LA MUERTE DE JUAN LOLO.
A Margarita Arredondo, ese lunes, no la despertaron los cantos de los
gallos, ni el cacarear de las gallinas, ni el ladrido de los perros, ni los
llamados de las campanas para misa de cinco.
La despertó el silencio. Era un silencio raro, como pesado, quieto,
detenido.
-
Qué escozor tan raro siento. Algo
extraño está pasando, se dijo. Malaya haberse muerto Lola, mi mama, que era tan
buena para adivinar, interpretar y leer los acontecimientos y presagios.
Trabajosamente se sentó en la cama, donde la artritis, las neuralgias y
goma de las coyunturas, la tenía
postrada. Apoyada en su caminador, fue a la cocina, y preparó café.
Con el pocillo humeante trabajosamente sostenido entre sus torcidos
dedos, abrió la puerta y salió al patio. A través del pequeño solar que
separaba las casas, vio a Rosita Sánchez, la hija mayor del difunto Elías, el
viejo sastre, que estaba regando las matas de su jardín.
-
Tan juiciosa vos regando las flores
tan temprano.
-
Miráme a mí, y sin alzar ni la aguapanela
para el desayuno.
-
No le hace mi´ja, qué afán. Miná
p´acá te tomás un tito.
-
Quedate vos ahí sentadita que yo
misma me lo sirvo.
Y con la confianza de una vecindad de años entró a la cocina de
Margarita y se sirvió un pocillo de café y salió al patio a conversar con la
vecina.
-
¿Vos no sentís este día como extraño?
-
Sí, hay como un silencio…, una
quietud…, una soledad…
-
Mirá para la Casa de Juan Lolo, Está
cerrada, como embrujada, ni se ven en el solar las gallinas, ni los pollos, ni
las palomas. Esto está muy raro.
Las dos amigas con ademanes de preocupación y alarma, y caminando con
dificultad, cruzaron el patio y la estrecha calle. Abrieron el portillo que da
a la propiedad de Juan y se acercaron la puerta de la casa.
Todo estaba en silencio, la puerta y las ventanas cerradas y no se
escuchaba como de costumbre, el radio en el que oía las noticias.
Llamaron: Juan…, Juaaan. Primero en voz baja y luego más fuerte y más
intensamente.
Y para eso que ni Yiyo, mi hijo, ni la Plasta de mi marido están, para que
de una patada tumben esa puerta, pues yo estoy segura que algo malo le pasó a
ese hombre ahí viviendo solo. A ellos les salió un trabajito en la Herradura y
se quedaron a dormir allá.
Risita se acercó a la puerta y la empujó con timidez. La puerta se abrió
de par en par dejando entrar un chorro de luz que iluminó el rincón derecho de
la única habitación que conformaba la vivienda.
-
Margarita, vení que la puerta está
abierta.
Las dos amigas, cogidas de la mano entraron, se agachaban un poco para
adelantar la cabeza y tratar de ver más claro en la penumbra de la casa.
Con la mano que les quedaba libre a ambas, se taparon la boca y mirándose
con ojos desorbitados se dijeron:
-
¿qué está pasando aquí?
Había pollos, gallinas y palomas en toda la habitación. Silenciosos los
animales las miraban desde la cómoda, el escaparate, los taburetes, el fogón y
las repisas. La viga paralela al caballete estaba llena de palomas y unos
pollos piscuizos. El espaldar de la cama y los pilares que sostuvieron un
antiguo baldaquín, eran ahora las perchas donde se acomodaban otras aves. Y en
la cama que quedó huérfana luego de la muerte de la otra Lola, la mamá de Juan,
anidaban unas diez gallinas y rondaban curucuteando las palomas.
En el catre del rincón, acostado, como durmiendo plácidamente, con un
brazo detrás de la cabeza y el otro sobre el estómago, estaba Juan Lolo. Tenía
una sonrisa como si estuviera soñando algo muy bueno.
El catre, las cobijas y el mismo Juan estaban limpios, libres de rila de
gallinas o palomas.
-
Juan… Juaan, Oiga mijo, despierte.
-
Juan…, a vos que te está pasando,
despertate.
Lo llamaban, lo empujaban, pero nada…
-
Margarita: … Juan está muerto… Juan
se murió aquí solito…, llamemos al Padre.
-
Llamemos al Dotor.
-
También hay que avisarle a la
policía.
Las mujeres caminaban de un lado a otro de la habitación, abrieron las
ventanas, entraban y salían, y las palomas, los pollos, las gallinas,
silenciosas, apenas se movían para que en el trajín las mujeres no las fueran a
pisar.
Por fin lograron ordenar sus pensamientos, cerraron nuevamente la puerta
y las ventanas y fueron a avisar lo ocurrido a las autoridades.
Llegó el párroco con monaguillos, agua bendita, hisopo y los santos
oleos. El Cabo de la policía y un sargento, el inspector de higiene, pues no
había médico ese día en el pueblo.
Lo único que pudieron hacer fueron: unos rezos del cura que contestaron
el monaguillo, las vecinas y la policía. Un acta que redactó el comandante y
firmaron como testigos las vecinas y el cura. Y el inspector de higiene fue a la
alcaldía a solicitar un ataúd pues la falta de familiares directos hacía
necesaria la contribución del fisco o la de la Congregación de San Vicente de
Paul.
La Noticia se regó como verdolaga en playa. Llegaron beatas rezanderas,
plañideras espontáneas, amigos, curiosos, las monjas del colegio, una
delegación de los estudiantes y unos empleados de la alcaldía llevando el ataúd
donado.
El sacristán preparó el cadáver y le puso el hábito de San Francisco de Asís:
El difunto quedó como un santico.
Mientras todo esto ocurría, los gallos, los pollos, las gallinas, las
palomas, no salieron de la casa, no se asustaban con el gentío, sólo se corrían
para los lados para no estorbar o para que no atropellaran.
Pero lo verdadero milagroso fue
cuando sacaron el catafalco y se formó la procesión rumbo a la Iglesia y luego
al cementerio. Todas las aves se fueron detrás y en silencio como los
parroquianos. En la iglesia se quedaron atrás y de vez en cuando alguna gallina
cacareaba y las palomas currucuteaban.
Terminada la ceremonia, cuando el sacerdote acompañó al difunto hasta el
atrio de la Iglesia, de ahí en adelante, nadie volvió a ver a ninguna de las
aves. Ni gallos, ni pollos, ni gallinas, ni palomas. Dicen en el pueblo y
muchos lo creen, que las aves eran los ángeles de la guarda y las almas del
purgatorio que se llevaron a Juan Lolo en cuerpo y alma para el cielo.
León M.N. febrero de 2013.
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