UNA INTRIGA
RESUELTA.
De dónde nacen los colores, era
algo que desde niño me intrigaba.
No era algo que viniera adherido a
la superficie de las cosas.
Las frutas por ejemplo, cambian al
crecer y de verdes tornan a ser más claras y amarillas y otras rojas, moradas,
violetas, pardas…
Y los niños casi siempre
sonrosados y el color de sus ojos es brillante y su mirada clara como la de
algunos viejos.
Y el agua…
Qué infinidad de colores tiene el
agua.
Y no los puedes atrapar.
Al tomarla en el cuenco de tus manos,
el agua azul, o verde azul o negra o aguamarina, siempre es transparente y
fluye, aun que algunas veces la veas sólida y brillante como los espejos.
Y lo que llamamos cielo o
firmamento, que al fin y al cabo no puede saberse lo que es.
Eso también tiene colores y
cambiantes cómo ninguna otra cosa, aunque no sea cosa, ni pared, ni techo, ni
lugar.
Y qué colores tiene.
Los más excitantes y mágicos y
embrujados y embrujadores.
Tengo que confesarles que una vez
de madrugada, cansado de cargar con esta intriga y sin poder resolverla,
madrugué.
Salí sin hacer ruido de mi casa y
tomé camino a la montaña alta donde sabía que contemplaría todo el panorama.
Y comencé a entender el origen de
todos los colores.
Del negro oscuro de la noche fue
surgiendo la claridad tras la montaña. Y yo corrí para poder sorprenderlos al
nacer, que era lo que estaba ocurriendo.
Y si no me apuraba iban a nacer
sin que yo lo presenciara allá arriba de la montaña, en la explanada que es
como un gran mirador, donde es posible ver que la tierra es redonda y que mi
pueblo está en todo el centro de la tierra.
Del horizonte que es esa hendidura
que se forma donde se junta el arriba que es el cielo, con el abajo que es la
tierra, comenzaron a nace todos los colores.
Llegué en el preciso momento en
que iniciaba el parto.
Pude verlo clarito, pero no en
silencio.
Nacían templados y firmes como
flechas que lanzara un mago, un duende, o dios o la madre de todos los colores
que sin lugar a dudas, debe ser la Belleza.
Partían en todas direcciones como
viajan los sonidos de violines: limpios, claros, luminosos. Rasgando el aire y
sin herirlo.
Era como un clímax de placer que
se pegaba a todo lo que encontraban, o a todo aquello que en su camino se
cruzaba.
De entre el negro oscuro de la
noche comenzó a verse el azul blanco que se pega a la neblina mañanera.
Algunos copos de neblina se
pintaban de gris azuloso y otros de
blanco brillante y transparente.
Flechas brillantes de amarillo
rosaron las naranjas y se fijaron en algunas flores de las enredaderas, y fue
como en crescendo, un glorioso ímpeto orquestal de colores que rasgaban el alma,
como lo hacen los violines.
Las laderas de las montañas fueron
sembradas de flechazos de todos los verdes que uno logra ver en los cuadros que
cuelgan en las paredes de los más importantes museos, y otros muchos verdes que
ningún artista ha logrado imitar. Y no lo logran, pues al instante cambian,
viajan, saltan, se matizan con el azul, con el amarillo o con el rojo.
El rojo puro prefiere quedarse un
rato más en las grosellas maduras, colgando de las tomateras o bebiendo una
saliva dulce en los labios de las niñas campesinas.
Habiendo resuelto el gran
misterio, con mi corazón a punto de un colapso, regresé a la casa a paso lento.
Me era menester ser precavido. No sabía en que podía terminar ese aleteo que
sentía dentro como metido en los torrentes de mis venas.
Era como estar asustado y al mismo
tiempo feliz como cuando das el primer beso. Tal vez mejor como cuando entre
sabanas te desgranas y en un abrazo te confundes con tu amada y formas parte de
ella y de la tierra y entre suspiros y quejidos te integras al todo que es el
universo.
Debo confesar otro pecado. Desde
aquella madrugada me volví adicto voyerista. No puedo resistir la tentación de
ver a la belleza parir sus hijos en las madrugadas. Ver los fucsias y los
solferinos que se sientan en las rocas escarpadas antes de que los echen de
allí los grises, los negros y el brillante metálico de las pizarras.
León M.N. Marzo 10 de 2014.
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