasta la orilla para poder mirar mejor.
Mientras caminaba hacia la orilla del río recordé las leyendas del Bufeo que
había escuchado varias veces en bocas de los vecinos de las orillas del San
Juan.
Me acerqué con mucha precaución, me subí en el
muellecito de madera donde atracaba mi potrillo y mi lancha y desde allí pude
ver mejor. Era algo raro y enorme, de más de un metro de diámetro y de
muchísimos metros de longitud, que remontaba el río como una enorme boa. Pero
no parecía tener una consistencia sólida, al moverse parecía que fuera
transparente. Pasaba sin inmutarse debajo de mi canoa, de la lancha de aluminio
y del muelle y seguía río arriba.
Pensé que en realidad era el bufeo que había salido en
búsqueda de señoritas que a esa hora estuvieran solas lavando ropa a la orilla
del río a bañándose en algún remanso de los que se forman cuando el río da una
vuelta. Pero me había dicho que el bufeo era como un enorme delfín de agua
dulce y lo que yo estaba viendo se parecía más a una boa colosal y no a un
delfín. También a ese mítico ser lo llaman Madre de Agua y gusta de las niñas
que ya se están haciendo mujercitas. Las agarra y se las lleva hacia el fondo
del río y allí convive con ellas y nadie vuelve a saber de ellas. Sólo en las
noches de luna llena se les escucha cantar muy bello pero cantan canciones muy
tristes.
Estuve allí mirando pasar esa enrome cosa que no
acababa de pasar y como no le vi nada amenazante me subí a mi potrillo, cogí mi
remo que era de los largos y adornados en la puta de arriba que en el San Juan
los llaman cayapas, y comencé a remar agua arriba tratando de alcanzar la
cabeza de ese animal para poderme cerciorar de qué animal era.
Por mucho que remara no podía alcanzar la punta del animal
pues ya hacía mucho tiempo que había pasado frente a mi casa y me había cogida
mucha ventaja. Entonces decidí que seguiría remando hasta llegar a la casa del
Negro Marcelino y con él comentar ese acontecimiento. Él sin duda me sacaría de
las dudas sobre la verdad de aquel extraño fenómeno.
Cuando logré ver la casa de Marcelino, vi que toda la
familia estaba fuera y muchos metidos dentro del agua, que allí en la orilla no
los tapaba. Mi susto fue grande, pensé que estaban peleando con el monstruo que
sin duda había agarrado a una de sus hijas y luchaba para llevarla al fondo del
río. Remé con todas mis fuerzas para llegar a tiempo de ayudarles a defender a
la niña.
Al acercarme pide ver que no tenían ni palos ni
machetes para atacar al monstruo. Cada uno de los que estaban en el río, tenía
un canasto medianito, lo metían en el agua y lo pasaban a los que estaban en la
orilla. Estos vaciaban algo en grandes ollas y lo devolvían a los del río.
Qué forma tan extraña de luchar por la niña, pensé yo
y remé y remé fuerte para acercarme.
Al llegar cerca les grité: ¿Qué es lo que hacen?
Hombre León, aquí aprovechando la subienda de viuditas
para conseguir comida.
Yo no terminaba de asombrarme, les estaba pasando un
monstruo entre las piernas y ellos no se habían dado cuenta del peligro.
Al tocar tierra y estar en la orilla un poco por
encima del agua pude ver bien lo que hasta ese momento me había parecido una
enorme boa. Era en realidad una migración de pequeños pececitos que todas las
gentes de las orillas del río se apresuraban a pescar, entre canastos de ojos
menuditos, que impiden que se escapen. Ayudé a recibir algunos canastos y las
vacié en la olla más cercana y luego fui invitado a degustar la cena.
Son tan pequeñas las viuditas y migran rio arriba en cardumen
tan compacto que parecen un solo cuerpo. De esa forma se camuflan para que no
los ataquen otros peces mayores pero no pudieron escaparse de los canastos de
mis amigos.
Aquella noche la aproveché para refrescar la leyenda
de la Madre de Agua y otras nuevas y para degustar la viudita azada en sartén
de barro, con sal, ají y patacón frito en aceite de Táparo.
Las cosas que me pasan a mí.
León M.N. Dic.2012
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