ANACORETA
Al
doblar la esquina atiborrada de colores y sonidos discordantes que ocupan las
aceras. Llenas de rechinar de llantas y de dientes que mascullan insultos
merecidos, se encontró de frente con los ojos. Con ese mirar de perro atento
que acaricia. Como que mira adentro, en el alma, en la conciencia oculta.
Se
sintió presa. Desenmascarados todos sus secretos. Y esos ojos de brillar
inquieto le siguieron y le taladraron un hueco en la espalda, justo donde su cráneo
se une a las vertebras del cuello. Y por allí le penetró sin que pudiera evitarlo,
le habitó y se fueron juntos.
Cada
pensamiento fue revelado en el momento mismo de surgir. Mucho antes de decidir
si querrá emitirlo, olvidarlo u ocultarlo.
Ocultarlo
ya será imposible, pues para quien abusivamente le acompaña, ya es conocido.
Entonces
evitó pensar, planear, hacer propósitos o emitir juicios.
Se
fue volviendo anodino, y más que eso evadido, como alienado. Como pendiendo de
un éxtasis inconsciente de algo que
pudiera originarlo.
Sus
sentidos perdieron fuerza, profundidad, interés en algo. Era consciente de esa
determinación y poco a poco perdió la voluntad, la opinión y la capacidad de
manifestar placer o desagrado.
Así
encontré su cuerpo desnudo, flotando sobre la laguna. Estaba inmóvil, sólo la
briza débil, le daba algo de movimiento.
Su
piel fue tornándose azul, como las mañanas de neblina.
Igual
que las miradas que escudriñan, le fueron colonizando: las ranitas, los líquenes,
nenúfares y sobre su piel amortajada por el frío, como en hermosa balsa,
paseaban garzas pescadoras.
Y
una tarde de color azul de plata, no le vi más flota en medio de juncales.
León
M.N. VI de 2013.
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