jueves, 6 de septiembre de 2012

Cuentos Citadinos


CALLE 3° ENTRE 22 Y 23

Debió sentir hambre pues se levantó de la pequeña mesa de madera que le servía de escritorio, apretándose el estómago.

Frotó sus ojos y cerro el libro que leía, dejando cuidadosamente marcada la página en que iba.

Dio un vistazo a dos lienzos en los que tenía esbozados dos ángulos de un bodegón que había compuesto sobre la mesita de noche.

Miró el reloj: las cinco y cuarto: muy tarde para tomar un refrigerio y muy temprano para la cena.

Salió de su cuarto en aquella residencia de estudiantes de provincia, cerciorándose de dejar puerta y ventana bien aseguradas.

Ya en la calle y con esa luz dorada de las tardes de verano, verificó sus bolsillos: un poco más de diez mil pesos, la llave de la casa y la del cuarto, tres cigarrillos, el encendedor, un pañuelo.

La calle que desembocaba a la plaza le permite ver un bello pero triste atardecer que le trae nostálgicas escenas del pueblo, los abuelos, la novia, los amigos dejados hace pocos meses.

Buscándole formas a las nubes que rápido cambian sus dorados en grises, camina dejando vagar su mente entre recuerdos, añoranzas y proyectos.

Instintivamente mira a cada lado y cruza la calle. Camina meditando, entretenida su mente en charlas por sostener con los amigos pueblerinos; en los matices que daría a cada bodegón y también en las oscuras notas de los versos de Charles Baudelaire. Los dorados de las nubes le trajeron girasoles de Vincent Van Gogh y al recordarlos intentó buscarlos en el firmamento; se habían diluido y sobre ese azul oscuro estaba retratada, del mismo autor, La Noche estrellada, oleo sobre lienzo de 73,7 cm x 92,1 cm, propiedad del Museo de Arte Moderno de Nueva York.

La mano sobre el vientre le reclamó mirar el reloj, las nueve y veinticinco. Había dado un gran rodeo. Quiso orientarse; una iglesia pequeña y desconocida, una calle descendía y a su lado pequeñas casas de andenes con empinadas escaleras trepaban la ladera. Bombillas amarillas en las casas. En las esquinas postes con luminarias proyectan un haz de luz triste sobre la calle de quebradas lozas de cemento. Unos niños gritan y voces de mujeres los llaman; corrían tras pelotas de colores.

Siente la boca seca, un retorcijón desde el estómago y un tambor acelerándose en el pecho y un afán; la sensación de estar desorientado.  Dobla a la izquierda, por elegir un rumbo. La calle oscura y, al fondo, en la distancia unas alegres luces lo animan a apurar el paso. Y al avanzar la música, las risas; el corazón se tranquiliza. Ya ve la gente; hombres y mujeres jóvenes, alegres, ataviados para fiesta. Y al llegar:

¿Quiuvas papá? ¿Vino a la rumba? Seguíte pues parce.  Y entrá…
Nadie lo nota o parecen no notarlo. Una señora trae sobre un charol de peltre, copitas desechables llenas de un licor semejante al aguardiente. Ve ¿Vos sos de por aquí? No te había visto.

Acepta el trago y se lo toma devolviendo de inmediato la copita. Quiso explicar a la señora, por qué estaba allí, pero ya se alejaba ofreciéndoles licor a otros asistentes.

Sonaron Vallenatos, cumbias, porros,… ¿Vos es que estás pasmado? Bailá con mi hermana, que yo ya vuelvo. Le tomó de la mano y le entregó a una rubia teñida muy esbelta. Se abrazaron y buscaron un pasito para seguir el ritmo de la salsa.

Mi hermano que es como bobo, ni presenta. Yo soy Yurani y vos ¿cómo te llamás?
Julio Arroyave, mucho gusto. Bailás muy bien y ¿sos del Barrio? No, yo vivo en el centro. Ah, es que mi hermano tiene amigos por todas partes.

¿Y él qué se hizo, para dónde salió? ¿Él? Salió a mancarse, es que esto se está calentando y a lo mejor hay tropel, quién sabe… ¿Y eso, qué pasó? Unos manes de arriba se colaron a la rumba sin ser invitados y estos de aquí que no se aguantan nada se azaron y se armó la bronca.

Sintió que sus piernas perdían el pasito de la salsa y hasta pisó a la rubia de sandalias. Le pidió excusas y ella dijo: mejor bailemos sueltos. El corazón se le acelera, aceptó otro trago. Terminó el baile de la salsa. Yurani se sostuvo de su brazo y él por respirar, la condujo hasta la puerta.

Qué vaina van a dañar la fiesta. Tranquilo Julio, si hay chumbimba, te apertrechás en el barranco y desde allá de bajás a todo el que veás que no es del combo.

Listo, voy por el fierro.

Salió despacio por la misma calle por donde había llegado,     a paso largo,     apuró el paso,    aceleró,        corrió muy asustado.

¿Te vas pirobo antes de partir la torta? Lleváte este recuerdo malparido.

Sonaron tres disparos, regresaron los cielos de Van Gogh, los girasoles…

Estas era sus pertenencias: Diez mil quinientos pesos, unas llaves, un encendedor y un pañuelo…










SAN IGNACIO

Después de cuarenta años vuelve a la plazuela de San Ignacio. La heladería en la esquina, ya no es el sitio de reunión de las barras de muchachos que luego del colegio nos congregábamos para comentar el último partido del DIM o del Nal, el último estreno italiano de vaqueros o a confrontar los resultados de las tareas de algebra. El edificio de la contraesquina es ya una cafetería restaurante atiborrada de pacientes de la EPS construida donde estuvo la enorme casona que fue escuela, convento y residencia de señoritas universitarias. La casa de los Duque es ahora un centro médico. La del Doctor Tirado es un mini centro comercial. Cree no poder encontrar ninguna familia viviendo en los alrededores, todos sin duda fueron desplazados por el comercio, el ruido, el rebusque y el desorden.

Al costado oriental siguen los mismos edificios. Al que fue Paraninfo de la U.de A, llega un grupo de niños con su maestra, pues ahora es museo. Lo que fue la Iglesia de San Ignacio tiene las puertas protegidas por vigilantes privados, que lucen uniforme, y el reloj de su torre anuncia una hora detenida hace ya muchos meses. El antiguo colegio jesuita y luego Instituto Colombiano de Educación de Don Nicolás Gaviria es ahora claustro restaurado y alberga los diferentes servicios de una Caja de Compensación Familiar. La banca de cemento donde se sentaba Mondragón, el único indigente alcohólico de la época, ha sido sustituida por muchas más bancas de metal y madera en las que se sienta, duermen, beben, orinan, vomita, charlan, esperan o descansan, infinidad de transeúntes; indigentes, pensionados, jubilados, desocupados, vendedores ambulantes, puticas callejeras, orates, orantes y ese nuevo personaje creado por la tecnología, que amarra a su cintura cuatro o cinco teléfonos celulares y portando un letrero estampado en tela de colores chillones, ofrece vender minutos a 150 o 200 pesos.

Gorda, de falda amplia oscura con estampados ocres y dorados, que le cubre hasta media pierna; blusa blanca escotada que deja ver el nacimiento de grandes senos como de gelatina. Cabello teñido color caoba, peinado como ordenado nido de gallina, queriendo ocultar una calvicie rubicunda. Gafas oscuras a manera de diadema y gafas de lentes formulados colgando de su cuello con una cadenita color plata. Trae los parpados de un azul como el de las ninfas regordetas, rodeadas de Cupidos, que tocan lira a la orilla de un lago, en las litografías que adornaban los corredores de las casas antiguas. Los labios de un rojo bermellón y las mejillas con un exceso de talco de maicena perfumada. Así llegó a la plazuela por la esquina de Ayacucho, María Anastasia. Llevaba en brazos un perrito blanco criollo de un incierto cruce de lanetas con chanda, al que acunaba, besaba a cada paso y alejaba de todas las personas como si se lo fueran a morder.

Apenas entra en la bulliciosa plazoleta que hierve de personajes inquietantes, de ruidos estridentes, de olores sofocantes, vio venir hacia ella a Adelfa, su hermana mayor. Estatura media torso delgado, caderas amplias. La reconoce entre el gentío, pues trae el mismo vestido negro recogido a la cintura de forma tal que el cinturón se ocultaba en su flácida barriga. El vestido por delante no tapa sus rodillas y por detrás cae más abajo de las corvas, dándole la apariencia de otoñal embarazada. Gastados zapatos negros de tacón bajito. El pelo canoso y lacio peinado con ralla en el centro y con flequillo, le llega infantilmente a los hombros sostenido por una diadema también negra con piedritas diamantinas. Sostiene con ambas manos bajo el brazo izquierdo una aparente pesada bolsa de fibras de colores a punto de derramar su contenido. Detrás  de sus gafas gruesas  muestra unos enormes ojos como de lechuza, de un azul de neblina paramuna. Le falta la dentadura superior y le acompañaba un rítmico tic de placido rumiante.

Se saludan tocándose al tiempo el codo del brazo que cada una puede dejar libre, y sosteniendo sus jotos van a una banca cercana donde encuentran sitio, pues solo la ocupa un muchacho en actitud despreocupada.

María Anastasia deja sobre la banca y en medio de las dos, a su perro blanco que jadeando la mira y vuelve familiarmente la mirada también hacia Adelfa que en ese momento descarga su bolsa, cuñándola entre el espaldar de la banca y su axila.

Y ¿cómo has pasado en estos días. Qué hay de tus achaques. Se te quitó la migraña? Que va mija, yo ya voy a morir con este karma que no me deja ni de noche ni de día, y esta angustia de no saber de Gustavito desde hace más de cuatro años. Porque lo que es del papá nunca supe nada desde que se fue el muy cobarde,  sin dejar rastro, dejándome embarazada… lo que me ha tocado sufrir a mi no tienen nombre.

Adelfa que en ese momento le daba la espalda al muchacho sentado tras ella en el extremo de la banca; volteó la mirada como atraída por la del joven que le sonrió ruborizándose un poco; mejoró la burda posición de sus piernas acomodándolas una sobre otra como si fuera una princesa.

Igualito a Bernardino, pensó.

Una parvada de palomas dio un giro sobre el atrio de la iglesia, unas se posaron en los andenes y otras directamente fueron a cagarse en la estatua del centro de la plazoleta, cuando Adelfa con su faldita de saraza medioluto y su cachirula de punto, entró a la iglesia que permanecía desierta en aquellas horas de la siesta. El joven sacristán que la esperaba se acercó rubicundo y se arrodilló a su lado. Sus codos se rosaron y sus respiraciones se agitaron, Bernardino la llevó casi corriendo hasta la sacristía, allí tras la alta y pesada puerta la estrujó, la beso, exprimió como naranjas sus jugosos senos y jadearon hasta asustar a una beata rezandera que entró a la iglesia y, al ver aquella puerta autómata, salió apresurada persignándose y convencida que allí espantaba un cura que murió en pecado.

¿Y a vos cómo te ido Anastasia? No me puedo quejar. Dijo, mientras le ponía a su perrito un grueso abriguito rojo con adornos navideños que lo dejó aun más jadeante y disfrazado como Papá Noel en el Sahara. Te confieso que a veces te envidio… Vos por lo menos conociste el amor, tuviste tu bastardito, que te acompañó hasta que estuvo criado y cuando pudo te abandonó para no aguantarse más los desaires de mamá. Se fue por verraco y no por cobarde como el papa. En cambio yo, miráme a esta edad sin haber conocido hombre y todo por hacerle caso a mamá que me decía que yo tan bella, no le podía atender pretensiones a ningún negro jeti morado, pues mi príncipe azul ya llegaría…

Interrumpió sus confesiones y su mirada indiscreta, casi insolente se fijó en una mujer más bien alta, gruesa sin ser gorda, de cincuenta y pico de años, con larga cabellera ondulante de un color de tintura negra que ya dejaba asomarse las raíces. Unas cejas arqueadas bien delineadas con lápiz negro, el mismo que pintó un falso lunar cerca a su boca. Los labios gruesos en forma de corazón de un rojo fuerte. Una blusa de escote amplio bordeado de letines. Una falda repolluda  y estampada de las que se usaron en los cincuentas. Indiscutiblemente era una pertinaz fanática de María Félix.

María Anastasia suspiró y dijo: me parece verme, ah qué tiempos…

Al voltear nuevamente la mirada para retomar la charla con su hermana, que mastica y mastica su lengua como una enorme bola de chicle; sus ojos se encontraron con los de un hombre de camisa abierta y pecho flácido que lucía un desgastado escapulario. Estaba de  pié muy junto a ellas y al joven que miraba divertido su expresión de asombro.

Usted que quiere, alcanzó a decir. Con la mirada perdida en un lugar inexistente y una tonta sonrisa que mostraba unas encías desdentadas, el hombre respondió… más bien cantó: Yo soy quien siempre te ha querido, quien siempre te ha esperado, quien ronda tu ventana, quien siempre te amará…

Adelfa y María Anastasia se miraron aterradas. Anastasia abrazó su perro para protegerlo,  Adelfa abrazó su joto de colores y el joven que sostenía un sobre de manila que debía contener su hoja de vida, lanzó inescrupulosamente una irresistible carcajada al ver aquella escena. El loco mueco, también se carcajeó a su gusto y dirigiéndose al joven le dijo: ¿Sí o no parce, bien o pa qué? El joven recobró su compostura y también un poco asustado le respondió: Todo bien, Todo bien…y se alejó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario