domingo, 4 de mayo de 2014

AL MUSICO QUE NUNCA FUÍ

AL MÚSICO QUE NUNCA FUI.

Nuevamente caí en la trampa, víctima de la tentación que me provocan mis oídos.

Esta noche: Concierto de la Orquesta Sinfónica,
Hora 7 p.m.
Lugar: Accesible.
Entrada: Costeable.
Programa: Cuatro obras de grandes maestros.

… Y allá  voy como borrego al matadero.
Recojo en la taquilla mi boleto de entrada y el volante que describe el programa y resume el perfil y el currículo del director y los solistas.
El Director: Frank (no se qué) y luego un apellido impronunciable.
En su fotografía se le ve alto, de cara afeitada y de pelo entrecano abundante y desordenadamente atrayente.
El muy creído habla no sé cuantos idiomas y como que se la pasa en aviones y en cuartos de hoteles pues ha dado y seguirá dando mil conciertos en las más famosas salas y teatros alrededor del mundo.
Y ni qué decir de los solistas.
La primera disque interpreta el arpa como nadie lo ha hecho hasta ahora.
Por los adjetivos con que la califica el relator, creo que ni los ángeles del cielo han tocado como ella, en su eternidad gloriosa. Habrá que escuchar para creerlo.
En la segunda obra habrá un solo de piano, que interpretará un muchachito imberbe, con cara de convaleciente afeminado.
No se cómo es posible haber hecho tantos estudios, participado con tantas orquestas y en tantos teatros, como dicen en el panfleto que estoy leyendo.
A mi modo de ver, el pendejito este, terminó ayer por la tarde la escuela primaria y aquí ya lo tratan como un virtuoso y experimentado músico.
Definitivamente el papel puede con todo.
Por lo menos este si tiene un nombre en cristiano: se llama no sé quién Ramírez, no sé de la familia de cuáles Ramírez será. Vaya uno a saber de qué pueblucho será el flacuchento este. A lo mejor será de la comuna trece, pues del Poblado no debe ser, aunque uno nunca sabe...
No he terminado de leer toda la carreta que escriben en estos volantes que regalan a la entrada del teatro, cuando ya sonó por tercera vez el timbre que anuncia que los músicos deben dejar de afinar y de zurrunguear.
Todos se quedan sentados y calladitos en sus puestos pues el pretencioso director precedido por su ego, hace su entrada triunfal exigiéndonos que lo aplaudamos antes de interpretar nada de lo prometido.
El aplauso fue apoteósico y hasta algunos se permitieron el desliz de gritar hurras, bravos y de lanzar silbidos.
¡Qué oso tan monstruoso! menos mal yo iba solo aunque aun así, me dio pena ajena ver tanta chabacanería.
Con razón hablan mal de nosotros en el extranjero.   
Al iniciar el primer movimiento de la primera obra, la orquesta, como poseedora de una sola alma y una sola voluntad, obedeció la señal que con la batuta el  director le diera.
Yo comencé a sentir que mi silla levitaba y que era transportado como a otra dimensión del existir.
No pasé mucho tiempo en ese arrobamiento abusivo. Reaccioné, tosí un poco como para hacer ver mí disgusto y me concentré en la obra para evitar volver a ser víctima de esos engaños que pretende hacernos sentir que estamos en Viena y frente a una verdadera gran orquesta.
En la obra tienen gran protagonismo las cuerdas.
Desafortunadamente para mí la acústica del teatro no es la que se esperarse de una sala tan renombrada como la que nos albergaba.
Observé que en los primeros y segundos violines, mucho del vibrato y aun el pizzicato, que son característica especial  de la obra, se pierde por culpa del mal manejo del estuco en el abovedado de la sala, repleto de arabescos rococó.
Se les olvida a los constructores de estos escenarios que la arquitectura debe supeditarse a la música y no al contrario.
No sé por qué, cuando entraron en pleno: los primeros y segundos violines, las violas y los chelos respaldados por los contrabajos, sentí un estremecimiento raro.
Como si mil terminales eléctricas hicieran reaccionar todas las fibras de mi cuerpo y creo que ese tremor siguió su curso por las fibras de mi alma.   Y fue en crescendo hasta hacerme sudar y lleno de temor creí que iba yo a gritar eufórico: ¡que verraquera!
No. Me contuve, y sacando a relucir la ponderación que siempre me ha caracterizado. Decidí que no era para tanto. Mejores interpretaciones de esa obra ya las he escuchado y no precisamente en este pueblo. 
En el tercer movimiento, que es lento, parsimonioso, como una hoja de almendro que se desliza por el cristal de un lago de donde notas de violines se levantan como cabelleras de ninfas convertidas en hilos de neblina, no pude dormirme. No, imposible caer por enésima vez en el sopor que siempre me ha causado este lento y gris pasaje de ésta obra.
Esta bendita agrupación de músicos criollos logró imprimir una dulzura tal a este pedazo de la partitura, que creo que ni el compositor la hubiera reconocido si en vez de retorcerse de envidia en su tumba, se hubiera levantado a aplaudir a estos muchachos.
Ya no pude seguir mordiéndome los labios de purita envidia. No pude seguir apretando mis manos con ese puño atrancado que injustamente quería atestarle en pleno rostro a ese director mechudo. Se me salieron las lágrimas de la emoción y para disimular saque el pañuelo y me soné los mocos.
Si, está bien, tengo que reconocer que si hubiera estudiado en el conservatorio, tal vez hubiera llegado a ser un buen intérprete y porque no, de pronto hasta compositor y director de orquesta.
Aun tengo tiempo de volverme creyente en la reencarnación y si lo hago, ya sabrán de mí en mi siguiente chance.

León M.N. mayo de 2014.


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