miércoles, 8 de mayo de 2013

TEMPESTAD DEL TRES DE MAYO


DESPUÉS DEL AGUACERO.
A Mariana

Ocurrió justo después del aguacero torrencial del tres de mayo. Las paredes de casas y edificios quedaron como lavados a la fuerza. En algunos quedó su pintura escarapelada. En los parques: árboles caídos, ramas rotas por el ventarrón, surcos nuevos de erosión que la borrasca formó barriendo la delgada capa de materia orgánica. Piedras y hojas de árboles apiladas en las esquinas de las calles, y encima de las rejas de las alcantarillas, revueltas con basuras. Nidos de pájaros que el viento tumbó se veían por el suelo, pichones muertos y cascaras de huevos enfangadas.

Pero el aíre era limpio, nuevo, como si aún no hubiera sido respirado. Impregnado de un olor vegetal que provenía sin lugar a dudas, de las ramas rotas, de los troncos caídos y los millares de hojas que esparcidas por el suelo comenzaban a podrirse y sangraban su savia sobre el pavimento.

Hinché mis pulmones y una fresca bocanada de aire recargado de oxigeno, de perfumes vegetales, de recuerdos de selva y de jardines, ocupo sus alvéolos. Me sentí bien, supe que mis ojos sonreían y avancé con regocijo por la calle que parecía resultar del pos diluvio.

Me detuve en el parque a observar una guacamaya que volaba sola, dando fuertes gritos. Debía estar buscando a su extraviada compañera.

De pronto me sentí: pesado, un poco rígido, Quise agacharme para frotar mis pies y vi que mis zapatos se estaban diluyendo, y la colada parda en que se convertían era arrastrada, con otros lixiviados que iban del pasto a la cuneta y de allí a la quebrada.

Recuerdo bien que no me asusté. Me extasié mirando cómo de los dedos desnudos de mis pies brotaban como filamentos que crecían, se bifurcaban y serpenteaban por el suelo. Penetraban la tierra húmeda y se hundían. Ante mis ojos se estaban convirtiendo en raíces gruesas y profundas que me afincaban a la tierra.

Miré en derredor buscando a alguien con quien compartir esta experiencia fascinante y mis brazos se extendieron en una danza autónoma y tuvieron brazos mis bazos y otros brazos que se alzaban como adorando al sol, como queriendo abrazar el firmamento, la briza y el paisaje.

El corazón quería desprenderse de mi pecho. Sentí cómo circulaba mi sangre a borbotones y poco a poco fue serenándose. Se aquietó y hasta sentí que fue perdiendo su calor, atemperándose con el ambiente. Mi corazón se acalló y mis arterias y mis venas se convirtieron en xilema y floema que ya no transportaba sangre. Mi circulación se tornó en un ir y venir de sales y de azucares que convirtieron mi roja sangre en verde clorofila y un torrente parsimonioso de savia iba de lo alto de mi copa hasta mis raíces, irrigándome con el destilado de la fotosíntesis.

Mis piernas fusionadas ya; al ascender dibujaban hermosas circunvoluciones. Mi torso se ensanchó endurecido como siempre quise y era evidente que estaba bronceado por el sol y la intemperie.

Lento, pero claro, sentía el ronroneo del crecer de células nuevas que me formaban nuevas ramas, de formas nuevas, que como las anteriores seguían buscando el sol y huyendo de las sombras.

Sentí un cosquilleo que acariciante subía aferrándose a mi corteza con sarcillos. Era una planta que recién nacía y dependía de mí para elevarse. Le agradecí sus caricias y le ayudé en su ascensión y ella con unas parras ocultó mi sexo. De inmediato sentí que mi centro del placer huía por mis ramas y en muchas de ellas brotó por fin como yemas pequeñas que rompían mi corteza y con cambiantes tonos, se volvieron flores y con sus colores y perfumes seducían a los insectos, a las aves y a los enamorados de la vida.

Los pájaros que venían a libar las mieles de mis flores, usaron mis ramas como perchas. Desde allí cantaban llamando a sus enamoradas y pronto entre los brotes de mis ramas apiñadas: con pajas, con hilos y hojarasca seca, formaron nido y acunaron sus polluelos.

Quedan entre mis ramas algunas semillas digeridas por las aves, que la lluvia hace reventar en brotes de follajes verdes y en raíces que me hieren y penetran. Se alimentan de mi sangre verde y se extienden por mi tronco. Me abrazan mientras descienden cual cortinas buscando el suelo de dónde sacaran más fuerza para el abrazo que terminará matándome. Pero no importa mi muerte si la selva vive.

A otras de mis ramas han llegado esporas traídas por el viento. Entre los filamentos del musgo que mi corteza cubre, encontraron nido. Allí surgieron en helechos con formas de abanicos con los que el viento juguetea. Se expresaron en orquídeas abrazadas a mis codos. Otras más densas estallaron irradiadas como estrellas de colores. Bromelias que tienen es su centro un pozuelo donde minúsculas ranitas navegan cual sirenas y en las noches echan al viento su croar de serenata enamorada.

No extraño mi deambular por cuestas, senderos y cañadas. El viento me trae los rumores de lejanos parajes que amé y los perfumes que me emborracharon. Y el sol sigue puntual y a veces permite que me envuelva la neblina y que me extasíe mirando el cambiante paseo de las nubes y rítmico girar de las estrellas.

El tiempo, la brisa y las travesuras de las aves deshicieron pétalo a pétalo, cada una de mis flores y el suelo a mis pies se volvió acuarela, un lago de colores. Y cada herida que dejó una flor se hincho de jugos y colores. Di frutos saturados de jugosas pulpas. Promesas de vinos y licores, de refrescos y cascos crujientes, amarillos, grana, rojos, verdes y redondas uvas y también semillas.

Y desde la pasada tempestad de mayo, desde la colina, desde el dosel del bosque que hoy integro, te miro pasar y con el viento que susurra en tus oídos, siempre repito que te quiero.
León M.N. V de 2013.

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