LA NOCHE
Dibujo digital León Montoya N. 2012. |
Me despierto en un silencio hueco, una
lejana profundidad, una oquedad me envuelve. El vacío se adhirió como cosa
pegajosa a mi cerebro. Con filamentos
imantados me atrapo y me trajo hasta esta cueva. Es denso como la oscuridad que
me rodea. No preciso la orientación de la cabecera de mi cama, mi estera, o lo
que sea dónde reposo desde una noche que inicié no sé ya cuándo. No es
provocado por ausencias, más bien es de entidades impalpables, aleladas o
expectantes, que me escrutan.
Y de repente un rumor. Un silbido que
se acerca, crece, y multiplica y se
vuelve estertor como de máquinas no lubricadas. Chirrido de rieles por los que
resbalan sin obedecer al freno, ruedas de metal de las que brotan chispas. Tronar
de rocas rodando por un despeñadero caen a la profundidad de donde surge un vapor asfixiante de mina de
carbón. Un polvo arenoso que haría cerrar los ojos como ante una luz que
destellara.
Y pasa ese chirrido y escucho acercase
un redoble de tambores desacompasados. Lo acompaña el pisar de cascos y de
botas con puntas de metal, y lanzas y gritos de guerra y tronar de cañones. Huyen
los vencidos con sus gritos de terror y muchos caen y lloran. Se retuercen en
el fangal de sus lamentos los que no velaban de pié junto a las trincheras o
tras el almenar de las garitas.
Se fueron los tambores y su redoblar
mortuorio. Llegaron altavoces emitiendo órdenes en lenguajes extraños y arrean
en la oscuridad una luctuosa caravana: Mujeres envueltas en pañolones, esconden
sus rostros cruzados de cicatrices clandestinas,
retratos de desesperanza y de llanto silenciado. Arrastran de su mano a
chiquillos de ojos desmesurados que reflejan el miedo. No saben si quienes les
guían son sus madres, sus abuelas o una madre que perdió a su hijo. Los ancianos
se apoyan en bastones o en el hombro de
un joven que tose y calla y mira en
derredor y siente que ese no es su lugar. Se agacha, maldice y avanza
obedeciendo el arreo de esas voces que cruzan como rasguños en el viento.
Un grupo de niños de enjuto pecho y de
abdomen abultado se apiña buscando agua en
el cuerno del continente negro. Y en el cuenco que forman unas caldeadas
dunas, mujeres que visten mantos, sostienen bajo el brazo canastos con hambre
de mijo para amasar el pan y sobre la cabeza cantaros sedientos. Esperan a sus
hombres que partieron tras las arengas
de un nuevo salvador llegado en carro blindado, oculto por vidrios ahumados. Y
son miradas por los ojos de ametralladoras que les temen.
Desde las rocas de Afganistán me llega
olor a dinamita, un estallido de bazuca, una oración repetida a lo largo de
esta noche vestida de turbante polvoriento. Pugnantes tribus, hordas de
traficantes de armas. Los adoradores del petróleo cargados de promesas de
prosperidad, no ven el rio de lágrimas que brota de ojos escondidos tras la
burqa y resbalan por los relieves de las mejillas quemadas por el odio y el
desprecio.
Me chilla el silbar de las balas que
desde la selva atacan la casucha cuartel de policía. Retumban las granadas y en
derredor quedan tiradas: tejas de cinc, unos taburetes y el azul uniforme de
alumnos de la escuela. El estallido de un cilindro bomba siembra el silencio
desde el campanario, y los audaces vencedores se pierden en la selva llevando a
rastras: un joven policía, dos niñas vírgenes y cinco jóvenes reclutados.
En la estrecha explanada tres niños
juegan al futbol con pelota de trapo, y el que hace de portero se apoya en una
muleta hecha de la horqueta de un guayabo. Sin que él entienda por qué, le
falta la pierna izquierda desde que se
desvió del camino de la escuela.
Arrecia el ventarrón que escucho como letanía,
una salmodia mendicante de perdón por culpas inventadas. Las profiere un coro
de encapuchados que en fila preceden el de las togadas monjas. Y todo su pesado
ropaje que el ventarrón arremolina, se diluye en la noche, se pierde en la
colina donde brilla la pizarra; por entre gruesas lajas a modo de lápidas de
sepulturas.
Aquí, en esa posición que toman los
cuerpos liberados de la gravedad, y a oscuras, siento el aletear de multitud de
seres que convergen. Escucho el griterío de voces agresivas e indolentes que
pugnan por un lugar desde dónde contemplarme. Intuyo la presencia de cóndores,
águilas, buitres, halcones, búhos, lechuzas, y
toda especie de carroñeras y rapaces. Sin duda pugnan por colgar de perchas los murciélagos. Y mariposas negras se camuflan posándose sobre los troncos de
árboles fosilizados.
Y llega el llanto de las madres de los
niños que en las esquinas de las urbes, juegan: unos a contar los autos azules
que pasan, y otros a contar los rojos.
Presente está el rencor en los pechos
de las esposas de los obreros despedidos, de los peones desplazados, de los
campesinos despojados y de tantos y tantos que hacen filas de la madrugada a la
noche al pie de la puerta de los burócratas, y de los políticos y también en la
de los empresarios que no encuentran cómo generar más empleo sin que las
ganancias mengüen. Y los más viejos y los más enfermos se apostan en los atrios
de diferentes templos, de los diferentes dioses, a la espera de una moneda de
los que entran y salen o de un milagro del que reina dentro.
Y el huracán prosigue como estampida
de rinocerontes o galope de potros en la estepa. Escucho sus relinchos y el
rugir de fieras que los acosan y un demonio como bola de fuego, que cabalga con
ojos chispeantes, los fustiga llevándolos hasta el desfiladero por donde
inconscientes y aterrados saltan y les llega el vacío y en mí, queda el
silencio.
Abril de 2012.
Playa Coronado Panamá.
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