miércoles, 12 de febrero de 2014

SEMANARIO

SEMANARIO.
Domingo.
Tiene las calles vacías, hoy la gran ciudad.
Parece como si se hubieran ido las personas dejando todo como estaba en la noche del sábado.
Los botes de basura repletos de desperdicios.
No se ven gatos, ni perros callejeros, ni aves carroñeras.
Y el aire está pesado, quieto.
No se percibe briza alguna.
Prima el color  de polvo de cemento en el ambiente caliente como en un taller de soldadura.
Las montañas a lo lejos tienen ese mismo polvillo opaco que no se quiere respirar, pues se nos hace malsano y enfermizo.
De la distancia incierta llega el ronroneo sordo de motores y ese calor fastidioso que hace rato me estropeó la siesta.
La atmosfera es como de remordimiento, como de culpas por la tarea no hecha. Me siento inquieto, indeciso, perturbado.
Hasta el tintineo del carrito de paletas suena perezoso y sólo en las salidas de los cines se nota algo de vida, pues a los niños no parece importarles el embrujo que se ha apoderado de la tarde.
Creo que es que ellos no lo notan o a lo mejor no les importa.
Por donde miro, veo en mi mente, escrito en letras negras como de neón: mañana es lunes. Mañana es lunes, mañana…
De repente un ventarrón arrastra polvo negro y detrás de él llega la noche sin introducciones, sin anunciarse con atardeceres.

Lunes.
Tuvo que ser como entre las cinco y seis, o casi las siete de la tarde. Digo casi las siete, porque dependiendo de la época del año, aun acá, en el trópico, hay días en que en los que el inicio de la noche se retrasa.
A esas horas que menciono llega una luz difusa que casi no produce sombras. Todos los colores se recubren de un halo dorado que no deja se precise bien, dónde termina un objeto y dónde empieza el otro.
Ese halo de que hablo es como una especie de neblina seca que lo envuelve todo.
Es lo que los fotógrafos llaman filtro. Si, es un filtro que da al paisaje una apariencia que le es extraña pero bella y pasajera.
Las hadas y los duendes parecen decirnos: - Mira este lugar, de esta nueva forma. - ¿Acaso no te cansas de verlo siempre con la misma lente?
Y no es que sólo nos lo digan, es que nos obligan a mirarlo con esa nueva apariencia. No se puede escapar al filtro que nos ponen y cuando lo hacen, no es posible seguir leyendo el libro que leías, continuar embebido en tus pensamientos, o seguir conduciendo por la carretera con igual seguridad que en horas más tempranas. Si continúas en tu carro, tendrás que forzar la vista,  o te expondrás a accidentes. Aparecen espejismos, y esa bruma dorada que te he dicho, no te permite ver el límite del pavimento, ni qué tan próximo se encuentra el desbarrancadero.
Yo amo la magia de las tardes.
Es caprichosa y se nos impone convenientemente. Hace que aflore ese poeta que tenemos secuestrado muy adentro.
Que queramos volver a la caja de colores de la escuela para pintar una colina y a la derecha, una casita con ventanas como ojos y una puerta como si fuera una gran boca. Y sobre un cielo blanco muchas nubes azules y tras de ellas, asomado un sol con resplandores amarillos.
Tenía que recordarlo.
Desde aquí donde cada tarde me siento a esperar la noche, veo que esa atmósfera dorada llega antes que ella. Muchas veces la acompañan los violines de los grillos, el coro de las ranas y luego, con la semioscuridad, llegan también mis amigas las luciérnagas, que mientras va aposentándose  la noche, vuelan cada vez más alto y se quedan allá arriba como estrellas.
Martes.
Un poco abrumado de recordar pecados cometidos y arrepentido de no haber caído en otros, salí al patio que es una pequeña explanada frente de la casa. Comunica directamente con el camino a la derecha y con los potreros a la izquierda.
Preferí caminar sobre el pasto porque es verde, desciende suavemente y me ofrece la soledad y el silencio que a esta hora necesito, en reemplazo del café que antes tomaba en la terraza.
De improviso, una ráfaga de viento gruesa, fuerte y sostenida, venía en dirección contraria. Pasa, y al hacerlo peina el pasto y hace mecer los platanales y sus hojas parecen decir adiós al viento que va presto.
Las hojas secas, la paja y algunas mariposas distraídas fueron arrastradas en ese tobogán que asciende.
Fue como un baño refrescante, como una confesión que limpia el alma, como una bocanada de aire que abastece los pulmones, como si me insuflaran alegría primitiva en una dosis alta.
Quise correr como corren los niños, con los brazos abiertos simulando ser aviones.
Pero no, me serené, cerré los ojos y disfruté la sensación como quien escancia una copa de buen vino.
Y al abrir los ojos y mirar arriba… unas largas, muy largas nubes como cabelleras femeninas.
Como amplios y tenues trazos blancos sobre un tablero azul enorme. 
Como ríos de leche que al derramarse se trenzan buscando una becerrada para amamantarla.
A quién dar las gracias por el regalo del paisaje y a quién agradecer por disfrutarlo.
Que privilegio contar con una piel que se electriza cuando esto siento.
Gracias, muchas gracias a quien sea culpable de que el paisaje cada día esté allí. Quien sea, debe ser también culpable de que yo lo vea, pues yo, sólo seré culpable de no querer salir a verlo.

Miércoles.
Lo vi, o mejor, lo presentí, por el rabillo de mi ojo izquierdo.
Y al voltear la vista, estaba allí reflejado en la ventana; como pintado en el tul de la cortina tras el vidrio.
Claramente era un incendio con vaporosas llamas color rojo y fucsia, y antes de ellas, como enmarcándole: enormes nubes como de algodón de azúcar.
Frente a mí se incendiaba el horizonte, y yo podía ver el espectáculo, a través de una como boca de túnel que se abrió entre las espesas nubes que flotaban encima de los cerros.
El fuego muchas veces es aterrador, como cuando recorre devastando pajonales de los llanos y hace que despavoridos huyan los armadillos de sus cuevas, salten las ranas al pantano y algunos aguiluchos mueran calcinados al querer atrapar las lagartijas que quieren escapar bajo las rocas.
Otras veces es fascinante y me embelesa, como que me atrae e hipnotiza, alrededor de una fogata donde las llamas danzan y matizan cantos acompañados por currucutúes y cuentos de misterio y miedo, inventados o repetidos, mientras se escucha el crepitar y las sombras congregan los fantasmas del bosque en torno nuestro.
Pero hoy, este incendio no me causa miedo.
Me deja que lo aprecie desde la seguridad de mi balcón.
Sin frío ni calor.
Se me muestra en tonos que en nada me amenazan, pues no consume material alguno.
Creo que de incendio sólo tiene esos colores rojo, carmesí, bermellón, fucsia, rosa y vino.
Y mientras extasiado lo miro y remiro, tratando inútilmente de no olvidar la completa gama que lo forma, burlándose de mí va palideciendo y sin que me percate de la magia, ante mis ojos se convierte en noche.

Jueves.
Encima de los edificios y encima de los cerros cuyo perfil se dibuja en la distancia, todo es amarillo.
No el firmamento.
La atmosfera es amarilla.
El firmamento es como un fondo, pero la atmosfera es algo que nos rodea, nos envuelve, nos integra. Está hecha de unos copitos o cristales o moléculas de aire o energía, que flotan, se estrujan, juguetean. Creo que es eso que algunos pensadores llaman Prana. Son universos pequeñísimos que hoy y esta hora se han teñido de amarillo. No hay espacio vacío entre ellos, y dentro, cada uno es un universo.
Y yo, en esta carretera polvorienta, inmerso en esta atmosfera de un dorado tenue, me maravillo de cómo se transforma el paisaje a cada hora.
Y lo que más me maravilla es que a mi lado la vida continúa como si esto que yo admiro, no ocurriera.
Sigue  las vacas pastando en el potrero y entre el follaje de los mangos y los aguacates, escucho chillar los azulejos.
Por las calles que suben, bajan y atraviesan las colinas, y por el valle donde la ciudad se extiende, van los autobuses llevando parroquianos, los camiones cargados al mercado, bicicletas y motos estridentes, y a nadie parece importarle el cambio de tonalidades que cubre hoy  esta porción del universo.
No ven lo nuevo del tinte que tiñen ya los edificios, ni la extraña belleza del humo que brota de las chimeneas.
Algo muy grave les ha pasado a los vecinos.
Ocurre un milagro y no se dan por enterados, y mañana madrugarán a la iglesias o rogar por que sus vidas cambien, que les llegue el bienestar y la alegría. Que puedan gozar de mejor vida y que la de sus hijos sea placentera.
Dejo de criticar al prójimo y vuelvo mis ojos a esos pequeños universos que en el éter flotan con esos suaves visos amarillos y cuando estoy logrando fijarlos a mi paleta, veo que se van oscureciendo y sin que pueda yo explicar cómo sucede, se me han transmutado ya en violeta.

Viernes.
Ha llovido desde la mañana.
No he podido separarme de mi ruana ni aun cuando he bebido tazas de café humeante cuyo aroma se queda como en suspensión en el ambiente.
La neblina es ahora la reina de la tarde.
Entra y sale campante de la casa, pasea por los corredores y se queda en el jardín entre las flores y los setos que aprovechan la ocasión para jugar conmigo a las escondidas.
A ratos llueve con el sonido que tienen los aplausos al finalizar la sinfonía, y de verdad llega a mis oídos de la imaginación el crescendo de la coda, que al terminar hace que exploten los corazones henchidos de emoción y de alegría, embebido aun el ambiente en la vibración del último acorde como arpegio.
Luego se queda apenas como una llovizna monótona y repetida que adormila en el establo a las vacas e invade a todo semoviente de una  como resignación callada, larga, pantanosa y fría.
Precisar la hora no es posible si sólo hacemos caso de la luz, pues la iluminación no cambia. Es pálida, tenue, como debe ser la de ese sol oculto de los parajes nórdicos.
Y se va la llovizna y se queda la garúa, que rocía unas pequeñísimas goticas de agua, tan leves que no logran mojar. No penetran los hilos del vestido, ni el cabello y permanece  sobre el pelaje de los perros, simulando ser copitos de nieve o bombillas navideñas que ellos sacuden de la cabeza a la cola retorciendo sus lomos como torbellino.
Cuando llega este ambiente blanco, frío, lento y silencioso, los libros son la mejor compañía. Hablan más claro y profundo. Nos llenan de nostalgia, de la misma que acompaña a los recuerdos y a los álbumes de fotografías. Los leemos sin apuros y cuando llegan a su fin, es como si un amigo se hubiera despedido.
Sábado.
La tarde de los sábados tiene ese sol brillante y las  nubes limpias, como quedan las casas preparadas para fiestas.
Temprano, muy temprano se ve por los caminos que traen de regreso a los peones a sus casas. Vienen cargados con racimos de plátanos maduros y en las jíqueras que llevan terciadas, traen aguacates, mandarinos o naranjas.
Los perros que los acompañan se les adelantan y desde los recodos del camino se detienen a mirar como apurándolos.
El agua de las quebradas es más cristalina y fresca y en ella se reflejan nubes de esas que son como rebaños de cabritos que protege un mentiroso pastor, de un lobo cierto.
En el aire flota una  música que nadie emite. Si no le pones mucha atención se escucha, pero si te detienes a escucharla se silencia y retorna cuando ya te has distraído.
El aire en las tardes de sábado toma muy variados olores. A veces tiene olor a chocolate con canela y a pan fresco. Este es el aire de las veredas campesinas o de las calles de los pueblos.
El de las plazas tiene olor a cebada, mejor dicho huele a cerveza, a charla con los amigos, a perfume de mujeres que pasan con ojos maquillados, huidizos y coquetones.
El sol en las tardes de los sábados es compinche, alcahueta, complaciente.
Se acuesta tarde sobre los cerros, arropado en una gruesa cobija de rallas de colores.

León M.N. Febrero 2014.