lunes, 27 de enero de 2014

RECUERDOS DE CAMINANTE

RECUERDOS DE CAMINANTE.

Como cuando se pasa la mano sobre los empañados  vidrios de los ventanales, así, unas mariposas corrieron la neblina, y me permitieron ver los techos del poblado.
Yo que no se mucho de identificar colores, diría que eran pardos.
Sí, creo que pardo es ese color que no tiene el vivo de los terracotas, ni es decididamente el gris viejo del musgo que se marchita aferrado a los tronco de pinos que crecen a la orilla de los caminos que van al cementerio.
Y sobre los tejados pardos, danza perezoso el humo de las chimeneas de fogones que a esta hora calientan los calderos.
Y sobre las calles empedradas, el lento caminar de las beatas que van hacia la iglesia. Y un perro flaco que cojea. No sé si de dolor o de costumbre, pues acostumbran ir cojeando con el rabo entre las patas, a veces por lastimaduras, intimidados por los muchachos que les lanzan piedras, o como estrategia para huir del frío y la llovizna.
Las beatas y yo sobre los empedrados y sobre mi espalda la pequeña mochila donde llevo mi equipaje y mi ración de caminante, una navaja, una cuerda, un encendedor, una chaqueta, un libro.
Dejé a las beatas en el atrio de la iglesia, de cuyo techo volaron palomas asustadas por un repicar ronco desde el campanario.
Crucé la desolada plaza sintiendo en mis espaldas miradas de curiosidad e interrogantes.
Dejé atrás al parroquiano que tabaco en boca y enorme llave en mano, se esfuerza en abrir la puerta de su tienda.
Me crucé con un arriero y su mula. Subían ya cansados. El animal cargaba una cantina de metal con leche y de contrapeso un costal con frutas para ofrece en el mercado.
De alguna de las casas de paredes blancas de bahareque, me llega la música montañera de una emisora de radio y algunas voces femeninas que desde los postigos apuraban niños a la escuela.
En la barranca y tras un alambrado a punto de venirse abajo, estoicamente inmóvil un burro flaco y sobre su espinazo prominente, una enorme peladura y sobre ella moscas que vuelan sin dar mucho crédito a las amenazas de la cola del jumento.
La calle por la que ando se volvió comino al perder las piedras que la tapizaban y la erosión me muestra las profundas heridas rojas y pantanosas del camino. 
Mientras desciendo por aquellos canalones que en los recodos forman tragadales que podrían engullir mulas y arrieros, vi allá abajo el río y sobre mi cabeza un cóndor solitario que asciende sobre una espiral de ráfagas de viento tibio.
Le miré sorprendido y sé que él, sobre mí, mira impasible.
Yo en zigzag bajo a buscar el río, él en espirales sube en busca del cabrío.

León M.N. enero de 2014.



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