domingo, 2 de junio de 2013

ANACORETA


ANACORETA
Al doblar la esquina atiborrada de colores y sonidos discordantes que ocupan las aceras. Llenas de rechinar de llantas y de dientes que mascullan insultos merecidos, se encontró de frente con los ojos. Con ese mirar de perro atento que acaricia. Como que mira adentro, en el alma, en la conciencia oculta.
Se sintió presa. Desenmascarados todos sus secretos. Y esos ojos de brillar inquieto le siguieron y le taladraron un hueco en la espalda, justo donde su cráneo se une a las vertebras del cuello. Y por allí le penetró sin que pudiera evitarlo, le habitó y se fueron juntos.
Cada pensamiento fue revelado en el momento mismo de surgir. Mucho antes de decidir si querrá emitirlo, olvidarlo u ocultarlo.
Ocultarlo ya será imposible, pues para quien abusivamente le acompaña, ya es conocido.
Entonces evitó pensar, planear, hacer propósitos o emitir juicios.
Se fue volviendo anodino, y más que eso evadido, como alienado. Como pendiendo de un éxtasis  inconsciente de algo que pudiera originarlo.
Sus sentidos perdieron fuerza, profundidad, interés en algo. Era consciente de esa determinación y poco a poco perdió la voluntad, la opinión y la capacidad de manifestar placer o desagrado.
Así encontré su cuerpo desnudo, flotando sobre la laguna. Estaba inmóvil, sólo la briza débil, le daba algo de movimiento.
Su piel fue tornándose azul, como las mañanas de neblina.
Igual que las miradas que escudriñan, le fueron colonizando: las ranitas, los líquenes, nenúfares y sobre su piel amortajada por el frío, como en hermosa balsa, paseaban garzas pescadoras.
Y una tarde de color azul de plata, no le vi más flota en medio de juncales.

León M.N. VI de 2013.


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