Como cuando se
pasa la mano sobre los empañados vidrios
de los ventanales, así, unas mariposas corrieron la neblina, y me permitieron
ver los techos del poblado.
Yo que no se
mucho de identificar colores, diría que eran pardos.
Sí, creo que
pardo es ese color que no tiene el vivo de los terracotas, ni es decididamente
el gris viejo del musgo que se marchita aferrado a los tronco de pinos que
crecen a la orilla de los caminos que van al cementerio.
Y sobre los
tejados pardos, danza perezoso el humo de las chimeneas de fogones que a esta
hora calientan los calderos.
Y sobre las
calles empedradas, el lento caminar de las beatas que van hacia la iglesia. Y
un perro flaco que cojea. No sé si de dolor o de costumbre, pues acostumbran ir
cojeando con el rabo entre las patas, a veces por lastimaduras, intimidados por
los muchachos que les lanzan piedras, o como estrategia para huir del frío y
la llovizna.
Las beatas y yo
sobre los empedrados y sobre mi espalda la pequeña mochila donde llevo mi
equipaje y mi ración de caminante, una navaja, una cuerda, un encendedor, una
chaqueta, un libro.
Dejé a las
beatas en el atrio de la iglesia, de cuyo techo volaron palomas asustadas por
un repicar ronco desde el campanario.
Crucé la
desolada plaza sintiendo en mis espaldas miradas de curiosidad e interrogantes.
Dejé atrás al
parroquiano que tabaco en boca y enorme llave en mano, se esfuerza en abrir la
puerta de su tienda.
Me crucé con un
arriero y su mula. Subían ya cansados. El animal cargaba una cantina de metal
con leche y de contrapeso un costal con frutas para ofrece en el mercado.
De alguna de las
casas de paredes blancas de bahareque, me llega la música montañera de una
emisora de radio y algunas voces femeninas que desde los postigos apuraban
niños a la escuela.
En la barranca y
tras un alambrado a punto de venirse abajo, estoicamente inmóvil un burro flaco
y sobre su espinazo prominente, una enorme peladura y sobre ella moscas que
vuelan sin dar mucho crédito a las amenazas de la cola del jumento.
La calle por la
que ando se volvió comino al perder las piedras que la tapizaban y la erosión
me muestra las profundas heridas rojas y pantanosas del camino.
Mientras
desciendo por aquellos canalones que en los recodos forman tragadales que podrían
engullir mulas y arrieros, vi allá abajo el río y sobre mi cabeza un cóndor
solitario que asciende sobre una espiral de ráfagas de viento tibio.
Le miré
sorprendido y sé que él, sobre mí, mira impasible.
Yo en zigzag
bajo a buscar el río, él en espirales sube en busca del cabrío.
León M.N. enero
de 2014.
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