lunes, 10 de marzo de 2014

UNA INTRIGA RESUELTA.
De dónde nacen los colores, era algo que desde niño me intrigaba.
No era algo que viniera adherido a la superficie de las cosas.
Las frutas por ejemplo, cambian al crecer y de verdes tornan a ser más claras y amarillas y otras rojas, moradas, violetas, pardas…
Y los niños casi siempre sonrosados y el color de sus ojos es brillante y su mirada clara como la de algunos viejos.
Y el agua…
Qué infinidad de colores tiene el agua.
Y no los puedes atrapar.
Al tomarla en el cuenco de tus manos, el agua azul, o verde azul o negra o aguamarina, siempre es transparente y fluye, aun que algunas veces la veas sólida y brillante como los espejos.
Y lo que llamamos cielo o firmamento, que al fin y al cabo no puede saberse lo que es.
Eso también tiene colores y cambiantes cómo ninguna otra cosa, aunque no sea cosa, ni pared, ni techo, ni lugar.
Y qué colores tiene.
Los más excitantes y mágicos y embrujados y embrujadores.
Tengo que confesarles que una vez de madrugada, cansado de cargar con esta intriga y sin poder resolverla, madrugué.
Salí sin hacer ruido de mi casa y tomé camino a la montaña alta donde sabía que contemplaría todo el panorama.
Y comencé a entender el origen de todos los colores.
Del negro oscuro de la noche fue surgiendo la claridad tras la montaña. Y yo corrí para poder sorprenderlos al nacer, que era lo que estaba ocurriendo.
Y si no me apuraba iban a nacer sin que yo lo presenciara allá arriba de la montaña, en la explanada que es como un gran mirador, donde es posible ver que la tierra es redonda y que mi pueblo está en todo el centro de la tierra.
Del horizonte que es esa hendidura que se forma donde se junta el arriba que es el cielo, con el abajo que es la tierra, comenzaron a nace todos los colores.
Llegué en el preciso momento en que iniciaba el parto.
Pude verlo clarito, pero no en silencio.
Nacían templados y firmes como flechas que lanzara un mago, un duende, o dios o la madre de todos los colores que sin lugar a dudas, debe ser la Belleza.
Partían en todas direcciones como viajan los sonidos de violines: limpios, claros, luminosos. Rasgando el aire y sin herirlo.
Era como un clímax de placer que se pegaba a todo lo que encontraban, o a todo aquello que en su camino se cruzaba.
De entre el negro oscuro de la noche comenzó a verse el azul blanco que se pega a la neblina mañanera.
Algunos copos de neblina se pintaban de gris azuloso  y otros de blanco brillante y transparente.
Flechas brillantes de amarillo rosaron las naranjas y se fijaron en algunas flores de las enredaderas, y fue como en crescendo, un glorioso ímpeto orquestal de colores que rasgaban el alma, como lo hacen los violines.
Las laderas de las montañas fueron sembradas de flechazos de todos los verdes que uno logra ver en los cuadros que cuelgan en las paredes de los más importantes museos, y otros muchos verdes que ningún artista ha logrado imitar. Y no lo logran, pues al instante cambian, viajan, saltan, se matizan con el azul, con el amarillo o con el rojo.
El rojo puro prefiere quedarse un rato más en las grosellas maduras, colgando de las tomateras o bebiendo una saliva dulce en los labios de las niñas campesinas.
Habiendo resuelto el gran misterio, con mi corazón a punto de un colapso, regresé a la casa a paso lento. Me era menester ser precavido. No sabía en que podía terminar ese aleteo que sentía dentro como metido en los torrentes de mis venas.
Era como estar asustado y al mismo tiempo feliz como cuando das el primer beso. Tal vez mejor como cuando entre sabanas te desgranas y en un abrazo te confundes con tu amada y formas parte de ella y de la tierra y entre suspiros y quejidos te integras al todo que es el universo.
Debo confesar otro pecado. Desde aquella madrugada me volví adicto voyerista. No puedo resistir la tentación de ver a la belleza parir sus hijos en las madrugadas. Ver los fucsias y los solferinos que se sientan en las rocas escarpadas antes de que los echen de allí los grises, los negros y el brillante metálico de las pizarras.


León M.N. Marzo 10 de 2014.

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