Debió sentir hambre
pues se levantó de la pequeña mesa de madera que le servía de escritorio,
apretándose el estómago.
Frotó sus ojos y
cerro el libro que leía, dejando cuidadosamente marcada la página en que iba.
Dio un vistazo a dos
lienzos en los que tenía esbozados dos ángulos de un bodegón que había
compuesto sobre la mesita de noche.
Miró el reloj: las
cinco y cuarto: muy tarde para tomar un refrigerio y muy temprano para la cena.
Salió de su cuarto en
aquella residencia de estudiantes de provincia, cerciorándose de dejar puerta y
ventana bien aseguradas.
Ya en la calle y con
esa luz dorada de las tardes de verano, verificó sus bolsillos: un poco más de
diez mil pesos, la llave de la casa y la del cuarto, tres cigarrillos, el
encendedor, un pañuelo.
La calle que
desembocaba a la plaza le permite ver un bello pero triste atardecer que le
trae nostálgicas escenas del pueblo, los abuelos, la novia, los amigos dejados
hace pocos meses.
Buscándole formas a
las nubes que rápido cambian sus dorados en grises, camina dejando vagar su
mente entre recuerdos, añoranzas y proyectos.
Instintivamente mira
a cada lado y cruza la calle. Camina meditando, entretenida su mente en charlas
por sostener con los amigos pueblerinos; en los matices que daría a cada
bodegón y también en las oscuras notas de los versos de Charles Baudelaire. Los
dorados de las nubes le trajeron girasoles de Vincent Van Gogh y al recordarlos intentó buscarlos en el firmamento; se habían
diluido y sobre ese azul oscuro estaba retratada, del mismo autor, La Noche estrellada, oleo sobre lienzo
de 73,7 cm x 92,1 cm, propiedad del Museo de Arte Moderno de Nueva York.
La mano sobre el
vientre le reclamó mirar el reloj, las nueve y veinticinco. Había dado un gran
rodeo. Quiso orientarse; una iglesia pequeña y desconocida, una calle descendía
y a su lado pequeñas casas de andenes con empinadas escaleras trepaban la
ladera. Bombillas amarillas en las casas. En las esquinas postes con luminarias
proyectan un haz de luz triste sobre la calle de quebradas lozas de cemento.
Unos niños gritan y voces de mujeres los llaman; corrían tras pelotas de
colores.
Siente la boca seca, un
retorcijón desde el estómago y un tambor acelerándose en el pecho y un afán; la
sensación de estar desorientado. Dobla a
la izquierda, por elegir un rumbo. La calle oscura y, al fondo, en la distancia
unas alegres luces lo animan a apurar el paso. Y al avanzar la música, las
risas; el corazón se tranquiliza. Ya ve la gente; hombres y mujeres jóvenes,
alegres, ataviados para fiesta. Y al llegar:
¿Quiuvas papá? ¿Vino a
la rumba? Seguíte pues parce. Y entrá…
Nadie lo nota o parecen
no notarlo. Una señora trae sobre un charol de peltre, copitas desechables
llenas de un licor semejante al aguardiente. Ve ¿Vos sos de por aquí? No te
había visto.
Acepta el trago y se lo
toma devolviendo de inmediato la copita. Quiso explicar a la señora, por qué
estaba allí, pero ya se alejaba ofreciéndoles licor a otros asistentes.
Sonaron Vallenatos,
cumbias, porros,… ¿Vos es que estás pasmado? Bailá con mi hermana, que yo ya
vuelvo. Le tomó de la mano y le entregó a una rubia teñida muy esbelta. Se
abrazaron y buscaron un pasito para seguir el ritmo de la salsa.
Mi hermano que es como
bobo, ni presenta. Yo soy Yurani y vos ¿cómo te llamás?
Julio Arroyave, mucho
gusto. Bailás muy bien y ¿sos del Barrio? No, yo vivo en el centro. Ah, es que
mi hermano tiene amigos por todas partes.
¿Y él qué se hizo, para
dónde salió? ¿Él? Salió a mancarse, es que esto se está calentando y a lo mejor
hay tropel, quién sabe… ¿Y eso, qué pasó? Unos manes de arriba se colaron a la
rumba sin ser invitados y estos de aquí que no se aguantan nada se azaron y se
armó la bronca.
Sintió que sus piernas
perdían el pasito de la salsa y hasta pisó a la rubia de sandalias. Le pidió excusas
y ella dijo: mejor bailemos sueltos. El corazón se le acelera, aceptó otro
trago. Terminó el baile de la salsa. Yurani se sostuvo de su brazo y él por
respirar, la condujo hasta la puerta.
Qué vaina van a dañar
la fiesta. Tranquilo Julio, si hay chumbimba, te apertrechás en el barranco y
desde allá de bajás a todo el que veás que no es del combo.
Listo, voy por el
fierro.
Salió despacio por la
misma calle por donde había llegado,
a paso largo, apuró el
paso, aceleró, corrió muy asustado.
¿Te vas pirobo antes de
partir la torta? Lleváte este recuerdo malparido.
Sonaron tres disparos,
regresaron los cielos de Van Gogh, los girasoles…
Estas era sus
pertenencias: Diez mil quinientos pesos, unas llaves, un encendedor y un
pañuelo…
Después de cuarenta
años vuelve a la plazuela de San Ignacio. La heladería en la esquina, ya no es
el sitio de reunión de las barras de muchachos que luego del colegio nos congregábamos
para comentar el último partido del DIM o del Nal, el último estreno italiano
de vaqueros o a confrontar los resultados de las tareas de algebra. El edificio
de la contraesquina es ya una cafetería restaurante atiborrada de pacientes de
la EPS construida donde estuvo la enorme casona que fue escuela, convento y
residencia de señoritas universitarias. La casa de los Duque es ahora un centro
médico. La del Doctor Tirado es un mini centro comercial. Cree no poder
encontrar ninguna familia viviendo en los alrededores, todos sin duda fueron
desplazados por el comercio, el ruido, el rebusque y el desorden.
Al costado oriental
siguen los mismos edificios. Al que fue Paraninfo de la U.de A, llega un grupo
de niños con su maestra, pues ahora es museo. Lo que fue la Iglesia de San
Ignacio tiene las puertas protegidas por vigilantes privados, que lucen
uniforme, y el reloj de su torre anuncia una hora detenida hace ya muchos
meses. El antiguo colegio jesuita y luego Instituto Colombiano de Educación de
Don Nicolás Gaviria es ahora claustro restaurado y alberga los diferentes
servicios de una Caja de Compensación Familiar. La banca de cemento donde se
sentaba Mondragón, el único indigente alcohólico de la época, ha sido
sustituida por muchas más bancas de metal y madera en las que se sienta,
duermen, beben, orinan, vomita, charlan, esperan o descansan, infinidad de
transeúntes; indigentes, pensionados, jubilados, desocupados, vendedores
ambulantes, puticas callejeras, orates, orantes y ese nuevo personaje creado
por la tecnología, que amarra a su cintura cuatro o cinco teléfonos celulares y
portando un letrero estampado en tela de colores chillones, ofrece vender
minutos a 150 o 200 pesos.
Gorda, de falda
amplia oscura con estampados ocres y dorados, que le cubre hasta media pierna;
blusa blanca escotada que deja ver el nacimiento de grandes senos como de
gelatina. Cabello teñido color caoba, peinado como ordenado nido de gallina,
queriendo ocultar una calvicie rubicunda. Gafas oscuras a manera de diadema y
gafas de lentes formulados colgando de su cuello con una cadenita color plata.
Trae los parpados de un azul como el de las ninfas regordetas, rodeadas de
Cupidos, que tocan lira a la orilla de un lago, en las litografías que
adornaban los corredores de las casas antiguas. Los labios de un rojo bermellón
y las mejillas con un exceso de talco de maicena perfumada. Así llegó a la
plazuela por la esquina de Ayacucho, María Anastasia. Llevaba en brazos un
perrito blanco criollo de un incierto cruce de lanetas con chanda, al que
acunaba, besaba a cada paso y alejaba de todas las personas como si se lo
fueran a morder.
Apenas entra en la
bulliciosa plazoleta que hierve de personajes inquietantes, de ruidos
estridentes, de olores sofocantes, vio venir hacia ella a Adelfa, su hermana
mayor. Estatura media torso delgado, caderas amplias. La reconoce entre el
gentío, pues trae el mismo vestido negro recogido a la cintura de forma tal que
el cinturón se ocultaba en su flácida barriga. El vestido por delante no tapa
sus rodillas y por detrás cae más abajo de las corvas, dándole la apariencia de
otoñal embarazada. Gastados zapatos negros de tacón bajito. El pelo canoso y
lacio peinado con ralla en el centro y con flequillo, le llega infantilmente a
los hombros sostenido por una diadema también negra con piedritas diamantinas.
Sostiene con ambas manos bajo el brazo izquierdo una aparente pesada bolsa de
fibras de colores a punto de derramar su contenido. Detrás de sus gafas gruesas muestra unos enormes ojos como de lechuza, de
un azul de neblina paramuna. Le falta la dentadura superior y le acompañaba un
rítmico tic de placido rumiante.
Se saludan tocándose
al tiempo el codo del brazo que cada una puede dejar libre, y sosteniendo sus
jotos van a una banca cercana donde encuentran sitio, pues solo la ocupa un
muchacho en actitud despreocupada.
María Anastasia deja
sobre la banca y en medio de las dos, a su perro blanco que jadeando la mira y
vuelve familiarmente la mirada también hacia Adelfa que en ese momento descarga
su bolsa, cuñándola entre el espaldar de la banca y su axila.
Y ¿cómo has pasado en
estos días. Qué hay de tus achaques. Se te quitó la migraña? Que va mija, yo ya
voy a morir con este karma que no me deja ni de noche ni de día, y esta
angustia de no saber de Gustavito desde hace más de cuatro años. Porque lo que
es del papá nunca supe nada desde que se fue el muy cobarde, sin dejar rastro, dejándome embarazada… lo
que me ha tocado sufrir a mi no tienen nombre.
Adelfa que en ese
momento le daba la espalda al muchacho sentado tras ella en el extremo de la
banca; volteó la mirada como atraída por la del joven que le sonrió
ruborizándose un poco; mejoró la burda posición de sus piernas acomodándolas
una sobre otra como si fuera una princesa.
Igualito a
Bernardino, pensó.
Una parvada de
palomas dio un giro sobre el atrio de la iglesia, unas se posaron en los
andenes y otras directamente fueron a cagarse en la estatua del centro de la
plazoleta, cuando Adelfa con su faldita de saraza medioluto y su cachirula de
punto, entró a la iglesia que permanecía desierta en aquellas horas de la
siesta. El joven sacristán que la esperaba se acercó rubicundo y se arrodilló a
su lado. Sus codos se rosaron y sus respiraciones se agitaron, Bernardino la
llevó casi corriendo hasta la sacristía, allí tras la alta y pesada puerta la
estrujó, la beso, exprimió como naranjas sus jugosos senos y jadearon hasta
asustar a una beata rezandera que entró a la iglesia y, al ver aquella puerta
autómata, salió apresurada persignándose y convencida que allí espantaba un
cura que murió en pecado.
¿Y a vos cómo te ido
Anastasia? No me puedo quejar. Dijo, mientras le ponía a su perrito un grueso
abriguito rojo con adornos navideños que lo dejó aun más jadeante y disfrazado
como Papá Noel en el Sahara. Te confieso que a veces te envidio… Vos por lo
menos conociste el amor, tuviste tu bastardito, que te acompañó hasta que
estuvo criado y cuando pudo te abandonó para no aguantarse más los desaires de
mamá. Se fue por verraco y no por cobarde como el papa. En cambio yo, miráme a
esta edad sin haber conocido hombre y todo por hacerle caso a mamá que me decía
que yo tan bella, no le podía atender pretensiones a ningún negro jeti morado,
pues mi príncipe azul ya llegaría…
Interrumpió sus
confesiones y su mirada indiscreta, casi insolente se fijó en una mujer más
bien alta, gruesa sin ser gorda, de cincuenta y pico de años, con larga
cabellera ondulante de un color de tintura negra que ya dejaba asomarse las
raíces. Unas cejas arqueadas bien delineadas con lápiz negro, el mismo que
pintó un falso lunar cerca a su boca. Los labios gruesos en forma de corazón de
un rojo fuerte. Una blusa de escote amplio bordeado de letines. Una falda
repolluda y estampada de las que se
usaron en los cincuentas. Indiscutiblemente era una pertinaz fanática de María
Félix.
María Anastasia
suspiró y dijo: me parece verme, ah qué tiempos…
Al voltear nuevamente
la mirada para retomar la charla con su hermana, que mastica y mastica su
lengua como una enorme bola de chicle; sus ojos se encontraron con los de un
hombre de camisa abierta y pecho flácido que lucía un desgastado escapulario.
Estaba de pié muy junto a ellas y al
joven que miraba divertido su expresión de asombro.
Usted que quiere,
alcanzó a decir. Con la mirada perdida en un lugar inexistente y una tonta
sonrisa que mostraba unas encías desdentadas, el hombre respondió… más bien
cantó: Yo soy quien siempre te ha querido, quien siempre te ha esperado, quien
ronda tu ventana, quien siempre te amará…
Adelfa y María
Anastasia se miraron aterradas. Anastasia abrazó su perro para protegerlo, Adelfa abrazó su joto de colores y el joven
que sostenía un sobre de manila que debía contener su hoja de vida, lanzó
inescrupulosamente una irresistible carcajada al ver aquella escena. El loco
mueco, también se carcajeó a su gusto y dirigiéndose al joven le dijo: ¿Sí o no
parce, bien o pa qué? El joven recobró su compostura y también un poco asustado
le respondió: Todo bien, Todo bien…y se alejó.