EL FINAITO.
Con su mamá que poco
hablaba, su papá que atendía de mañana a tarde la tienda, y con otros dos
hermanos que apenas apuntaron bozo, se fueron a recorre, cada uno por su lado;
se crió en la casa detrás de la tienda, a la orilla del camino. Nunca había
salido de la vereda.
Creyó que eran
mentira las historias que escuchaba a los arrieros que se detenían a tomar
aguardiente los viernes en las tardes. Pero cada vez se avivaba más su deseo de
bajar hasta la orilla del Cauca a cerciorarse.
No creyó en esos
grandes remolinos formados por las
crecientes de invierno en los rápidos del río. Decían los arrieros, que
embobaban a los que los miraban detenidamente, hasta que los atraían y los
hacían caer al agua y allí se los tragaba.
Se burlaba a solas de
la historia de ese enorme bagre que disque una tarde pescó Horacio Vélez. Dicen
que midió no menos de dos metros y dizque cuando lo sacó a la orilla, se
convirtió en un hombre enorme. Comentan por ahí, que fue el que primero se
comió a Blasina.
Siempre pensó –
porque él no hablaba- que era un invento eso de que la barca del cruce del río
en Cangrejo, en las noches de lunes, se desenganchaba de su polea y se llevaba
río abajo y sin regreso, al pasajero que se atreviera a montarse en ella.
Pero quería creer que
era cierto que a media noche, la casa de madera y abandonada que había en la otra orilla, se convertía en el más
alegre de los burdeles. Que se llenaba de las más hermosas putas. Que sonaban:
porros, cumbias y fandangos, tocados por una orquesta de músicos invisibles.
El martes temprano lo
llamó desde el patio, el Negro Ignacio, para que le llevara la escoba de rama,
para barrer la tienda. Como no respondió al llamado, Carlota fue y se asomó a
la cama y vio, que seguía tendida y que faltaban en el garabato: la ruana y el
sombrero nuevo.
León M.N. Febrero
2013.
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