martes, 14 de agosto de 2012


UN DÍA YO NO ME HABÍA MUERTO, CUANDO DE PRONTO ME MORÍ

Tantos años había vivido, y me encontraba tan aburrido de la rutina de cuidados que me proporcionaban, y tan avergonzado de los pocos que yo me podía brindar, que me pareció oportuna y salvadora la certidumbre de que en pocos días iba a morir.

No dejó de parecerme un poco cursi, trivial, repetitiva o falsa, la expresión de algunos de los familiares y amigos, quienes creyendo que yo no escuchaba, decían:

·         Pobrecito, está ya tan viejito y tan chocho, que hasta bueno será que mi Dios se acuerde de él.
·         Van a quedar tan solitos, - se referían a mi esposa y mis hijos, -  pero van a descansar...
·         No, el que va a descansar es él, que aburrido para el cucho, mirando por la ventana, siempre el mismo paisaje; eso debe ser hartísimo; él que vivió en tantos lugares y le gustaba salir a caminar y paisajiar…
·         Bueno..., que sea lo que Dios quiera...

Y sí, tal como lo presentía, a los pocos días me morí.

Fue grato, darme cuenta que no habían olvidado mi cantaleta de que no quería que me velaran, enterraran y cremaran.

Que carajada esa de perder tiempo llevando flores, limpiar  tumbas, cortar el pasto alrededor de ella y rezar de afán, unas oraciones sin sentido. Y en cada aniversario o el día del posible cumpleaños, obligar a los jóvenes a ir a llevar una ofrenda floral, como si se tratara de un prócer o de un santo.

Tantas cosas excitantes o por lo menos interesantes que hay que hacer en la vida, para gastar tiempo y dinero en visitar una tumba que ni el mismo muerto ha ocupado. Es preferible ir a consolar, a visitar y acariciar a los vivos, que ir a lamentarse en la tumba de los muertos, de lo que uno pudo haber hecho por ellos, con ellos o en vez de ellos y no lo hizo.

Los rituales funerarios eran interesantes, pero en la verdadera antigüedad; cuando se acompañaban de danzas, de trago y comida. Cuando eran precedidos por verdaderos conservadores de la memoria tribal y se dedicaban toda una noche a contar cómo era la vida en tiempos del difunto, qué costumbres y hechos tuvieron ocurrencia en ese entonces.

Cuando los jóvenes cínicos, recordaban las metidas de patas y las bobadas del difunto y las exageraban, produciendo en todos los convidados y entrometidos, estruendosas carcajadas. O al menos como lo hacen los mejicanos el día de los difuntos, con comida, dulces, trago y mariachis.

Siempre me pareció muy sabio el dicho aquel:"en vida hermano, en vida"... Para qué flores cuando uno ya ni puede verlas, ni mucho menos olerlas. Y afortunadamente no puede olerlas. !Qué tal! un florero, con flores marchitas y agua podrida, y uno esperando que a la nuera le dé la gana de ir a mal lavarlo, para ponerle otras nuevas que igualmente se van a podrir y olerán horrible más días de los que estuvieron perfumando.

Tal como lo había deseado, mis hijos llamaron a la universidad y dijeron la razón: que, era mi deseo; en cumplimiento de la premisa que había hecho plasmar en el código de ética del zoológico que alguna vez dirigí, la cual rezaba así:

"Todo animal debe dar el mejor servicio posible a la preservación de su especie".

Por tal motivo quería que mis despojos mortales fueran regalados a una escuela de medicina, para que los estudiantes se dieran gusto tasajeando, despellejando, cortando, separando, buscando. Practicando todas esas maravillosas habilidades y destrezas manuales que necesitan en su vida profesional. Y quizás  algún pedazo de mi viejo cuerpo callera en manos de un pichón de investigador curioso, y éste le sirviera para seguirle el rastro a alguna enfermedad degenerativa y de esa manera evitarles dolores a futuros viejos. Claro que las EPSs dirán que tanta investigación está de más, pues todo se cura con Ibuprofeno o con Diclofenaco.

Después de una paciente espera de mi hijo, lo comunicaron con el secretario, éste lo comunicó con el director académico, éste, un poco sorprendido le pasó al departamento jurídico, quienes lo conectaron con el encargado del departamento de ayudas didácticas.

Allí no les pareció que mi viejo cuerpo fuera de gran utilidad, pues ya existían reproducciones exactas del cuerpo humano, de todas las edades y condiciones; sanos, traumatizados y con las más diversas enfermedades, taras, síndromes y malformaciones, disponibles por pedido a través de la Internet o reproducciones holográficas palpables, producidas in situ por la fragmentación de los rayos epsilon sobre un cristal de exphiquita colocado en un ambiente de gases de helio purificado a menos 2.685 grados.

Mi esposa y mi hijo comenzaron a sentir una gran pena por mí. En ese momento asomaron unas sinceras lágrimas a sus ojos, mi pobre vieja dijo: Tanto que quería ayudar a los estudiantes de medicina para que aprendieran bien su oficio y no metieran tanto la pata; operando al que entró enfermo de los riñones, sacándole la vesícula biliar y al que le iban a trasplantar el hígado, buscándole un cáncer prostático.

Y mi hijo terció: Lo que él quiso fue perpetuarse, porque eso sí, bien vanidoso que era y como no pudo hacer nada en vida que mereciera que lo recordaran y conmemoraran, quiso hacerlo después de muerto, y ni eso pudo lograr.

También de paso quiso evitarnos gastos innecesarios de féretro, honras fúnebres, tumba, cremación, misas, flores etc. Pero como siempre fue tan mal negociante, eso tampoco lo consiguió y ahora qué vamos a hacer; no quieren recibir su cadáver ni regalado y no hicimos previsiones para esos ineludibles gastos funerarios. Eso nos va a costar un billete largo, que no tenemos disponible y habrá que rayar tarjeta de crédito y someternos a pagar más intereses. Es que yo si soy de malas...

Angélica usted qué cupo tiene en su tarjeta... Salió en ayuda mi hija que siempre ha sido más cerebral y dijo: No se ofusquen, espérense; yo tengo una amiga médica y ella sabrá informarnos si es posible hacer lo que el viejo siempre quiso.

Llamó a su amiga y le contó el plan. A lo que ella le vio una buena salida: En la universidad trabaja aun un viejo profesor, al que no lo convencen los nuevos materiales didácticos tecnológicos y virtuales. El dice que sí el médico no siente el hedor de los cadáveres, sí no palpa la verdadera textura de un edema postmortem, sí un cirujano no ha sentido que se estalla en sus manos una tumefacción llena de pus, caldo de cultivo de inmensas colonias de bacterias, no llegará a ser un verdadero médico y; sin duda alguna, se va alegrar de la oportunidad de tener con qué hacer sufrir a sus estudiantes primiparos.

Al poco rato llamó nuevamente, e informó a mi hija, que el anciano cirujano iba en camino en la ambulancia del Hospital Universitario, a recoger el preciado tesoro de mis despojos mortales.

Yo, que ya estaba muy recto, acostado en mi cama de muerto, sin almohadas y con las manos cruzadas sobre el pecho, esperando a que me invadiera el rigor mortis; sentí un gran alivio. Como ninguno se atrevió a amortajarme, tenía la quijada caída y la boca abierta como se me fueran a escurrir las babas.

Mi esposa reparó en eso y como le ha tenido tanto asco a las babas, pidió un microporo y con la ayuda de mi hijo me sujetaron la quijada desde la coronilla y así quede más presentable aunque con apariencia de haber muerto de dolor de muelas.

Se iba a cumplir mi deseo, no me volverían cenizas, ni me comerían los gusanos, ni me trasformaría en abono, contribuiría al progreso científico, ayudando a retrasar un poco más, el fin del mundo para otros seres.

Lo único que sentía, era que me iba a perder el concierto de música sacra que sin duda contratarían, para escuchar durante el velorio, y así impedir los chistes flojos de algunos de mis hermanos.

Cuando llegó el médico, saludó con cara de día de fiesta. No podía disimular su alegría por el regalo que iba a recibir y sólo se puso un poco serio cuando vio la cara de tristeza de mi esposa. Tenía cara de nueva viuda un poco pálida y como acongojada pues se había llegado definitivamente la hora de separarse de mí.

Mis hijos y ella firmaron algunos papeles, se acercaron a mi cara, me besaron, me dijeron que me querían y me dijeron adiós...

Los ayudantes del médico trajeron una camilla, colocaron en ella una bolsa impermeable, la abrieron; sobre ella colocaron mi cuerpo y rápidamente la cerraron por medio de una cremallera y salieron sin más ceremonias.

La bolsa no le causó buena impresión a mi esposa, pues se puso a elucubrar, sobre cuántas personas habrían metido en la misma bolsa bien sucias, ensangrentadas, quizás con qué clase de enfermedades y sin duda alguna nunca habrían lavado la dichosa bolsa.

Me asusté un poco pues no quería verme encerrado dentro de esa fea bolsa, presintiendo que debería tener un olor poco agradable y sospechando que la oscuridad me iba a impresionar.

Lo que me sorprendió fue darme cuenta que no sentía miedo, no veía oscuridad, es más, no veía, ni olía nada, pero sabía qué estaba ocurriendo, de una manera tan nueva y tan clara que quedé fascinado.

Viendo que ya habían encontrado programa, yo me tranquilicé un poco y le puse atención a mis nuevos amigos: el médico y sus ayudantes.

Como la cosa había cogido desprevenido también al viejo médico, él, abusando de sus amigos, logró que me hicieran campo en una de las gavetas refrigeradas de la morgue del Hospital Universitario, mientras tramitaba, con el decano de la facultad, una nevera o un refrigerador grande  donde pudiera caber cómodamente mi cuerpo, y pudiera él tenerme más a la mano.

Le agradecí el detalle tan considerado y comencé a darme cuenta que nacía entre los dos una amistad; definitivamente era un bacán.

Antes de retirarse les dijo a los asistentes que le ayudaran a empelotarme, pues después iba a ser muy difícil quitarme el vestido con que me había entregado mi esposa.

Cuando escuché; digo escuché, pero no es exactamente escuchar, es saber lo que están diciendo y pensando, pero sin ver ni escuchar ni oler. Sí llego a averiguar cómo es que ocurre eso, les cuento.

Decía que cuando escuché eso de empelotarme, sentí frió de solo pensarme, metido en un congelador y empelota; pero para sorpresa mía no sentí ni frió, ni calor y la sensación era sólo eso, sensación; ni buena ni mala, yo ya estaba muerto y aun no me acostumbraba a esa nueva situación.

Luego que me desnudaron. Los ayudantes del médico dijeron: Que pesar este vestido, está nuevecito, él les dijo: Llévenselo si quieren, que al muerto ya no le hace falta. A lo que respondieron: No, ni de fundas, que miedo uno metido en los chiros de un muerto. ! Qué tal! que lo agarre a uno de donde sabemos, y diciendo esto arrojaron mi último estrén a la caneca de la basura.

Ya habrá uno menos pendejo que ustedes o por lo menos que no sepa que esa ropa es sobrado de un viejo muerto y se la va a poner con mucho orgullo.

Hubiera sido muy bueno que lo regalaran a una casa de esas donde alquilan vestidos, pues la verdad estaba bueno como para un matrimonio o alguna fiesta de graduación. Y si tuviera el poder de manifestarme en él, hubiera gozado toda la eternidad asustando a los que lo alquilaran.

Ellos se fueron, y como era viernes por la tarde, cerraron todo muy bien y el médico dijo que volvería el lunes a ver qué era lo que iba a hacer conmigo, pues definitivamente ninguno de mis órganos y tejidos y menos los fluidos servían para ningún trasplante. Ya estaba muy viejo y la técnica médica había progresado tanto que los tejidos y órganos producidos a través de células madres habían reemplazado muy bien a la antigua técnica de trasplantes de órganos donados por cadáveres y de paso se evitaban el problema de los posibles rechazos de órganos.

Esto fue para mí muy decepcionante, pues le había comido tanta carreta a las fundaciones que promovían la donación de órganos, que yo ya veía mi corazón palpitando el pecho de un muchacho bien enamorado y pernicioso, que hiciera en alcobas, en paseos y en moteles todo lo que a mí se me fue en ganas.

Imaginaba mis riñones recién lavados, limpiando la sangre de alguna muchacha bien querida y agradecida, o mejorándole la presión al chorro a algún viejito incontinente en cualquiera de los asilos que conocí.

Imaginaba toda mi piel aunque manchada y llena de cicatrices de acné, reemplazando la de algún bombero chamuscado o algún borrachito de esos que no se resignan a pasar una navidad sin echar pólvora y que amanecen el 25 de diciembre enguayabados y llorando del ardor por las quemaduras que por su gusto y su estupidez se hizo. 

Imaginé mis corneas en los ojos de un enamorado voyerista o en alguien que le gustara mucho el cine y así verme todas las películas que no me vi por pereza de ir al cine solo. O en las de un mochilero impenitente, de esos que recorren el mundo tragando kilómetros y kilómetros de hermosos paisajes.

Mis huesos los había visto trasplantados en las piernas o brazos de algún atleta olímpico, de esos que se rehabilitan después de un accidente grave y que llegan a ser estrellas nuevamente y son entrevistados en todos los medios de comunicación y son ejemplos para los jóvenes perezosos y trasnochadores.

Mi garganta con todo y tráquea, cuerdas bucales y glotis, la soñaba trasplantada a uno de esos cantantes famosos que por fumar, habían vuelto M#$%, la suya. Ya me veía dando serenatas o cantando en Factor X, o por lo menos en muchas rumbas tipo 60s, cantando música de plancha y tangos a todo pecho.

Pero según el médico éste, y por cuenta del adelanto de la industria biónica, la ingeniería biomédica, la clonación y otras yerbas, ni mi vejiga sirve para inflarla y hacer con ella una pelota para jugar voleibol, como hacíamos con las de marrano en Armenia Mantequilla.

Con esta gran decepción y con estos tristes pensamientos, me quedé todo ese fin de semana esperando a que llegara el doctorcito a ver qué era lo que iba a hacer conmigo o con lo que quedaba de mí.

A esas alturas ya me estaba como arrepintiendo de haberme muerto, pues lo que siempre imaginé que iba a ser tan emocionante, estaba resultando, como en vida..., puro tilín tilín y nada de paletas.

Llegó el lunes y nada que aparecía el mediquillo de pacotilla que ahora era disque mi dueño. Pasaron las horas y las horas y nada que aparecía el hombre. Yo sentía que habrían las gavetas refrigeradas  que había cerca, pero nunca abrieron la mía. El doctor se había preocupado de poner una marca que decía: Propiedad de la facultad de medicina, no tocar sin autorización del profesor de anatomía.

Y menos mal lo hizo así, de no hacerlo, fácilmente me hubieran confundido con algún atropellado en la calle, con un NN o con un falso positivo y me hubieran dado cristiana sepultura en una fosa común, que era lo que yo no quería.

El martes al medio día apareció el doctor y menos mal. Saludó todo lambiscón, diciendo: A ver ¿cómo amaneció mi muertico, si lo han tratado bien...?

Comprobó mi temperatura, me puyó por varias partes con su dedo índice enfundado en un guante quirúrgico, con ese gesto con que prueban las señoras la carne, en las carnicerías para ver que tan dura está. Todo eso me pareció algo irrespetuoso, o por lo menos descortés, pero me aguanté, ya que por lo menos había venido a verme y no se había olvidado de mí, dejándome eternamente en esa nevera y con esa instrucción escrita para que nadie se me arrimara.

Hablaré con mis alumnos y algo planearemos contigo, me dijo. Corrió la gaveta en que yo estaba acostado y cerró con llave para que nadie importunara mi espera.

Hasta cuándo me tocaría esperar... Bueno, ya más tranquilo, porque no me habían olvidado, me quedé pensando en la eternidad y reflexionando en mi nueva situación de muerto y eternamente muerto. Recordé el dicho de mi suegro que siempre decía: ! Uno dura mucho muerto...!

Me enteré, y todavía no se cómo, ni por medio de qué sistema de correo del otro mundo o mejor del nuevo mundo en que estaba; que el Doctor había estado en clase con sus alumnos de anatomía y lleno de euforia les decía: Les tengo una maravillosa sorpresa, algo que he esperado por muchos días y es la oportunidad de poderles dar una clase de anatomía, pero en un cuerpo humano real que ustedes podrán explorar, tocar, seccionar... Y diciendo esto los llevó hasta la morgue; sacó sus llaves y de un golpe abrió la gaveta en la que yo estaba bien acostado y ya completamente tieso y de un color morado, como sale un naufrago del océano ártico.

De todos los estudiantes que enfundados en sus batas azules me rodeaban, a mi y al doctor, salió en coro un !Ohhhhhhhh...! Luego unas risas nerviosas, otras burlonas y una estudiante pequeñita y con cara de colegiala buena dijo:
! Que susto!, parece de verdad...

Sonó una estruendosa carcajada y hasta yo me reí a mis anchas, pero inmediatamente descubrí que mi risa, ni mi voz se escuchaban.

El Profesor un poco disgustado, llamó a la estudiante asustada, la hizo poner cerca de mí, tomo su mano y la metió entre mis piernas, diciéndole: Le parece de verdad o de mentiras...

Esto ocasionó una nueva carcajada general y más risas aun, cuando la niña dijo:" Está muy frio.

Con esta respuesta tal linda, después de habérselas cogido a un muerto, hasta el profesor se rió y ya todos se relajaron y comenzaron a hacer planes conmigo a tocarme y hasta otra estudiante más lanzada me metió su lapicero entre la entrepierna diciendo: Pero lo tenía muy chiquito. Yo le contesté que eso me ocurría, siempre que tenia frió, pero como ya sabía, nadie escucho mi chiste.

El improvisado recreo terminó cuando el profesor me encerró nuevamente en la gaveta y se llevó a sus alumnos al salón. Allí pidió opiniones sobre la mejor forma de utilizar mi cuerpo para los diferentes aprendizajes que como médicos deberían realizar. Unos dijeron que sería bueno que me despellejaran cuidadosamente para que quedaran expuestos todos mis músculos, tal como lo hizo Leonardo D`avici en el renacimiento Italiano, con los cadáveres que se robaba exponiéndose incluso a la muerte en la hoguera por sacrílego.

Yo le dije que fresco, que conmigo podía hacer eso y todo lo que se le ocurriera, pues para eso me había regalado. Lo único que esperaba era que aprendieran y que pensaran que iban a hacer con la piel, pues esa no se podía perder. Les sugerí hacer una pantalla para lámpara artesanal, como los que hacían en la época de la Colonia con las pieles de los indios del Llano que eran cazados por los colonos españoles. Que para eso la tenía que curar al sol con ceniza, y piedra lumbre y cuando estuviera bien seca hasta la podían pirograbar o pintar. Se me olvidó que estaba en la facultad de medicina y no en la de arte. No me acostumbraba a que yo no tuviera voz y menos voto.

Los estudiantes ya metidos en el cuento de aprovechar mis despojos mortales para estudiar, hablaron de hacer cortes para estudiarlos al microscopio, buscar células anormales, hacer histopatologías, análisis físicos, químicos y bacteriológicos, morfológicos, buscar posibles melanomas, carcinomas, quistes sebáceos, lunares extraños, tejidos cicatrizados, folículos pilosos y mil sugerencias más que no me acuerdo o no sé repetir los nombres pues son sumamente enredados. Ya se hablaba de mi cuerpo en un lenguaje científico, con latinajos, palabras en griego, con nombre de enfermedades o de elementos químicos, de patologías, de síndromes y todo eso me hizo sentir importante.

Ya no se referían al producto de mi digestión como mierda, sino como  contenido gástrico, y es más, algunos se lo pidieron para hacer análisis bacteriológico, parasitario y de porcentajes a absorción nutricional. A mis tripas,  que ya no servían ni para hacer rellena, les encontraron utilidad para estudiar posibles malformaciones por retención indebida de materia fecal, indicios de cáncer de colon, tan común entre los viejos, hemorroides y venas varicosas; en fin se les ocurrieron mil y un experimentos con mis dichosas tripas.

Yo sentí que debería haber hecho más ejercicio, pues cuando me quitaran la piel para descubrir mis músculos, se iban a llevar una decepción. Cuales músculos iban a encontrar en un viejo flácido que no fue nunca a un gimnasio y que no practicó sino el deporte de caminar y eso sin nada de técnica. Nunca le hice caso a mi hijo que me decía que hiciera pesas y otros ejercicios que marcaban los músculos.

Un estudiante muy práctico que estaba por allá solo y apartado del grupo, dijo: A mí me perece que en un solo cadáver no vamos a poder trabajar todos, pues "tantas manos en un plato saben a gato". Consígase usted otro y no sea tan zapo, dijo otro. Y otro agregó: muérase usted y así ya tendremos dos.

El profesor intervino y dijo, ¿qué propones? Luego de que lo despellejemos, lo que me parece una buena idea, y hayamos hecho el estudio muscular, con fotos, dibujos y videos; hayamos sacado porcentajes de masa muscular, grasa, tejido adiposo, huesos y vísceras; podemos seccionar las extremidades, el tronco y la cabeza. Separamos las vísceras y de esa manera ya nos podremos dividir en cinco o seis grupos y trabajar más eficientemente.

No descartemos esa propuesta que es interesante, pero, ¿alguien tiene otra propuesta?
Como no podía faltar el chistoso, alguien dijo en voz baja pero audible: Molámoslo y hacemos chorizos para perros. Pónganle seriedad a esto, dijo el doctor y vamos hacer lo que han dicho; primero quitamos la piel. Tomamos muestras de tejidos y de todo lo interesante que vean allí. Luego disponemos convenientemente todas las muestras para que puedan ser estudiadas con posterioridad y cada persona hace las anotaciones que le parezcan interesantes para luego socializar ese aprendizaje.

Se distribuyeron responsabilidades, juntaron dinero para comprar bisturís, portaobjetos, colorantes, preservantes y otros elementos necesarios para esa parte del trabajo, como: cámaras fotográficas y filmadoras y se despidieron con el encargo de dividirse en grupos y cada uno traer un proyecto a realizar.

Trabajaron todo el semestre, me hicieron sentir el muerto más interesante de toda la ciudad. Me pusieron nombres distintos, cuidaban mi temperatura, me tomaban fotos y videos. Las pasaban por Internet, las compartían con otros estudiantes de otras universidades y países. Las utilizaban para ilustrar sus presentaciones y sus trabajos. Las pusieron en faceboock. Algunas las vendieron para ilustrar trabajos de doctorado y publicaciones especializadas y hasta montaron un blog y un sitio web que era ya muy visitado. Yo ya me estaba creyendo una estrella de la farándula triste por no poder dar autógrafo y entrevistas.

Cuando el doctorcito comenzó a hablar de exámenes finales y de fin de semestre, me cogió el miedo. Ahora me van a dejar solo o me van a votar a la basura y me mandarán para un relleno sanitario o a lo mejor para un horno crematorio de residuos hospitalarios.

Ninguna de esas opciones me gustaba, pues tal como siempre lo pensé en vida, yo creía que aun podía prestar algún servicio.

Menos mal el doctorcito recordó que mi esposa le había dicho esa hermosa frase, cuando me entregó para que me metiera en su cochina bolsa. El pensaba que: "Todo ser vivo debe dar la mejor contribución posible a la preservación de su especie"

Reunió a sus alumnos y les propuso decidir en común qué harían con mis pedazos una vez concluido el curso, pues para sus clases ya no quedaba sirviendo, pues me había despedazado a gusto durante más de diez meses. Les contó el secreto de mis deseos póstumos y ellos enternecidos deliberaron.

Bueno Mi cucho, Mi cadavercito, Mi muertico, Mi Franquestain, Mi Pedacito de Hombre, Pedazo de Morcilla, Mi Parcero, etc... Que era como cada uno me llamaba, o llamaba al pedazo de mi, que le tocó, dijeron: No se puede quejar porque yo lo inmortalicé en fotos. Yo le hice unos hermosos videos. Ya está en Internet y de allí no lo baja nadie. También está perpetuado en algunas tesis.

Yo  me fruncía en todo mis pedazos regados por toda la facultad y en diferentes neveras y congeladores. Hasta aquí llegó mi eternidad, me dije.

Pero mi gran amigo el doctor llegó a rescatarme: A ver pónganle creatividad a la cosa o mejor, al muertico que se nos regaló a ver qué más podemos hacer con él.

Aquel estudiante que sugirió que me despellejaran y descuartizaran, que aunque retraído y separado del grupo, era de los más imaginativos y pilosos, habló: Yo propuse que lo despedazáramos y nos lo repartiéramos, ahora les propongo que cada uno de los grupos traiga su pedazo de Cucho y me lo entrega y le cambio al profe la nota del examen final, por el trabajo de armar nuevamente su esqueleto, para que sus huesos quede eternamente como material didáctico aquí o en alguna escuela.

Yo di, con todos mis pedazos y un brinco y un grito de alegría que ni se vio, ni se escuchó, pues siempre se me olvidaba que yo no había encontrado cómo comunicarme con los vivos.

El doctorcito, mi amigo, aceptó el trato del estudiante y todos quedaron comprometidos a reunir en el laboratorio de patología todos mis pedazos sin que faltara nada. El único que se excusó fue el que tenía mis genitales, pues dijo, que aunque la estudiante chiquita no lo creyera, esa parte no tenía huesitos.

En la clase siguiente todos se desencartaron de lo que de mí los había acompañado aquellos meses y el estudiante, armador de rompecabezas no sabía qué hacer con tanto frasco, tarro, neveras de icopor, hielo seco, hielo común, formol y mil menjurjes más, en que le entregaron mis despojos.

La estudiante pequeñita y tierna dijo: Y ¿qué vamos a hacer con los músculos, las vísceras y los tejidos que nos son huesos y con los cartílagos...? Con la ayuda del profe y los encargados del laboratorio y de la morgue pudo acomodar todo aquello y lo depositó en unas bolsas rojas. Yo mismo me despreocupé de fluidos, músculos, tejidos blandos, mucosas, grasas y secreciones, en fin lo no óseo. Todo eso fue a parar a las bolsas destinadas a incinerar que recogería un camión refrigerado de la empresa de aseo.

La estudiante tiernita, pidió encargarse con otros compañeros y compañeras de tramitar la incinerada de aquellos restos. Pidieron que les entregaran las cenizas y organizaron un paseo por el Jardín Botánico y allí a escondidas, abonaron unos hermosos árboles con ellas, en medio de un ritual improvisado pero muy tierno y ecológico. Yo quedé feliz pues de esa manera podría continuar mi metempsicosis.

El bobo de mi armador no escuchó que yo le decía que me metiera en un hormiguero, ya que en par boliones, las hormigas dejarían todo mis huesos pelados y de esa manera él podía empezar a trabajar más fácil.

Él, más actualizado que yo, se armó de bisturíes y ácidos que yo no conocía y en par patadas dejo mis huesos blancos y relucientes.

Con la ayuda de taladro, motor tool, alambres, resortes y acetatos, el armador de huesos comenzó el rompecabezas. Armó brazos y piernas. Metió en un frasco todo lo pequeño: carpos, metacarpos, falanges, falanginas y falangetas; todos  muy bien marcados y numerados, para no ir a equivocarse. Lo mismo hizo con todas las vertebras, las cuales codificó y las guardó en una bolsa de plástico pero ensartadas como un collar en un alambre. Revisó bien que no le faltara nada, para hacer el reclamo si era necesario, pues él no se iba a dejar poner una mala nota por culpa de algún compañero que hubiera extraviado alguno de mis huesos.

Solo le faltaban dos muelas y los meniscos de la rodilla izquierda. Algunas vertebras estaban muy maltratadas pero pensó que eso era culpa mía y no de sus compañeros.

Cuando hizo el reclamo por las muelas, todos se le burlaron y le dijeron: Antes de gracias que no lo recibió mueco del todo, no ve que ese Franky murió muy viejo y a duras penas tenía con que morder el chicharrón.

Y cuando reclamó el menisco, un pichón de ortopedista le dijo: Como se ve que usted no puso cuidado cuando yo estaba presentando mi trabajo de investigación sobre el Parcerito Cadavérico. Allí dije que era claro que el man había sufrido en vida, de artrosis, la cual se evidenciaba en el desgaste de algunas vertebras y en la ausencia de meniscos en la rodilla izquierda.
Estas discusiones fueron para mí una gran alegría, me estaba dando cuenta que los estudiantes y habían aprovechado mis restos y habían aprendido e inducido cosas interesantes.

Llegó el día del examen final y yo acompañado de mi armador llegué a la universidad en taxi. Con ayuda de la mamá del estudiante, que le entregó diez mil pesos para pagar la carrera,  me acostaron en el asiento de atrás. El estudiante prefirió ir al lado mío, me sentó y me abrazo para que no me fuera a desbaratar antes de tiempo. El taxista, entre divertido y asustado nos miraba por el retrovisor. Yo le hacía muecas pero aunque evidentes, él no las entendía.

Que ganas de asustar a la gente, pero no acababa, yo de entender, cómo algunos muertos lo lograban, y yo no. Cuando pensaba en eso me decía: Eso debe ser cuestión de vocación de muertos; unos se vuelven espantos, otros de vuelven ceniza, otros abono, otros animas en pena, otros espíritus burlones, otros ángeles y debe haber algunos que reencarnan, otros fantasmas, otros judíos errantes, curas sin cabeza y a mí me dio por volverme material didáctico.

Llegamos a la facultad de medicina y al salón donde nos esperaban los demás estudiantes de anatomía. Fuimos la sensación: él, por el trabajo tan bueno que hizo y yo por lo bien que quedé. El doctor quedó muy satisfecho por el trabajo y le prometió a mi armador una buena nota.

El prestidigitador de huesos, que era muy honrado pidió la palabra y dijo: Quiero que miren esto, es una muela de oro blanco que pertenece aquí al man difunto; yo sé que si se la pongo, el primero que la vea se la roba creyendo que vale mucha plata y a lo mejor en su intento le daña la quijada a Franky; así que pido permiso a todos para quedarme con ella pues quiero hacerme con ella un dije y colgármelo del cuello como amuleto.

Todos se burlaron de la ocurrencia del armador de rompecabezas y le dijeron que claro que se quedara con mi valioso molar.

La discusión que siguió fue si me entregaban al departamento de ayudas didácticas o qué. La estudiante con cara de niña fue la que acertó a proponer algo diferente y que a mí me gustó: Aquí en la facultad les va a parecer el trabajo muy bien hecho pero no lo van a saber apreciar pues para ayudas didácticas, se tienen muchos recursos tecnológicos más versátiles que un esqueleto colgado de un perchero, sostenido del cráneo. Yo les propongo que lo regalemos a un colegio oficial, para que los estudiantes de anatomía lo utilicen cada año consecutivamente. 

Esa fue la mejor idea que se les pudo ocurrir y todos hasta yo votamos por ella. Se nombró una comisión encargada de escoger el colegio, hacer la donación y entregarme, y fue así como aparecí un día de febrero en el patio de un colegio de Manrique Oriental, delante de toda la comunidad escolar, en manos de un grupo de mis antiguos compañeros de la U, quienes me entregaban al Señor Rector del Colegio Departamental, como un aporte de la Facultad de Medicina a la formación del los futuros galenos del departamento. Por lo menos así decía el discurso pronunciado después de haber entonado las notas del himno nacional, el departamental y el del colegio.

Me recibió el profesor de anatomía quien prometió cuidarme y utilizarme de la mejor manera.

Luego del sentido y solemne acto fui arrastrado, porque mi perchero tenía rodachinas para hacer más fácil mi desplazamiento. Decía que fui arrastrado hasta el salón de los alumnos que recibirían ese año anatomía.

Y dónde lo vamos a poner, atrás o adelante. No, qué cómo lo vamos a poner, pues hay que bautizarlo... dijo otro. No jueguen con eso que es pecado; dijo una niña muy linda. Cuidado con dejarlo caer y quebrarlo, gritó el profesor.
! Huy! que miedo dijeron otros. ! Que chimba! dijo otro, esto va a ser un parche el verraco.

Llegó el profesor de matemáticas que no había estado en mi acto de entronización y se me quedó mirando: ¿Y éste, es un nuevo alumno?, lástima que llegó como flaquito. Profesor, respete, que si no lo hace, le jala las patas esta noche,   él no es de mentiritas, es de verdad. Bueno, bueno, saquen su libro de álgebra que vamos a seguir con las ecuaciones de segundo grado.

Me tocó mamarme toda la clase de álgebra, pero aproveché para conocer a mis nuevos vecinos y ojalá amigos. Eran 35 alumnos entre niños y niñas. La mayoría no puso mucha atención a la clase, por estar mirándome, pues me pusieron al frente de la clase, al lado derecho del tablero y al frente del escritorio del profesor que estaba a la izquierda. Cada que alguno me miraba, yo le sonreía pero ellos no se daban cuenta; seguían mirándome como asustados unos, y socarronamente otros, especialmente los que se sentaban atrás, al lado de la puerta.

Había una niña y un muchacho que se sentaron en la primera fila, que hacían todo lo posible para no mirarme. Yo me di cuenta que les causaba miedo. Me dediqué a llamarlos, para que me miraran y noté que no porque escucharan mi voz, me miraban por que sentían la energía de mi mirada o de mi deseo de que me miraran, porque con qué ojos los iba a mirar yo. ! Que! alegría había aprendido a hacer que la gente me mirara y era muy sencillo: Me quedaba mirándolos y dándoles interiormente la orden de que me miraran y en unos minutos me estaban mirando asustados. Me había convertido en un esqueleto material didáctico y en un espanto, tenía ya dos oficios; la cosa se ponía cada vez más entretenida.

Me dediqué el resto de la clase a mirar al profesor y a ordenarle que me mirara. El no podía resistirse, a cada momento me miraba y cada vez más asustado.

Los alumnos se dieron cuenta de la situación y cada vez que él me miraba, ellos se reían y él no sabía que decirles, hasta que al fin les dijo: No sé qué pasa pero  siento que ese esqueleto me está mirando o llamando...

La niña bonita aprovechó para decirle: Yo le dije que no se burlara del pobre esquelético, que él le jalaba las patas y no ve, ya empezó a vengarse de usted.

La carcajada fue general y estruendosa. Yo me sentí feliz, había llegado donde era.

Al terminar la clase, solo salió al recreo la parejita de adelante que me tenían miedo, los demás me rodearon, me tocaban y comenzaron a ponerme apodos y a hacer planes para asustar a los demás profesores así como se había asustado el de matemáticas.

Llegó la clase de anatomía y el profesor que muy vanidoso se creía mi dueño les dijo: Espero que sabrán aprovechar esta magnífica oportunidad para aprender muy bien la anatomía del cuerpo humano en especial el esqueleto, conformado por todos los huesos que son...? Se quedó mirando a todos los estudiantes para ver quien completaba su frase, diciendo el número de huesos que conforma el esqueleto humano. Como nadie lo sabía les dijo: Eso queda como tarea para la próxima clase. Se aprenderán de memoria y sin falla el nombre y la ubicación de cada uno de los huesos, hasta el de los más pequeños. Aprenderán su utilidad y su articulación... ya se darán cuenta para todo lo que nos va a servir este nuevo amigo que hoy hemos conseguido.

Los estudiantes que ya se le habían adelantado en esos propósitos se miraron y se sonrieron maliciosamente.

Al día siguiente la primera clase era con el director de curso y todo empezó con un general regaño. Era prohibido fumar y yo tenía entre mis dientes, un tremendo tabaco encendido que humeaba y esparcía un desagradable olor a chicote. El profesor ordenó a la niñita de la primera fila que me quitara el tabaco y lo arrojara a la caneca de la basura.

Ella muy asustada y poniéndose cada vez más pálida, se levantó y dijo: Yo por qué..., yo no fui la que lo puso a fumar..., yo le tengo mucho miedo a los muertos.

El profesor se apiadó de ella aunque todos gritaban en coro: Que se lo quite, que se lo quite... Las risas fueron generales y a mí me dio pesar de la niñita y la miré con pesar pues me daba la corazonada que la iban a hacer sufrir mucho conmigo.

Fue un año maravilloso el que pasé con ese curso del Colegio INEM de la Comuna Nororiental de Medellín. Hasta de sicario me vistieron, me hicieron fumar marihuana, meter bazuco y perico.

El día de la antioqueñidad, me pusieron carriel, sombrero y ruana. El día de todos los santos, me pusieron aureola y alas de cartón. El día del maestro, me sentaron en el escritorio del profesor y se excusaron diciendo que yo había sido su mejor profesor de anatomía.

Una vez llevaron al salón un peo químico y me echaron la culpa a mí y me sacaron para el patio. Cuando les cambiaron el profesor de religión por una monjita muy tímida, me pusieron amarrado de mi hueso púbico, un banano con una dedicatoria muy chistosa para la nueva profesora. Para los exámenes orales de anatomía escribieron con letra muy clara pero pequeñita, los nombres de todos los huesos y sus respectivos músculos sobre mi osamenta y el profesor los pillo pues todos querían salir al frente y señalar cada hueso directamente en mí. Ese día me tuvieron que lavar todos mis huesitos, secarlos bien y echarme un nuevo barniz..., quedé como nuevo.

Durante ese año tuve gafas de diferentes modelos y colores, parches de pitara, ojos de pelotas de pingpong, cachuchas, pañoletas  y sombreros muy sobrados, collares, pulseras del DIM y del NAL.

Serví de perchero para guardar cartucheras, celulares, lapiceros y demás objetos que unos le escondían a los demás y siempre me echaban la culpa de que yo era el que esculcaba y robaba todo lo que allí se perdía.

Me llevaron durante las fiestas del colegio, una muñeca inflable y me pusieron a bailar con ella y hasta cervezas me amarraron de las  manos.

Que combo tan bacano el que formamos con esos muchachos durante ese inolvidable año escolar.

Como nada dura eternamente, a no ser la muerte, llegaron las vacaciones; los alumnos se fueron, cerraron el salón de clases y yo me quedé esperando a mis nuevos amigos del próximo año, recordando las travesuras que conmigo hicieron estos y  esperanzado en que los próximos fueran más creativos.

El treinta y uno de diciembre a media noche me hice el propósito de seguir practicando para convertirme en un verdadero espanto y de esa manera contribuir a la diversión de todos.

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