SEMANARIO.
Domingo.
Tiene las calles
vacías, hoy la gran ciudad.
Parece como si
se hubieran ido las personas dejando todo como estaba en la noche del sábado.
Los botes de basura
repletos de desperdicios.
No se ven gatos,
ni perros callejeros, ni aves carroñeras.
Y el aire está
pesado, quieto.
No se percibe
briza alguna.
Prima el
color de polvo de cemento en el ambiente
caliente como en un taller de soldadura.
Las montañas a
lo lejos tienen ese mismo polvillo opaco que no se quiere respirar, pues se nos
hace malsano y enfermizo.
De la distancia
incierta llega el ronroneo sordo de motores y ese calor fastidioso que hace
rato me estropeó la siesta.
La atmosfera es
como de remordimiento, como de culpas por la tarea no hecha. Me siento inquieto,
indeciso, perturbado.
Hasta el
tintineo del carrito de paletas suena perezoso y sólo en las salidas de los
cines se nota algo de vida, pues a los niños no parece importarles el embrujo
que se ha apoderado de la tarde.
Creo que es que
ellos no lo notan o a lo mejor no les importa.
Por donde miro,
veo en mi mente, escrito en letras negras como de neón: mañana es lunes. Mañana
es lunes, mañana…
De repente un
ventarrón arrastra polvo negro y detrás de él llega la noche sin
introducciones, sin anunciarse con atardeceres.
Lunes.
Tuvo que ser
como entre las cinco y seis, o casi las siete de la tarde. Digo casi las siete,
porque dependiendo de la época del año, aun acá, en el trópico, hay días en que
en los que el inicio de la noche se retrasa.
A esas horas que
menciono llega una luz difusa que casi no produce sombras. Todos los colores se
recubren de un halo dorado que no deja se precise bien, dónde termina un objeto
y dónde empieza el otro.
Ese halo de que
hablo es como una especie de neblina seca que lo envuelve todo.
Es lo que los
fotógrafos llaman filtro. Si, es un filtro que da al paisaje una apariencia que
le es extraña pero bella y pasajera.
Las hadas y los
duendes parecen decirnos: - Mira este lugar, de esta nueva forma. - ¿Acaso no
te cansas de verlo siempre con la misma lente?
Y no es que sólo
nos lo digan, es que nos obligan a mirarlo con esa nueva apariencia. No se
puede escapar al filtro que nos ponen y cuando lo hacen, no es posible seguir
leyendo el libro que leías, continuar embebido en tus pensamientos, o seguir
conduciendo por la carretera con igual seguridad que en horas más tempranas. Si
continúas en tu carro, tendrás que forzar la vista, o te expondrás a accidentes. Aparecen
espejismos, y esa bruma dorada que te he dicho, no te permite ver el límite del
pavimento, ni qué tan próximo se encuentra el desbarrancadero.
Yo amo la magia
de las tardes.
Es caprichosa y
se nos impone convenientemente. Hace que aflore ese poeta que tenemos
secuestrado muy adentro.
Que queramos
volver a la caja de colores de la escuela para pintar una colina y a la
derecha, una casita con ventanas como ojos y una puerta como si fuera una gran
boca. Y sobre un cielo blanco muchas nubes azules y tras de ellas, asomado un
sol con resplandores amarillos.
Tenía que
recordarlo.
Desde aquí donde
cada tarde me siento a esperar la noche, veo que esa atmósfera dorada llega
antes que ella. Muchas veces la acompañan los violines de los grillos, el coro
de las ranas y luego, con la semioscuridad, llegan también mis amigas las
luciérnagas, que mientras va aposentándose la noche, vuelan cada vez más alto y se quedan
allá arriba como estrellas.
Martes.
Un poco abrumado
de recordar pecados cometidos y arrepentido de no haber caído en otros, salí al
patio que es una pequeña explanada frente de la casa. Comunica directamente con
el camino a la derecha y con los potreros a la izquierda.
Preferí caminar
sobre el pasto porque es verde, desciende suavemente y me ofrece la soledad y
el silencio que a esta hora necesito, en reemplazo del café que antes tomaba en
la terraza.
De improviso,
una ráfaga de viento gruesa, fuerte y sostenida, venía en dirección contraria.
Pasa, y al hacerlo peina el pasto y hace mecer los platanales y sus hojas
parecen decir adiós al viento que va presto.
Las hojas secas,
la paja y algunas mariposas distraídas fueron arrastradas en ese tobogán que
asciende.
Fue como un baño
refrescante, como una confesión que limpia el alma, como una bocanada de aire
que abastece los pulmones, como si me insuflaran alegría primitiva en una dosis
alta.
Quise correr
como corren los niños, con los brazos abiertos simulando ser aviones.
Pero no, me
serené, cerré los ojos y disfruté la sensación como quien escancia una copa de
buen vino.
Y al abrir los
ojos y mirar arriba… unas largas, muy largas nubes como cabelleras femeninas.
Como amplios y
tenues trazos blancos sobre un tablero azul enorme.
Como ríos de leche
que al derramarse se trenzan buscando una becerrada para amamantarla.
A quién dar las
gracias por el regalo del paisaje y a quién agradecer por disfrutarlo.
Que privilegio
contar con una piel que se electriza cuando esto siento.
Gracias, muchas
gracias a quien sea culpable de que el paisaje cada día esté allí. Quien sea,
debe ser también culpable de que yo lo vea, pues yo, sólo seré culpable de no
querer salir a verlo.
Miércoles.
Lo vi, o mejor,
lo presentí, por el rabillo de mi ojo izquierdo.
Y al voltear la
vista, estaba allí reflejado en la ventana; como pintado en el tul de la
cortina tras el vidrio.
Claramente era
un incendio con vaporosas llamas color rojo y fucsia, y antes de ellas, como
enmarcándole: enormes nubes como de algodón de azúcar.
Frente a mí se
incendiaba el horizonte, y yo podía ver el espectáculo, a través de una como
boca de túnel que se abrió entre las espesas nubes que flotaban encima de los
cerros.
El fuego muchas
veces es aterrador, como cuando recorre devastando pajonales de los llanos y
hace que despavoridos huyan los armadillos de sus cuevas, salten las ranas al
pantano y algunos aguiluchos mueran calcinados al querer atrapar las lagartijas
que quieren escapar bajo las rocas.
Otras veces es
fascinante y me embelesa, como que me atrae e hipnotiza, alrededor de una
fogata donde las llamas danzan y matizan cantos acompañados por currucutúes y
cuentos de misterio y miedo, inventados o repetidos, mientras se escucha el crepitar
y las sombras congregan los fantasmas del bosque en torno nuestro.
Pero hoy, este
incendio no me causa miedo.
Me deja que lo
aprecie desde la seguridad de mi balcón.
Sin frío ni
calor.
Se me muestra en
tonos que en nada me amenazan, pues no consume material alguno.
Creo que de
incendio sólo tiene esos colores rojo, carmesí, bermellón, fucsia, rosa y vino.
Y mientras
extasiado lo miro y remiro, tratando inútilmente de no olvidar la completa gama
que lo forma, burlándose de mí va palideciendo y sin que me percate de la
magia, ante mis ojos se convierte en noche.
Jueves.
Encima de los edificios y encima
de los cerros cuyo perfil se dibuja en la distancia, todo es amarillo.
No el firmamento.
La atmosfera es amarilla.
El firmamento es como un fondo,
pero la atmosfera es algo que nos rodea, nos envuelve, nos integra. Está hecha
de unos copitos o cristales o moléculas de aire o energía, que flotan, se
estrujan, juguetean. Creo que es eso que algunos pensadores llaman Prana. Son
universos pequeñísimos que hoy y esta hora se han teñido de amarillo. No hay
espacio vacío entre ellos, y dentro,
cada uno es un universo.
Y yo, en esta
carretera polvorienta, inmerso en esta atmosfera de un dorado tenue, me
maravillo de cómo se transforma el paisaje a cada hora.
Y lo que más me
maravilla es que a mi lado la vida continúa como si esto que yo admiro, no
ocurriera.
Sigue las vacas pastando en el potrero y entre el
follaje de los mangos y los aguacates, escucho chillar los azulejos.
Por las calles
que suben, bajan y atraviesan las colinas, y por el valle donde la ciudad se
extiende, van los autobuses llevando parroquianos, los camiones cargados al
mercado, bicicletas y motos estridentes, y a nadie parece importarle el cambio
de tonalidades que cubre hoy esta
porción del universo.
No ven lo nuevo
del tinte que tiñen ya los edificios, ni la extraña belleza del humo que brota
de las chimeneas.
Algo muy grave
les ha pasado a los vecinos.
Ocurre un
milagro y no se dan por enterados, y mañana madrugarán a la iglesias o rogar
por que sus vidas cambien, que les llegue el bienestar y la alegría. Que puedan
gozar de mejor vida y que la de sus hijos sea placentera.
Dejo de criticar
al prójimo y vuelvo mis ojos a esos pequeños universos que en el éter flotan
con esos suaves visos amarillos y cuando estoy logrando fijarlos a mi paleta,
veo que se van oscureciendo y sin que pueda yo explicar cómo sucede, se me han transmutado
ya en violeta.
Viernes.
Ha llovido desde
la mañana.
No he podido
separarme de mi ruana ni aun cuando he bebido tazas de café humeante cuyo aroma
se queda como en suspensión en el ambiente.
La neblina es
ahora la reina de la tarde.
Entra y sale
campante de la casa, pasea por los corredores y se queda en el jardín entre las
flores y los setos que aprovechan la ocasión para jugar conmigo a las
escondidas.
A ratos llueve
con el sonido que tienen los aplausos al finalizar la sinfonía, y de verdad
llega a mis oídos de la imaginación el crescendo de la coda, que al terminar
hace que exploten los corazones henchidos de emoción y de alegría, embebido aun
el ambiente en la vibración del último acorde como arpegio.
Luego se queda
apenas como una llovizna monótona y repetida que adormila en el establo a las
vacas e invade a todo semoviente de una
como resignación callada, larga, pantanosa y fría.
Precisar la hora
no es posible si sólo hacemos caso de la luz, pues la iluminación no cambia. Es
pálida, tenue, como debe ser la de ese sol oculto de los parajes nórdicos.
Y se va la
llovizna y se queda la garúa, que rocía unas pequeñísimas goticas de agua, tan
leves que no logran mojar. No penetran los hilos del vestido, ni el cabello y
permanece sobre el pelaje de los perros,
simulando ser copitos de nieve o bombillas navideñas que ellos sacuden de la
cabeza a la cola retorciendo sus lomos como torbellino.
Cuando llega
este ambiente blanco, frío, lento y silencioso, los libros son la mejor
compañía. Hablan más claro y profundo. Nos llenan de nostalgia, de la misma que
acompaña a los recuerdos y a los álbumes de fotografías. Los leemos sin apuros
y cuando llegan a su fin, es como si un amigo se hubiera despedido.
Sábado.
La tarde de los
sábados tiene ese sol brillante y las
nubes limpias, como quedan las casas preparadas para fiestas.
Temprano, muy
temprano se ve por los caminos que traen de regreso a los peones a sus casas. Vienen
cargados con racimos de plátanos maduros y en las jíqueras que llevan terciadas,
traen aguacates, mandarinos o naranjas.
Los perros que
los acompañan se les adelantan y desde los recodos del camino se detienen a
mirar como apurándolos.
El agua de las
quebradas es más cristalina y fresca y en ella se reflejan nubes de esas que
son como rebaños de cabritos que protege un mentiroso pastor, de un lobo
cierto.
En el aire flota
una música que nadie emite. Si no le
pones mucha atención se escucha, pero si te detienes a escucharla se silencia y
retorna cuando ya te has distraído.
El aire en las
tardes de sábado toma muy variados olores. A veces tiene olor a chocolate con
canela y a pan fresco. Este es el aire de las veredas campesinas o de las
calles de los pueblos.
El de las plazas
tiene olor a cebada, mejor dicho huele a cerveza, a charla con los amigos, a perfume
de mujeres que pasan con ojos maquillados, huidizos y coquetones.
El sol en las
tardes de los sábados es compinche, alcahueta, complaciente.
Se acuesta tarde
sobre los cerros, arropado en una gruesa cobija de rallas de colores.
León M.N.
Febrero 2014.