DESPUÉS DE LA HORA DE LA SIESTA
La
pared es blanca.
Creo
que blanco humo es el nombre del color que pinta la pared de mi cuarto.
La
ventana rectangular está un poco tirada hacia la parte izquierda, justo en frente del sillón, donde sin más nada que hacer
espero la hora de tomar el café que acostumbro a media tarde.
Dije
ya que la ventana es rectangular, pero debo explicar que sus lados cortos están
arriba y abajo. Forma un rectángulo en posición vertical y sus lados no tiene
nada más que los destaque, que las simples aristas formadas por la unión de las
superficies de la pared y el hueco donde la insertaron.
Es
un gran vidrio con un marco metálico, sin barrotes, rejas, ni postigos.
Pero
para mí, ese simple tragaluz vertical en la pared vacía de mi cuarto tiene magia.
Allí
apoltronado, indolente y voluntariamente separados de los trajines de la vida,
me siento el espectador del universo. No de cualquier universo. Del universo
mío.
De
la parte baja del recuadro que forma la ventana, como a veinte centímetros del
borde, veo que parte el hermoso, retorcido y fuerte tronco de un guayabo. Asciende
en diagonal hasta el borde superior y se pierde a unos quince centímetros del lateral
derecho.
En
ese recorrido, le nacen varias ramas delgadas pero fuertes. Unas ascienden y se
van para la izquierda y están provistas de espeso follaje verde fresco, con
algunas hojas viejas, casi a punto de caer marchitas. Unas son de un brillante ocre
y otras doradas.
A la
derecha y un poco inclinadas hacia lo que sería el suelo, le nacen dos más. Una
ya es un chamizo seco desprovisto de follaje pero no de belleza. La otra está
llena de hojas nuevas, verde cogollo. Y si me quedo mirándola logro recordar el
olor de las hojas del guayabo cuando se les estruja entre las palmas de las
manos, que es como mejor dejan escapar su aroma.
El
color del tronco que se retuerce voluptuoso frente a mi ventana, tiene todos
los matices de los llamados colores tierra. Veo: marrones, cafés, grises,
chocolates, sepias. Lo salpican manchas verduscas como de musgos o tal vez hongos,
no lo sé de verdad, ni en este momento me interesa saberlo.
Miro,
miro y remiro esa bella composición: la pared blanco humo, el trozo de tronco
que en diagonal recorre el espacio rectangular de la ventana. Sus ramas de
variados y cambiantes verdes, salpicadas de pinceladas de ocres y doradas. Y
algo de lo que no me había percatado: rayos de luz que atraviesan el follaje cuando
el viento complaciente lo permite.
Y
de repente, un aleteo azul que llega desde la derecha, se posa en uno de sus
frondosos brazos. Cambia de posición, lo veo un poco inquieto. Mueve la cabeza
como para orientar sus ojos en todas direcciones. Como tratando de percibir algún
intruso, algún peligro, quizás evitar una sorpresa.
Luego,
ya más tranquilo lo veo picotear detrás de unas hojas y me aparece lo que antes no
me era visible: una hermosa guayaba de un amarillo encendido y joven. Vuelve y
picotea y vuela llevando un pedazo de pulpa rosada, quizás para su nido.
Mientras
espero mi café, quedo pendiente del azulejo que sin lugar a dudas regresará, y
regresa y un poco torpe, del picotazo tira la guayaba al suelo. Y azulejo y
guayaba salen del cuadro. Se van por hoy de mi universo.
Moraleja:
-
Dejen
a los viejos mirar tranquilamente en las ventanas.
-
Compartan
con los azulejos y los toches: las guayabas.
-
No
fabrique caucheras con horquetas de guayabo para matar los pájaros.
-
Cuando
vayan a los potreros recojan guayabas maduras. Con ellas se hace, mermelada, cernido,
jalea de espejuelo, y dulce de cascaritas caladas.
-
Las
guayabas casi siempre tienen gusanos inquilinos, cómanselos tranquilos que es
proteína con sabor de guayaba.
León
M.N. Junio de 2013.
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