lunes, 6 de mayo de 2013


CUENTO DE NIÑOS

Su niñez transcurrió en campos habitados por espantos, fantasmas y personajes de historias narradas por la abuela, las sirvientas y amigos mayores que disfrutaban con aterrorizarlo. Por entre potreros en los que crecían guayabos y pacían vacas y terneros. En el solar, que mientras desyerbaba, se transformaba en lugar para la fantasía, allí escuchaba cantar sinsontes y turpiales.

Sus noches, que iniciaban luego del rosario de las siete, eran largas. Se llenaban de chillidos de grillos, croar de enormes sapos y un viento espeso que silbaba en las ventanas ampliando cada vez más las rendijas, por donde se lograban colar: su ulular y una luz amarillenta y mortecina.

Su temor se ubicaba entre el ladrido de los perros y antes de que iniciara la neblina. Allí donde su rutilancia era opacada por la almohada que se ponía sobre la cabeza y la oración tartamudeada a un dios incierto y oculto tras mil explicaciones doctrinales.

Para no gritar, mordía la cobija que tenía olor a naftalina, a insecticida, a jabón. Solo le consolaba, que aun guardaba recuerdo de días soleados, de cuando su mamá la tendía en los alambres del solar para que el calor del día le matara los humores de las noches y con ellos se iban también las pesadillas.

No lograba taparse eficientemente los oídos y tenía que escuchar, aun sin quererlo, el ajetreo de las brujas en el zarzo. Afanadas y ruidosas de arreglaban para salir a la noche que las esperaba, a veces con luna y sin estrellas, a veces sólo con estrellas y las más de las veces oscuras como boca de lobo. Cuando por fin salían se escuchaba cómo se iban alejando su cháchara y sus carcajadas sobre los tejados.

Para cerciorarse de que aun sus papás y sus once hermanos, le hacían compañía, tosía simulando estar enfermo. Algunas veces de entre la oscuridad desorientadora, le llegaba la voz de algún ocupante de la cama vecina que le decía: ¿A usted qué le pasa?, deje dormir. Si insistía acosado por sus miedos, veía entre la espesura de las sombras una linterna que caminaba hacia su lecho. Sin decirle nada le aflojaba los botones de la piyama y le embadurnaba pecho y espalda de una sustancia pegajosa, caliente y con olor a medicina. Luego le decía muy quedo, para no despertar a los demás: abróchese la camisa y voltees para el rincón y trate de dormir y de dejar dormir.

Cuando lo que veía era una vela que se encendía con un fósforo oloroso, que también encendía un cigarrillo, se alegraba. Era la mamá que iba a la cocina a calentarle agua de panela con limón o leche con una ramita de cedrón para que pudiera conciliar el sueño.

Tranquilo ya, por la oportuna compañía, se dormía hasta que lo despertaban los llamados para asistir a la misa de seis de la mañana. Luego desayunaba y terciándose el portalibros salía con sus hermanos para la escuela. Siempre se iba saltando entre los charcos que la lluvia formada  en las calles empedradas de Armenia Mantequilla.

León M.N. V de 2013.

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