Hay cosas que me causan emoción y
lo han hecho siempre de una manera íntima, callada; sospecho que tal vez sólo mis
ojos lo revelan… No lo sé.
Me emociona llegar a una estación
de trenes, a una terminal de buses, a un puerto, a un aeropuerto.
Ver el ajetreo de viajeros que
llegan y que parten. Se abrazan, se besan, lloran de alegría por encuentros y
de tristeza por las despedidas.
Vistan de manera festiva, casual,
típica, exagerada o despreocupada, para mí siempre será llamativos sus atuendos.
Muchos van tocados con turbantes llenos de colores o cubren sus cabezas con
sombreros de paja, tela o fieltro. Algunos los adornan con plumas y a las señoras les gusta llevar en
ellos un ramillete de flores, velos y aves. He visto familias enteras con
diademas como crestas tropicales. Hay
quienes se adornan con pañuelos, con chales que dejan caprichosamente sobre sus
hombros. Para otras no son adornos lo que llevan, son paños que pudorosamente,
ocultan cabelleras y hasta pálidas telas sobre el rostro que sólo dejan
descubiertos bellos ojos.
A la cintura se ciñen: correas,
cinturones, fajas, cíngulos o simples telas que ajustan faldas, faldones,
pantalones anchos o ceñidos. De esas cinturas penden machetes, dagas, espadas o
navajas.
Caminando, corriendo o esperando,
unos van con enormes pies desnudos o calzados con albarcas, guaraches, botas, o
botines. Sandalias cubiertas de piedrecitas que brillan, o arrastran pesadas y
altas botas o bellos zapatos labrados en madera.
Me gusta mirar los cuellos, los
brazos, las narices, los tobillos, las orejas. De ellos cuelgan metales que
relumbran, se mecen, tintinean. Destellan como soles, como gotas de roció.
Despiertan envidias y codicia, sean finas, bellas, costosas o comunes
baratijas. Imprimen gracias a quien las luce y adornan las sonrisas de las
niñas y hacen brillar los ojos de
galanes que las miran.
Llevan maletas, bolsos, morrales
y canastas. Y con cuidado como acunados, en los brazos, pequeños paquetes hechos
con primor, algunas veces adornados con cintas de colores, son regalos,
presentes, dádivas, recuerdos…
Escucharlos hablar en diferentes
lenguas y con diversidad de acentos es estar en medio de un coro que interpreta
una hermosa polifonía.
Algunos lo hacen quedo y otros
por el contrario gritan, vociferan y se escuchan carcajadas que son recibidas
por otros con sonrisas.
En todos esos lugares que he
mencionado y en los parques, las callejuelas, las terrazas, los cafés, los bares
y cantinas, e increíblemente, también en las iglesias, se ven miradas fijas,
penetrantes, lesivas. Unas atentas a los bolsos, las alhajas, los relojes de
pulso y las billeteras. Son los cacos, raponeros, ladrones callejeros. Casi
siempre son llamados Ratas y como éstas viajan por todo el mundo, muchas veces
como Polizones. Pero recostadas a los
faroles en las tardes, paseando aparentemente despreocupadas por las calles
medio oscuras, fumando cursimente un cigarrillo, se ven las putas. Ellas son
parte del paisaje citadino y multicultural.
Pitan los trenes listos ya sobre
los andenes y hacen que suenen sus campanas. Gritan los cláxones de los
autobuses convocando a sus pasajeros. Las bocinas y altavoces de las salas de
espera, con vos gangosa autorizan abordajes y anuncias naves que aterrizan.
Vuelan gaviotas, garzas y pañuelos en los muelles y sobre las barandillas en la
cubierta de barcos; unos que atracan y otros que se alejan.
Para mí esa escena es como la obertura de la
vida. El viaje es la más esplendida metáfora del existir y, la quietud, el
sedentarismo, es como la resignación o antesala de la muerte.
Llegar a una ciudad extraña es
para mí liberador y al mismo tiempo una excitante aventura: Los ecos que
rebotando en las paredes llegan a mi oído, son música con color, timbre y
ritmos nuevos, unas veces discordantes, sincopados, estridentes, pero siempre
incitantes despiertan mi curiosidad y se me pegan a veces más que la toponimia,
en ese sitio singular de mis recuerdos.
Y los olores… me llegan de golpe,
como en tumulto pugnando por ser el elegido para que en el futuro yo
identifique esa nueva cuidad o ese lugar hallado oculto en la geografía amplia
del planeta. Olores vegetales, crudos, recién salidos de las tierras de
cultivos. Puestos como bodegones en los canastos, expuestos sobre costales o
petates de juncos coloridos y a la vista de los compradores transeúntes que
desfilan eligiendo: sabores, fragancias, aromas, perfumes, madureces y colores.
Los olores cocidos, los que
viajan en el vapor que despiden los fogones, los hornos, los calderos. Que son
el resultado de la alquimia ancestral guardada por abuelas arrugadas, lozanas,
flacuchentas, desdentadas; de moñas de cabelleras blancas o entrecanas. Olores
que exhalan viandas servidas en vajilla individual para cada comensal o las
ofrecidas en gran bandeja a toda la familia en derredor de ellas reunida.
Olorosos alimentos fruto del
trabajo de los mayores y sazonados con amor, con hierbas y especias recogidas
por las mujeres y los niños en las huertas que casi siempre están al lado de
los corrales donde pacen las vacas y escarban las gallinas.
Algunas hierbas, raíces, hojas o
cortezas de árboles aromáticos o medicinales son traídas, de las selvas lejanas
y dispuestas en pequeños manojos se ofrecen a los compradores.
Pero donde los olores, los
colores, los acentos, los diversos vestidos conforman una verdadera sinfonía, es
en las plazas de mercado. Para mí no hay museos que quiera visitar, no hay
catedrales que me inspiren recogimiento, ni teatros que exalten mi alegría, ni
parques donde la diversión está más garantizada que en una plaza de mercado.
Una plaza de aquellas que está en los barrios populares, cerca de la estación
de buses o al lado de los puertos. Allí donde el pescado es fresco y los
mariscos se cuecen enjugo de limón aderezado
con picantes recién llegados de las huertas. Allí donde el calor, el
sudor de los braceros, los insultos, las maldiciones se mezclan con piropos
repentinos y con los brillantes ojos de los niños que mordisquean mangos
maduros y naranjas.
Quiero viajar por las costas y
por las montañas. Adentrarme en las selvas por los ríos, circunvalar los lagos
y visitar los pueblecitos que hay en sus orillas y quedarme largo ratos en los
mercados. Desde la madrugada, cuando con la neblina llegan los primeros
comerciantes y hasta el anochecer cuando por fin cierran los que atienden los
negocios de café, los que venden chicha, vinos, mistelas, licores finos y otros
destilados clandestinos.
Amo tanto las plazas de mercado,
como odio las garitas donde vigilan los policías que piden pasaportes. Detesto
los policías aduaneros que esculcan
indecentemente los equipajes de mis amigos los migrantes. Quiero una epidemia
que nos haga olvidar la xenofobia, el miedo a la diferencia. Quisiera incendiar
esas frías oficinas enclavadas justo allí donde disque cruzan las invisibles
líneas de las estúpidas fronteras.
Quisiera emprender una cruzada
para que de una vez por todas borremos las fronteras que nos separan a nosotros
los humanos. Pero es una tarea imposible, borrar esas atroces líneas, pues
ellas son invisibles. No existen ciertamente, pero más de seis mil millones de
habitantes de esta nave, las creemos reales y es más, tememos cruzarlas y hasta
nos sentimos extranjeros pisando algunas faldas de nuestra madre tierra.
Los Migrantes, jóvenes o viejos, aventureros
solitarios o aquellos que huyen de su suerte o escapan de venganzas prometidas.
Los que conforman familias que cargan con su sueño de echar raíces en otras
latitudes, los que no pueden estar quietos pues los impulsa su curiosidad de
ver nuevos paisajes en cada amanecer. Todos ellos cargan con su historia, con
sus conocimientos, con su forma de hacer y de sentir. Con su organología a la que
extraen notas, ritmos y compases, para ellos viejos y tradicionales y para
nosotros siempre nuevos. Traen en su equipaje pequeñas bolsitas repletas de
semillas que plantarán en las vegas de los ríos. Cargan con libros releídos aun
repletos de sapiencia, con formulas para la fabricación de medicinas, recetas culinarias, inventos por
publicar e investigaciones en ciernes que quieren continuar cuando el viajar
les deje un tiempo de reposo.
Cuanta riqueza en los bártulos de
los migrantes, cuanta estupidez en el alma de todos los xenófobos.
León Montoya Naranjo.
Noviembre 3 de 2013.