martes, 4 de junio de 2013

DESPUÉS DE LA HORA DE LA SIESTA.

DESPUÉS DE LA HORA DE LA SIESTA

La pared es blanca.
Creo que blanco humo es el nombre del color que pinta la pared de mi cuarto.
La ventana rectangular está un poco tirada hacia la parte izquierda, justo  en frente  del sillón, donde sin más nada que hacer espero la hora de tomar el café que acostumbro a media tarde.

Dije ya que la ventana es rectangular, pero debo explicar que sus lados cortos están arriba y abajo. Forma un rectángulo en posición vertical y sus lados no tiene nada más que los destaque, que las simples aristas formadas por la unión de las superficies de la pared y el hueco donde la insertaron.
Es un gran vidrio con un marco metálico, sin barrotes, rejas, ni postigos.
Pero para mí, ese simple tragaluz vertical en la pared vacía de mi cuarto tiene magia.

Allí apoltronado, indolente y voluntariamente separados de los trajines de la vida, me siento el espectador del universo. No de cualquier universo. Del universo mío.

De la parte baja del recuadro que forma la ventana, como a veinte centímetros del borde, veo que parte el hermoso, retorcido y fuerte tronco de un guayabo. Asciende en diagonal hasta el borde superior y se pierde a unos quince centímetros del lateral derecho.

En ese recorrido, le nacen varias ramas delgadas pero fuertes. Unas ascienden y se van para la izquierda y están provistas de espeso follaje verde fresco, con algunas hojas viejas, casi a punto de caer marchitas. Unas son de un brillante ocre y otras doradas.

A la derecha y un poco inclinadas hacia lo que sería el suelo, le nacen dos más. Una ya es un chamizo seco desprovisto de follaje pero no de belleza. La otra está llena de hojas nuevas, verde cogollo. Y si me quedo mirándola logro recordar el olor de las hojas del guayabo cuando se les estruja entre las palmas de las manos, que es como mejor dejan escapar su aroma.

El color del tronco que se retuerce voluptuoso frente a mi ventana, tiene todos los matices de los llamados colores tierra. Veo: marrones, cafés, grises, chocolates, sepias. Lo salpican manchas verduscas como de musgos o tal vez hongos, no lo sé de verdad, ni en este momento me interesa saberlo.

Miro, miro y remiro esa bella composición: la pared blanco humo, el trozo de tronco que en diagonal recorre el espacio rectangular de la ventana. Sus ramas de variados y cambiantes verdes, salpicadas de pinceladas de ocres y doradas. Y algo de lo que no me había percatado: rayos de luz que atraviesan el follaje cuando el viento complaciente lo permite.

Y de repente, un aleteo azul que llega desde la derecha, se posa en uno de sus frondosos brazos. Cambia de posición, lo veo un poco inquieto. Mueve la cabeza como para orientar sus ojos en todas direcciones. Como tratando de percibir algún intruso, algún peligro, quizás evitar una sorpresa.

Luego, ya más tranquilo lo veo picotear detrás de unas hojas y me aparece lo que antes no me era visible: una hermosa guayaba de un amarillo encendido y joven. Vuelve y picotea y vuela llevando un pedazo de pulpa rosada, quizás para su nido.

Mientras espero mi café, quedo pendiente del azulejo que sin lugar a dudas regresará, y regresa y un poco torpe, del picotazo tira la guayaba al suelo. Y azulejo y guayaba salen del cuadro. Se van por hoy de mi universo.
Moraleja:
-          Dejen a los viejos mirar tranquilamente en las ventanas.
-          Compartan con los azulejos y los toches: las guayabas.
-          No fabrique caucheras con horquetas de guayabo para matar los pájaros.
-          Cuando vayan a los potreros recojan guayabas maduras. Con ellas se hace, mermelada, cernido, jalea de espejuelo, y dulce de cascaritas caladas.
-          Las guayabas casi siempre tienen gusanos inquilinos, cómanselos tranquilos que es proteína con sabor de guayaba.


León M.N. Junio de 2013.

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