CÓMO SEMOS DE DEMALAS
Uno de los personajes de este cuento es la
Notaria de mi pueblo: Se llamaba Ofelia y fue quien me contó la historia, un
día que estábamos parados en la puerta de su improvisada oficina, en la antigua
sala de la casa que heredó de la Señorita Quina, difunta rectora de la escuela
Urbana de Niñas. Los otros personajes eran dos mujeres, madre e hija, de las
que no recuerdo sus nombres.
La madre superaba los cincuenta años y era
protagonista de una historia nada extraña, más bien común. Hija de un viudo, dueño
de tienda campesina. Le había tocado desde muy temprana edad,, atender en el
mostrador y más tarde servir cervezas y aguardiente a las mesas alrededor de
las cuales se sentaban sábados y domingos los peones de las fincas.
En ese oficio no ganaba propinas pero sí
piropos, pellizcos, sobadas de nalgas y una que otra estrujada en la trastienda
en busca de un beso robado. A medida que crecía, sus senos iban floreciendo y
ella se percataba de que ninguno de los peones le hacía propuestas serias. Su
padre envejecía y ella no quería continuar siendo la cantinera de la vereda,
así que poco antes de la muerte de su padre decidió dárselo al más buen mozo de
sus pretendientes.
Un viernes, después de cruzar unas inteligentes
miradas con El Romeo, se hizo la desentendida de su oficio y se escabulló, sin
ser vista por entre el cafetal. Allí la estaba esperando su apuesto enamorado.
Casi ni cruzaron palabras. La pasión apuraba, dándose besos y mordiscos se
tendieron a la sombra de los cafetos florecidos y sobre las hierbas frescas, el
mozo la desfloró. Un poco a lo salvaje, un poco tierno, pero dejándole un bello
recuerdo y una cría que comenzó a crecer lentamente.
El día del entierro de su padre, la bata negra
que lució, tenía unos cuantos centímetros más de cintura. Vendió la tienda y la
casita de trastienda; el solarcito y las gallinas que tenía y se fue de
chapolera por Manizales todo eso arriba. Parió su muchachita en tierras
forasteras. Cuando la cosecha de café terminó y se acabó el trabajo, se fue de
sirvienta a una casa de ricos y en la época de navidad y de fiestas patronales
volvió a servir cerveza y aguardiente.
Así fueron transcurriendo los días, los meses y
los años, y cuando la niña estuvo en edad de entrar a la escuela, decidió
volver a Armenia Mantequilla, donde continuó: los meses de cosecha de café chapoliando,
los meses fríos, sirvientiando, y en las fiestas, de copera en las cantinas.
A su hijita, que sacó los ojos lindos del papá
y las caderas hermosas a ella, no le arrimaban ni los moscos. Ella se encargaba
de espantarle a insultos, garrotazos y machete a cualquier pretendiente
enamorado.
-
No
mi´ja a usted no le va a tocar la vida
que me tocó a yo por andar de calenturienta. El hombre que se le arrime tiene
que ser en serio y tener plata para mantenerla.
Mientas esto ocurría; con el fin de poder
cuadrar lo del mercado, los gastos de la escuela y la ropita, la madre visitaba
la tienda de ese comerciante avejentado pero pispireto y generoso que siempre
tenía su negocio de cuido para animales, como entre abierto y cerrado. Los
Sábados dejaba a la hija al cuidado se unas vecinas y se iba de compras para el
pueblo.
El comerciante cuando la veía aparecer por el
atrio de la iglesia, entraba al negocio cerrando un poco más la puerta, para
que los parroquianos creyeran que no estaba. La campesina empujaba la puerta, entraba y cerraba tras de sí.
-
Te
estabas como demorando. Le decía el hombre. Le entregaba una toalla y una
pastica de jabón de olor y le decía. Andá báñate que yo te espero en la cama.
Ese ritual no le gustaba mucho a la dama, pero
lo soportaba por los beneficios que recibía luego de la corta retozada en el
duro camastro de la trastienda. Al final encontraba en el mostrador los veinte
pesos y el kilo de cuido para las gallinas, lo cual, al salir nuevamente a la
plaza, la hacía pasar por una clienta más, que salía del negocio.
Me contó La Notaria, que un día sábado en la
tarde, entró por la Calle Principal, pitando y cómo alma que lleva el diablo,
un Renaul 6 amarillo, conducido por el hijo del comerciante. Un muchacho
moreno, alto, muy bien plantado, que nunca terminó el bachillerato, no se le
conoció otro oficio que hacer mandados y vender en un toldito los domingos,
carne de marrano. Venía acompañado de otros hombres jóvenes, muy bien vestidos,
con relojes finos, cadenas de oro y zapatos muy brillantes. Le dieron dos
vueltas a la plaza para llamar la atención de los montañeros y se sentaron en
una mesa de la mejor cantina. El Paisano moreno, pidió una botella de
aguardiente para los amigos y para él una cerveza fría y El Colombiano. Recostó
en las patas de atrás su taburete y lo apoyó contra la pared y se sentó a leer
el periódico con aire de importancia. Unos minutos más tarde se paró, se
disculpó con sus amigos por alejarse un momento y fue al negocio de su papá
para saludarlo.
Luego del saludo paternal, notó la presencia de
dos mujeres, la campesina de quien hemos venido hablando y su hermosa hija que
resplandecía con su cabello rubio que como una cascada de oro le caía por la
espalda y unos bucles coquetones en la frente. Llevaba un vestidito de etamina
azul clarito que hacía juego con sus ojos. Mejor dicho estaba muy titina.
-
Eh
avemaría por Dios. ¿quién es esta hermosura? Dijo el joven. ¿Se están cayendo
los ángeles del cielo o es que yo ya me morí? Y diciendo todo esto tendió la
mano hacia la muchacha en señal de meloso saludo.
El papá los presentó y mientras el viajo
arreglaba unos asuntos con la mamá, él se llevó a la jovencita hacia la
heladería del pueblo. Le ofreció un refresco helado, le compró chicles y ordeno
que en una bolsita le entregaran: confites, colaciones, chocolatinas, chicles,
mentas, frunas, galleticas, parvita dulce y todas las golosinas que había en el
mostrador.
Conversaron mucho rato y cuando la mamá llegó a
buscarla, ya tenían una cita convenida para la siguiente semana en el corredor
se la casa, en la vereda de La Loma.
Las visitas se hicieron muy frecuentes,
comunes, rutinarias. Hasta los vecinos se acostumbraron a ver bajar el Renaul 6
por esas trochas.
Ofelia y Yo seguíamos charlando, parados en el
quicio de la puerta de la Notaría, cuando vimos que venía con gestos de apuro
la campesina que provocó este cuento. Traía del brazo a una joven con una
barriga prominente y con cara de estar en trabajo de parto.
-
¿Ya
va a caer a la cama tu muchacha? Le preguntó Ofelia a la campesina.
-
Se
dejó venir este muchacho, de lo que ya no hay remedio, y nos cogió
desprevenidas. Vamos de afán para el Hospital para que la atienda.
Con ocasión de este acontecimiento,
fue que Ofelia comenzó a contarme la historia que les vengo relatando.
Horas más tarde, ya a punto de
cerrar la oficina vimos que regresaba cabizbaja la posible abuela.
-
Oites
Ole, contá, qué fue en últimas lo que parió tu hija?
-
No
mi´ja, cómo semos de demalas nosotras. Se nos murió el Majiocito…
León Montoya Naranjo.
Abril de 2013.
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