LA CASA DE AL LADO DE
LA IGLESIA.
Esta casa, que antes
fueron dos casas, una en el primer piso en la parte de atrás, tan encerrada,
que sólo se podía mirar hacia la pared izquierda de la iglesia y otra en el segundo piso, con balcón que
miraba a la plaza. El primer piso en el frente era un largo local donde por
muchos años mi papá, Don Horacio Montoya, tuvo su almacén.
El segundo piso hospedó
en los años 50s a la familia del Doctor Jesús Castaño. El primer medico oriundo de
este pueblo. Muy acertado en sus
diagnósticos y tratamientos y también buen chupador de aguardiente. A sus
estudios médicos en la Universidad de Antioquia, contribuyó el pueblo, por
ordenanza municipal, que ordenó se le pagará la matricula, cosa que él retribuyó en gran medida y con gran
generosidad, por largos años.
Allí También vivió ya
en los 60s, el telegrafista de Armenia, de apellido Gallo, con su esposa Doña
Ernestina y su hijo José Aldemar, que fue amigo y compañero de los Mantequillos que
hoy estamos entre los sesenta y setenta años. A los paisanos de hoy debe
enseñárseles, qué es ser Telegrafista, qué era el telégrafo y qué es la calve
Morse.
Allí vivieron luego: Roberto e Ignacio Ruiz cuando
eran solteros, con su papá, su mamá y muchos hermanos. Recuerdo con mucho
cariño a Hernán que una vez, a causa de un accidente,se quebró un brazo. Luego de que le quitaron el yeso y dejó de cargar el brazo en cabestrillo, en una ocasión le pregunté: Hernán cómo sigues del brazo? A lo que él me respondió: Todavía me duele mucho pa´miar.
Pero esta casa tiene historias terribles, grabadas en
la piel que tienen los recuerdos de Armenia. Porque los recuerdos tiene piel.
Contaba Horacio Montoya,
quien fue su dueño por más de cincuenta años, que esa casa o algunas de sus
paredes son más antiguas que la Iglesia del pueblo. Antes de que se iniciara la
construcción de la Iglesia, durante una tempestad eléctrica, cayó un rayo y
quemó la casa. Años más tarde mi papá compró las ruinas y la reconstruyó.
Terminada la iglesia y por mucho tiempo, Horacio, le insistió a los párrocos
que pusieran un pararrayos en la cúpula, si no querían que la iglesia corriera
la misma suerte que la casa antigua, junto a la nave izquierda.
Por fin alguno de los
curas le paró bolas a al cantaleta de Horacio y él mismo, con la ayuda de
Alberto Acevedo, instalaron el moderno equipo pararrayos.
La cosa no paró allí.
Los dioses del Averno, los espantos, las brujas, los truenos, los relámpagos y
las centellas, le cogieron una rabiecita a Horacio, y éste, por más que
madrugaba siempre a misa de cinco, no se los podía quitar de encima.
Rayo que caía era
atrapado por el pararrayos y sepultado muchos metros bajo tierra. Por más que
dispararan tempestades, nunca en el pueblo se volvió a saber de incendios de
casas por cuenta de los rayos.
Sólo una vez, Gustavo
Giraldo y Antonio Vélez que subían, montando una mula y un macho muy bonitos, porque
eso sí, ellos montaban animales muy bonitos, subían de la finca de La Unión. Para escampar un
aguacerito de esos espanta flojos, se metieron debajo de un palo de mangos que
había en el primer potrero. Y de buenas a primeras, cayó tremendo rayo en la
copa del mango. A ellos, como aun estaban sentados en sus cabalgaduras, sólo los
alcanzó a pringar y los mandó al Centro de Salud de Armenia, pues en ese
entonces no había Hospital o no había médico, ya ni me acuerdo que era lo que
no había.
Furiosos los demonios de
los rayos, se dedicaron a hacerle males al pobre Horacio. Primero fue un robo
continuado, de telas, zapatos, cortes de paño, peinillas, machetes, mantas,
cobijas, ruanas… Todo se desaparecía del almacén del pobre Horacio, y él, más
caviloso, preocupado y cada vez más empobrecido, se decidió por pedir a los
inquilinos, las casas pegadas al almacén, unirlas y llevar a toda la familia
para que viviéramos allí y de paso cuidáramos el chuso.
No
fue sino que llegáramos con el trasteo y que los espantos, los fantasmas, las
brujas y todos los demonios, armaran la fiesta cada noche. Nosotros bien
juiciosos ayudando a armar catres y a tender camas y los espantos y las brujas
a destenderlas. Nosotros y las sirvientas barriendo y ellos pasaban sin ser
vistos y regaban nuevamente la basura. Mis hermanas trapeando, secando y
brillando la baldosa de los pisos y ellos para arriba y para abajo del corredor
con las pesuñas empantanadas.
Y
por la noche, ni se diga: Uno con harto frío, y ellos jalándonos las cobijas. Y
como éramos tantos los hermanos, unos pensábamos que eran los otros y se
armaban las peleas entre nosotros y las quejas a mi papá y a mi mamá. Y luego
las pelas, los correazos y los castigos paternales. Hasta que nos dimos cuenta
que no éramos nosotros. Que eran nuevamente los espantos, los duendes, los
fantasmas o los demonios que vivían con nosotros en esa casa. Y cómo no les
volvimos a hacer caso, se cansaron del jueguito y no volvieron a molestar con
las cobijas.
Pero
se inventaron las lloradas. Esto ocurría como a las diez u once de la noche
cuando ya nos estábamos durmiendo. Comenzaban a oírse llanto de niños, que
venía como desde el bautisterio de la iglesia, que da contra el patio de la
casa. Al principio pensamos que eran amoríos de gatos que cuando están en celo
ñarrean perecido al llanto de los recién nacidos. Pero no eran gatos, eran los
espantos imitando el llanto de todos los niños que lloraban en el bautisterio,
cuando el cura les echaba el agua bendita para bautizarlos.
También
nos acostumbramos a oír llorar muchachitos, o mejor dicho como fuimos tantos
hermanos, no nos molestaba dormir escuchando llorar a un culicagado.
Cómo
no podían asustarnos se inventaron meterse en la cocina a jugar con los
pocillos de la vajilla. Cuando por quedarnos hasta tarde de la noche,
conversando con los amigos en las cantinas o billares del pueblo, entrabamos a
la cocina a tomar algo antes de acostarnos, se oía clarito como si descargaran
un pocillo sobre el poyo y éste quedara dando vueltas y vueltas antes de
asentarse bien.
Cuando
en alguna oportunidad nos acompañaba mi mamá, ella decía: Vámonos a acostar ya, que llegó éste espanto cansón a pedir tinto, apagábamos la luz y encerrábamos
al pobre espanto hasta el otro día, en la cocina.
León
M.N. Marzo de 2013.
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