martes, 5 de noviembre de 2013

MIGRANTES NO, HABITANTE




MIGRANTE NO, HABITANTE.

Hay cosas que me causan emoción y lo han hecho siempre de una manera íntima, callada; sospecho que tal vez sólo mis ojos lo revelan… No lo sé.

Me emociona llegar a una estación de trenes, a una terminal de buses, a un puerto, a un aeropuerto.
Ver el ajetreo de viajeros que llegan y que parten. Se abrazan, se besan, lloran de alegría por encuentros y de tristeza por las despedidas.

Vistan de manera festiva, casual, típica, exagerada o despreocupada, para mí siempre será llamativos sus atuendos. Muchos van tocados con turbantes llenos de colores o cubren sus cabezas con sombreros de paja, tela o fieltro. Algunos los adornan con plumas y a las señoras les gusta llevar en ellos un ramillete de flores, velos y aves. He visto familias enteras con diademas como crestas  tropicales. Hay quienes se adornan con pañuelos, con chales que dejan caprichosamente sobre sus hombros. Para otras no son adornos lo que llevan, son paños que pudorosamente, ocultan cabelleras y hasta pálidas telas sobre el rostro que sólo dejan descubiertos bellos ojos.

A la cintura se ciñen: correas, cinturones, fajas, cíngulos o simples telas que ajustan faldas, faldones, pantalones anchos o ceñidos. De esas cinturas penden machetes, dagas, espadas o navajas.

Caminando, corriendo o esperando, unos van con enormes pies desnudos o calzados con albarcas, guaraches, botas, o botines. Sandalias cubiertas de piedrecitas que brillan, o arrastran pesadas y altas botas o bellos zapatos labrados en madera.

Me gusta mirar los cuellos, los brazos, las narices, los tobillos, las orejas. De ellos cuelgan metales que relumbran, se mecen, tintinean. Destellan como soles, como gotas de roció. Despiertan envidias y codicia, sean finas, bellas, costosas o comunes baratijas. Imprimen gracias a quien las luce y adornan las sonrisas de las niñas y hacen brillar los ojos de  galanes que las miran.

Llevan maletas, bolsos, morrales y canastas. Y con cuidado como acunados, en los brazos, pequeños paquetes hechos con primor, algunas veces adornados con cintas de colores, son regalos, presentes, dádivas, recuerdos…

Escucharlos hablar en diferentes lenguas y con diversidad de acentos es estar en medio de un coro que interpreta una hermosa polifonía.

Algunos lo hacen quedo y otros por el contrario gritan, vociferan y se escuchan carcajadas que son recibidas por otros con sonrisas.

En todos esos lugares que he mencionado y en los parques, las callejuelas, las terrazas, los cafés, los bares y cantinas, e increíblemente, también en las iglesias, se ven miradas fijas, penetrantes, lesivas. Unas atentas a los bolsos, las alhajas, los relojes de pulso y las billeteras. Son los cacos, raponeros, ladrones callejeros. Casi siempre son llamados Ratas y como éstas viajan por todo el mundo, muchas veces como Polizones.  Pero recostadas a los faroles en las tardes, paseando aparentemente despreocupadas por las calles medio oscuras, fumando cursimente un cigarrillo, se ven las putas. Ellas son parte del paisaje citadino y multicultural.

Pitan los trenes listos ya sobre los andenes y hacen que suenen sus campanas. Gritan los cláxones de los autobuses convocando a sus pasajeros. Las bocinas y altavoces de las salas de espera, con vos gangosa autorizan abordajes y anuncias naves que aterrizan. Vuelan gaviotas, garzas y pañuelos en los muelles y sobre las barandillas en la cubierta de barcos; unos que atracan y otros que se alejan.
 Para mí esa escena es como la obertura de la vida. El viaje es la más esplendida metáfora del existir y, la quietud, el sedentarismo, es como la resignación o antesala de la muerte.

Llegar a una ciudad extraña es para mí liberador y al mismo tiempo una excitante aventura: Los ecos que rebotando en las paredes llegan a mi oído, son música con color, timbre y ritmos nuevos, unas veces discordantes, sincopados, estridentes, pero siempre incitantes despiertan mi curiosidad y se me pegan a veces más que la toponimia, en ese sitio singular de mis recuerdos.

Y los olores… me llegan de golpe, como en tumulto pugnando por ser el elegido para que en el futuro yo identifique esa nueva cuidad o ese lugar hallado oculto en la geografía amplia del planeta. Olores vegetales, crudos, recién salidos de las tierras de cultivos. Puestos como bodegones en los canastos, expuestos sobre costales o petates de juncos coloridos y a la vista de los compradores transeúntes que desfilan eligiendo: sabores, fragancias, aromas, perfumes, madureces y colores.

Los olores cocidos, los que viajan en el vapor que despiden los fogones, los hornos, los calderos. Que son el resultado de la alquimia ancestral guardada por abuelas arrugadas, lozanas, flacuchentas, desdentadas; de moñas de cabelleras blancas o entrecanas. Olores que exhalan viandas servidas en vajilla individual para cada comensal o las ofrecidas en gran bandeja a toda la familia en derredor de ellas reunida.

Olorosos alimentos fruto del trabajo de los mayores y sazonados con amor, con hierbas y especias recogidas por las mujeres y los niños en las huertas que casi siempre están al lado de los corrales donde pacen las vacas y escarban las gallinas.

Algunas hierbas, raíces, hojas o cortezas de árboles aromáticos o medicinales son traídas, de las selvas lejanas y dispuestas en pequeños manojos se ofrecen a los compradores.

Pero donde los olores, los colores, los acentos, los diversos vestidos conforman una verdadera sinfonía, es en las plazas de mercado. Para mí no hay museos que quiera visitar, no hay catedrales que me inspiren recogimiento, ni teatros que exalten mi alegría, ni parques donde la diversión está más garantizada que en una plaza de mercado. Una plaza de aquellas que está en los barrios populares, cerca de la estación de buses o al lado de los puertos. Allí donde el pescado es fresco y los mariscos se cuecen enjugo de limón aderezado  con picantes recién llegados de las huertas. Allí donde el calor, el sudor de los braceros, los insultos, las maldiciones se mezclan con piropos repentinos y con los brillantes ojos de los niños que mordisquean mangos maduros y naranjas.

Quiero viajar por las costas y por las montañas. Adentrarme en las selvas por los ríos, circunvalar los lagos y visitar los pueblecitos que hay en sus orillas y quedarme largo ratos en los mercados. Desde la madrugada, cuando con la neblina llegan los primeros comerciantes y hasta el anochecer cuando por fin cierran los que atienden los negocios de café, los que venden chicha, vinos, mistelas, licores finos y otros destilados clandestinos.

Amo tanto las plazas de mercado, como odio las garitas donde vigilan los policías que piden pasaportes. Detesto los policías aduaneros que  esculcan indecentemente los equipajes de mis amigos los migrantes. Quiero una epidemia que nos haga olvidar la xenofobia, el miedo a la diferencia. Quisiera incendiar esas frías oficinas enclavadas justo allí donde disque cruzan las invisibles líneas de las estúpidas fronteras.

Quisiera emprender una cruzada para que de una vez por todas borremos las fronteras que nos separan a nosotros los humanos. Pero es una tarea imposible, borrar esas atroces líneas, pues ellas son invisibles. No existen ciertamente, pero más de seis mil millones de habitantes de esta nave, las creemos reales y es más, tememos cruzarlas y hasta nos sentimos extranjeros pisando algunas faldas de nuestra madre tierra.

Los Migrantes, jóvenes o viejos, aventureros solitarios o aquellos que huyen de su suerte o escapan de venganzas prometidas. Los que conforman familias que cargan con su sueño de echar raíces en otras latitudes, los que no pueden estar quietos pues los impulsa su curiosidad de ver nuevos paisajes en cada amanecer. Todos ellos cargan con su historia, con sus conocimientos, con su forma de hacer y de sentir. Con su organología a la que extraen notas, ritmos y compases, para ellos viejos y tradicionales y para nosotros siempre nuevos. Traen en su equipaje pequeñas bolsitas repletas de semillas que plantarán en las vegas de los ríos. Cargan con libros releídos aun repletos de sapiencia, con formulas para la fabricación de  medicinas, recetas culinarias, inventos por publicar e investigaciones en ciernes que quieren continuar cuando el viajar les deje un tiempo de reposo.

Cuanta riqueza en los bártulos de los migrantes, cuanta estupidez en el alma de todos los xenófobos.

León Montoya Naranjo.

Noviembre 3 de 2013.

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