EL PERSONAJE.
I
Mi vida cambió.
Y fue precisamente en el momento en que menos lo pensé, lo esperé o en el
que menos debía haber ocurrido.
Estaba empezando
mi retiro, gozando de una cómoda jubilación- Miento-, una pensión que se va
achicando cada mes por cuenta de la inflación, que aunque sea poca en las
estadísticas, se siente grande en el supermercado, es muy incómoda.
Lo que de verdad
gozaba era hacer lo que a mí me diera la gana. No tenía horarios, no
sentía la presión de: tengo que
madrugar, tengo que ir a pagar, tengo que llevar, tengo que conseguir… Los
tengos se me habían acabado.
Pero una mañana,
al asomarme al balcón y estirar los bazos para desperezarme, o para saludar al
sol, como disque hacían los indios, lo vi allí. Estaba parado en la esquina y
mirándome.
Nuestras miradas
se cruzaron y esa fue mi perdición. Entré nuevamente a la alcoba en silencio y
cavilando. Tomé una ducha larga, como lo hago ahora desde que me jubilé. Mientas
disfrutaba sintir cómo rueda el agua por mi espalda, cómo un chorrito de ella
me cae de la nariz al bigote y sigue por el mentón, el pecho y el ombligo… lo
encontré. Si tenía que ser él. Era el personaje.
Ese hombre flaco
y alto, de sombrero blanco de alas anchas. Blanco igual que su pantalón y su
camisa. De carriel de piel de tigrillo y riata negra. Con una mano entre el
bolsillo del pantalón de dril, con cuatro pliegues al frente y en la otra
sosteniendo un cigarrillo sin filtro. Que me miró por debajo del ala de su
sombrero como quien se asoma a mirar hacia arriba debajo de un alero: No era
nadie conocido hasta entonces en el barrio.
Él era el personaje de un cuento que aun no se
ha contado.
Fue quien en
silencio se enamoró de la monja recién llegada al convento de su pueblo. Que
desde que la vio bajarse del bus en que llegaba junto con otra compañera, lo
miró, esquivó la mirada, y luego volteó a mirar hacia atrás, como buscándolo,
antes de entrar por el zaguán que conducía al clausura del convento.
Esas miradas se
quedaron como brazos colgados de sus mutuos cuellos, como abrazos que trepan en
busca de una fuente para apagar la sed que comenzó a quemarlos desde entonces.
Madrugó desde
aquel sábado y siguió haciéndolo todos los días, a la misa de cinco. Supo de la
piedad con que las monjas rezan el Magníficat y de la devoción y las distintas
melodías con que cantan el Gloria y el Tedeum. No escuchó una sola epístola, ni
un evangelio, ni menos aun las homilías. Sus ojos le ardían de mirar tan
detenidamente los mantos negros que cubren las cabezas de las monjas. Buscaba
entre ellas la mirada que se le quedó clavada como una cruz sin redención y sin
domingo de resurrección.
Se supo que una
noche de tempestad, oyeron el llanto de un niño en el convento y dicen que muy
de madrugada un auto negro y de motor silencioso, recogió una pasajera junto al
zaguán que comunica con la clausura del convento. Sin hacer ruido cruzó las
calles de aquel pueblo y antes de que amaneciera se perdió entre la neblina.
Al salir de la
ducha, mientras me ponía bermudas y calzaba mis albarcas…, de sopetón me llegó
el: Tengo que escribir ese cuento. Y aquí me tienen enganchado.
II
El lunes, después
de mi baño sin apuros y de mi desayuno lento y masticado, me visto, no con
bermudas, pues tengo que salir. Tengo que encontrar datos biográficos del
hombre de vestido blanco y de la monja de manto negro.
Tomé rumbo a la
terminal de transportes a averiguar por dónde salen los buses para ese pueblo dónde
ocurren tempestades, que tiene convento, donde una mañana entró una hermanita y
meses después salió una madre muy de madrugada. De ese pueblo que aun hoy desconozco.
El bus en que
iba, se detuvo una cuadra antes de la terminal, frente a la luz roja de un
semáforo. Y enfrente a mí, por lo que llaman cebra, veo que cruza un hombre ya
entrado en años y de sombrero de fieltro no tan viejo. Le sigue la que debe ser
su mujer, dos niños y una niña. Cada uno carga un costal o una talega. Como migrantes
traen a cuestas su equipaje.
El hombre
extiende el brazo, como una gallina extendería sus alas protegiendo su camada. Mira
hacia el bus, pues teme que se les venga encima
y al mirar, se encuentran con mis ojos que lo miran y aprovecha ese
instante y me suelta de sopetón, de un solo golpe toda su historia para que yo
la escriba.
Me habló de
gente rara, de forasteros que tarde en la noche o de madrugada cruzan los
caminos. Que hablan en voz recia pero en tono bajo, como dando órdenes, como
insultando.
Me contó que en
varias ocasiones, yendo en su yegua mora rumbo al pueblo; al doblar algún
recodo del camino y a punto de que apuntara el sol tras la cuchilla, se
encontró tirado en la cuneta del camino con el cadáver ensangrentado de algún
compadre, de algún vecino y también el de algún desconocido.
Me relató su
perplejidad, su desconcierto, su incredulidad ente la indiferencia del vecindario,
del corregidor, del alcalde y de la policía. Me narró todo el silencio aterrado
y lacrimoso de las viudas y el silencio de los huérfanos, que es como un
sollozo espasmódico y de ojos que miran como interrogando. El silencio de las
guacharacas posadas en los árboles altos que dan sombrío al cafetal, abajo en
la quebrada, que también se escucha claritico y silenciosa.
Despacio y entre
lágrimas que seca con su poncho, me dice que no pudo saber:
Por qué..,
Cuándo…,
Dónde…
Y cómo...
Y que mucho menos
pudo saber quién.
Y me preguntó
dónde podría meterse con su familia, al menos esta noche.
La luz roja dio
paso a la verde y el bus siguió hasta el paradero. Yo me bajé, y con la mirada
busqué en las cuatro esquinas anteriores, al personaje de esa historia de
terror que había escuchado.
No lo encontré.
Me quedé en el
andén sin saber a dónde dirigirme: si tras el pueblo que sin duda tiene nombre
o tras la familia que sin duda, hoy no encontrará cobijo.
III
Necesitaba un
café para aclarar mis pensamientos. Entré en la terminal. Fui en busca de la
cafetería y ordené un tinto negro bien cargado y doble. Mientras lo degustaba,
lentamente, como ahora me gusta hacer todas las cosas, saqué de mi mochila, el
cuaderno de notas y garrapateé unos apuntes para ésta nueva historia.
Al terminar,
pedí la cuenta. Saque mi billetera listo para pagar el importe del café y al
entregar el dinero a la mesera, a la niña, a la señorita, a la copera, a la
salonera, a la mujer que me atendió; sus ojos se cruzaron con los míos y mientras
me entregaba las devueltas y yo las recibía… así de improviso, y sin que yo la
interrogara me narró:
La verdad es que
era mujer, salonera, mesera, copera, niña, pero no señorita aunque quisiera.
Quiso ser
secretaría, enfermera o maestra. Y como en su pueblo decían que: enfermera,
secretaria o maestra, la que no lo da, lo presta… ocurrió lo que no debía haber
ocurrido. Lo que no tiene por qué seguir ocurriendo, lo que jamás debe ocurrir.
Ama a casi todos
sus parientes, a los paisanos, a los
compañeros del colegio.
Sueña que logrará
su meta de una profesión digna y el futuro dorado que entre nubes color pastel
dibuja cada noche.
Reza por que se
cumplan las promesas a pesar de los pesares y del peso que debe soportar a solas.
No deja de
cantar y cuando no puede cantar lo tararea quedo. Y danza también sola y cuando
está a solas, siente que le abraza y bailan pegaditos y se acuesta sola.
Que al principio
fue duro, y que ahora, aunque duro, ya no lo es tanto. Y que el tiempo, que lo
cura todo, va curando las heridas. Y espera que sólo queden cicatrices en el
alma, donde no es preciso taparlas con maquillaje, pues el alma no se deja
maquillar.
Y sale a
trabajar, o del trabajo sale y canta y cuando no puede cantar lo tararea.
Me va a contar
los detalles, pero la llaman de la mesa vecina para que sirva dos cervezas.
Va, atiende a
los parroquianos y regresa.
Ya me aclaró
cómo fue la despedida.
Me dice que, qué
pena, que enseguida vuelve.
Limpia la mesa
de los de las cervezas, recibe la paga y la entrega al cajero y tararea.
El año entrante,
cuando junte lo de la matrícula, estudiará en la nocturna. Espera que el patrón
le arregle el horario y que le cuadren los turnos, para tener tiempo de hacer todas
las tareas.
Y me sigue
contando y tararea y baila mientras se acerca nuevos clientes y, ella los
atiende.
Le digo que no
la molesto más por hoy, que otro día vuelvo, cuando esté más desocupada y ella
se ríe de mi chiste.
Limpia la mesa
en que estábamos, me despide y se aleja y tararea y baila.
IV
Con la certeza
de no haber postergado algo importante, compré un pasaje para el primer pueblo
que me dijeron tiene convento, un buen hotel y en él caen tempestades.
Pasamos por
barrios de invasión con tugurios construidos al pie de grande vallas
publicitarias que relumbran y detrás de vallados de piedras o cercas de latas y
madera vieja de demoliciones. Barrios de callejuelas intrincadas, sin
pavimento, erizadas de escombros, donde grupos de niños descalzos y mocosos
juegan a la pelota o tiran al viento papeles amarrados a pedazos de hilos, y
corren para que los papeles se eleven cual cometas.
Luego aparecen
potreros con algunas vacas. Más tarde casas campesinas y sembrados. Y al final
de una larga cuesta por donde sube zigzagueando la polvorienta carretera, y
nuestro bus rueda encima de ella, llegamos al pueblo prometido.
Tiene todo lo
que se necesita para que le llamen pueblo: Plaza, iglesia, escuela, tiendas y
estación de policía. Espero que también tenga, bobo del pueblo, cura, maestro,
tendero y policía. Y hay que decir: espero, pues que los tenga en verdad, no es
en estos tiempos, una garantía.
Encontré el
hotel y en él me indicaron por dónde llegar hasta el convento. Y llegué, pero
de convento no quedaba casi nada, ya lo han convertido en ancianato y la
monjita que lo regenta sufre de alzhéimer y otras de sus compañeras cuidan con
esmero, a otros ancianos que también padecen desvaríos.
A todos pregunté
por la hermanitas que una noche de tempestad ascendió al pedestal de madre. Nadie me supo
dar razón de ella, o no era razonable lo que me decían. Las más entendidas de
las monjas, las que menos incoherentes se mostraron, me trataron con cariño e
indulgencia.
No pude regresar
al hotel, pues una tempestad se presentó y oscurecía.
Mi dije: ahora
lo que tengo, es que esperar a que la tempestad amaine, Entonces me senté en un
taburete, recostada a la pared a ejercitar
mi nueva adquisición que es la paciencia, mientras el cielo terminaba de
caer sobre los entejados y sobre los solares.
No sé si fue mi impresión,
pero creo que allí recostado a la pared, en aquel viejo taburete, pasé toda la
noche, pues cuando desperté me sirvieron chocolate caliente con arepa, lo que
para mí era un desayuno.
Me invitaron a
bañarme en una tina caliente, lo cual agradecí, pues después del viaje y
aquella mala noche, todo el cuerpo me dolía.
Se me saltaron
las lágrimas cuando entre dos de ellas y un hombre joven, un poco tonto, me
cambiaron mis ropas sucias por unas ropas nuevas. Estaban olorosas y frescas y
eran del mismo color de las de todos los demás viejitos.
Luego vino el
cura del pueblo y celebró una misa. Lego de ella, a todos nos sirvieron un
refresco y de la mano de una de las monjas conocí el jardín y los aposentos. En
la tarde después de un suculento almuerzo, dormimos la siesta en unas sillas
mecedoras.
Cuando por fin
desperté, nuevamente me estaban invitando
a otro almuerzo. Yo insistí en que ya estaba bien, que yo ya había
almorzado y la monjita repetía: A usted ya se le olvidó cuando fue que llegó y
quién lo trajo y pronto habrá que darle a las malas la comida, pues siempre insiste
en decir que ya comió y que aun no tiene hambre.
León M.N. Marzo
de 2014.
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