jueves, 7 de marzo de 2013



LA CASA DE AL LADO DE LA IGLESIA.

Esta casa, que antes fueron dos casas, una en el primer piso en la parte de atrás, tan encerrada, que sólo se podía mirar hacia la pared izquierda de la iglesia  y otra en el segundo piso, con balcón que miraba a la plaza. El primer piso en el frente era un largo local donde por muchos años mi papá, Don Horacio Montoya, tuvo su almacén.

El segundo piso hospedó en los años 50s a la familia del Doctor Jesús Castaño. El primer medico oriundo de este pueblo. Muy acertado en  sus diagnósticos y tratamientos y también buen chupador de aguardiente. A sus estudios médicos en la Universidad de Antioquia, contribuyó el pueblo, por ordenanza municipal, que ordenó se le pagará la matricula, cosa que él retribuyó en gran medida y con gran generosidad, por largos años.

Allí También vivió ya en los 60s, el telegrafista de Armenia, de apellido Gallo, con su esposa Doña Ernestina y su hijo José Aldemar, que fue amigo y compañero de los Mantequillos que hoy estamos entre los sesenta y setenta años. A los paisanos de hoy debe enseñárseles, qué es ser Telegrafista, qué era el telégrafo y qué es la calve Morse.

Allí vivieron luego: Roberto e Ignacio Ruiz cuando eran solteros, con su papá, su mamá y muchos hermanos. Recuerdo con mucho cariño a Hernán que una vez, a causa de un accidente,se quebró un brazo. Luego de que le quitaron el yeso y dejó de cargar el brazo en cabestrillo, en una ocasión le pregunté: Hernán cómo sigues del brazo? A lo que él me respondió: Todavía me duele mucho pa´miar.

Pero esta casa tiene historias terribles, grabadas en la piel que tienen los recuerdos de Armenia. Porque los recuerdos tiene piel.

Contaba Horacio Montoya, quien fue su dueño por más de cincuenta años, que esa casa o algunas de sus paredes son más antiguas que la Iglesia del pueblo. Antes de que se iniciara la construcción de la Iglesia, durante una tempestad eléctrica, cayó un rayo y quemó la casa. Años más tarde mi papá compró las ruinas y la reconstruyó. Terminada la iglesia y por mucho tiempo, Horacio, le insistió a los párrocos que pusieran un pararrayos en la cúpula, si no querían que la iglesia corriera la misma suerte que la casa antigua, junto a la nave izquierda.

Por fin alguno de los curas le paró bolas a al cantaleta de Horacio y él mismo, con la ayuda de Alberto Acevedo, instalaron el moderno equipo pararrayos.

La cosa no paró allí. Los dioses del Averno, los espantos, las brujas, los truenos, los relámpagos y las centellas, le cogieron una rabiecita a Horacio, y éste, por más que madrugaba siempre a misa de cinco, no se los podía quitar de encima.

Rayo que caía era atrapado por el pararrayos y sepultado muchos metros bajo tierra. Por más que dispararan tempestades, nunca en el pueblo se volvió a saber de incendios de casas por cuenta de los rayos.

Sólo una vez, Gustavo Giraldo y Antonio Vélez que subían, montando una mula y un macho muy bonitos, porque eso sí, ellos montaban animales muy bonitos, subían  de la finca de La Unión. Para escampar un aguacerito de esos espanta flojos, se metieron debajo de un palo de mangos que había en el primer potrero. Y de buenas a primeras, cayó tremendo rayo en la copa del mango. A ellos, como aun estaban sentados en sus cabalgaduras, sólo los alcanzó a pringar y los mandó al Centro de Salud de Armenia, pues en ese entonces no había Hospital o no había médico, ya ni me acuerdo que era lo que no había.

Furiosos los demonios de los rayos, se dedicaron a hacerle males al pobre Horacio. Primero fue un robo continuado, de telas, zapatos, cortes de paño, peinillas, machetes, mantas, cobijas, ruanas… Todo se desaparecía del almacén del pobre Horacio, y él, más caviloso, preocupado y cada vez más empobrecido, se decidió por pedir a los inquilinos, las casas pegadas al almacén, unirlas y llevar a toda la familia para que viviéramos allí y de paso cuidáramos el chuso.

No fue sino que llegáramos con el trasteo y que los espantos, los fantasmas, las brujas y todos los demonios, armaran la fiesta cada noche. Nosotros bien juiciosos ayudando a armar catres y a tender camas y los espantos y las brujas a destenderlas. Nosotros y las sirvientas barriendo y ellos pasaban sin ser vistos y regaban nuevamente la basura. Mis hermanas trapeando, secando y brillando la baldosa de los pisos y ellos para arriba y para abajo del corredor con las pesuñas empantanadas.
Y por la noche, ni se diga: Uno con harto frío, y ellos jalándonos las cobijas. Y como éramos tantos los hermanos, unos pensábamos que eran los otros y se armaban las peleas entre nosotros y las quejas a mi papá y a mi mamá. Y luego las pelas, los correazos y los castigos paternales. Hasta que nos dimos cuenta que no éramos nosotros. Que eran nuevamente los espantos, los duendes, los fantasmas o los demonios que vivían con nosotros en esa casa. Y cómo no les volvimos a hacer caso, se cansaron del jueguito y no volvieron a molestar con las cobijas.
Pero se inventaron las lloradas. Esto ocurría como a las diez u once de la noche cuando ya nos estábamos durmiendo. Comenzaban a oírse llanto de niños, que venía como desde el bautisterio de la iglesia, que da contra el patio de la casa. Al principio pensamos que eran amoríos de gatos que cuando están en celo ñarrean perecido al llanto de los recién nacidos. Pero no eran gatos, eran los espantos imitando el llanto de todos los niños que lloraban en el bautisterio, cuando el cura les echaba el agua bendita para bautizarlos.
También nos acostumbramos a oír llorar muchachitos, o mejor dicho como fuimos tantos hermanos, no nos molestaba dormir escuchando llorar a un culicagado.
Cómo no podían asustarnos se inventaron meterse en la cocina a jugar con los pocillos de la vajilla. Cuando por quedarnos hasta tarde de la noche, conversando con los amigos en las cantinas o billares del pueblo, entrabamos a la cocina a tomar algo antes de acostarnos, se oía clarito como si descargaran un pocillo sobre el poyo y éste quedara dando vueltas y vueltas antes de asentarse bien.
Cuando en alguna oportunidad nos acompañaba mi mamá, ella decía: Vámonos a acostar ya, que llegó éste espanto cansón a pedir tinto, apagábamos la luz y encerrábamos al pobre espanto hasta el otro día, en la cocina.
León M.N. Marzo de 2013.

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