UN
DÍA YO NO ME HABÍA MUERTO, CUANDO DE PRONTO ME MORÍ
Tantos años había
vivido, y me encontraba tan aburrido de la rutina de cuidados que me
proporcionaban, y tan avergonzado de los pocos que yo me podía brindar, que me
pareció oportuna y salvadora la certidumbre de que en pocos días iba a morir.
No dejó de parecerme
un poco cursi, trivial, repetitiva o falsa, la expresión de algunos de los
familiares y amigos, quienes creyendo que yo no escuchaba, decían:
·
Pobrecito, está ya tan viejito y tan chocho,
que hasta bueno será que mi Dios se acuerde de él.
·
Van a quedar tan solitos, - se referían a mi
esposa y mis hijos, - pero van a
descansar...
·
No, el que va a descansar es él, que aburrido
para el cucho, mirando por la ventana, siempre el mismo paisaje; eso debe ser
hartísimo; él que vivió en tantos lugares y le gustaba salir a caminar y
paisajiar…
·
Bueno..., que sea lo que Dios quiera...
Y sí, tal como lo
presentía, a los pocos días me morí.
Fue grato, darme
cuenta que no habían olvidado mi cantaleta de que no quería que me velaran,
enterraran y cremaran.
Que carajada esa de
perder tiempo llevando flores, limpiar tumbas, cortar el pasto alrededor de ella y
rezar de afán, unas oraciones sin sentido. Y en cada aniversario o el día del
posible cumpleaños, obligar a los jóvenes a ir a llevar una ofrenda floral,
como si se tratara de un prócer o de un santo.
Tantas cosas
excitantes o por lo menos interesantes que hay que hacer en la vida, para
gastar tiempo y dinero en visitar una tumba que ni el mismo muerto ha ocupado.
Es preferible ir a consolar, a visitar y acariciar a los vivos, que ir a
lamentarse en la tumba de los muertos, de lo que uno pudo haber hecho por ellos,
con ellos o en vez de ellos y no lo hizo.
Los rituales
funerarios eran interesantes, pero en la verdadera antigüedad; cuando se
acompañaban de danzas, de trago y comida. Cuando eran precedidos por verdaderos
conservadores de la memoria tribal y se dedicaban toda una noche a contar cómo
era la vida en tiempos del difunto, qué costumbres y hechos tuvieron ocurrencia
en ese entonces.
Cuando los jóvenes
cínicos, recordaban las metidas de patas y las bobadas del difunto y las
exageraban, produciendo en todos los convidados y entrometidos, estruendosas
carcajadas. O al menos como lo hacen los mejicanos el día de los difuntos, con
comida, dulces, trago y mariachis.
Siempre me pareció
muy sabio el dicho aquel:"en vida hermano, en
vida"... Para qué flores cuando uno ya ni puede verlas, ni mucho
menos olerlas. Y afortunadamente no puede olerlas. !Qué tal! un florero, con
flores marchitas y agua podrida, y uno esperando que a la nuera le dé la gana
de ir a mal lavarlo, para ponerle otras nuevas que igualmente se van a podrir y
olerán horrible más días de los que estuvieron perfumando.
Tal como lo había
deseado, mis hijos llamaron a la universidad y dijeron la razón: que, era mi
deseo; en cumplimiento de la premisa que había hecho plasmar en el código de
ética del zoológico que alguna vez dirigí, la cual rezaba así:
"Todo animal debe dar el mejor servicio posible a la preservación
de su especie".
Por tal motivo quería
que mis despojos mortales fueran regalados a una escuela de medicina, para que
los estudiantes se dieran gusto tasajeando, despellejando, cortando, separando,
buscando. Practicando todas esas maravillosas habilidades y destrezas manuales
que necesitan en su vida profesional. Y quizás
algún pedazo de mi viejo cuerpo callera en manos de un pichón de
investigador curioso, y éste le sirviera para seguirle el rastro a alguna
enfermedad degenerativa y de esa manera evitarles dolores a futuros viejos.
Claro que las EPSs dirán que tanta investigación está de más, pues todo se cura
con Ibuprofeno o con Diclofenaco.
Después de una
paciente espera de mi hijo, lo comunicaron con el secretario, éste lo comunicó
con el director académico, éste, un poco sorprendido le pasó al departamento
jurídico, quienes lo conectaron con el encargado del departamento de ayudas
didácticas.
Allí no les pareció
que mi viejo cuerpo fuera de gran utilidad, pues ya existían reproducciones
exactas del cuerpo humano, de todas las edades y condiciones; sanos,
traumatizados y con las más diversas enfermedades, taras, síndromes y
malformaciones, disponibles por pedido a través de la Internet o reproducciones
holográficas palpables, producidas in situ por la fragmentación de los rayos epsilon sobre un cristal de exphiquita colocado
en un ambiente de gases de helio purificado a menos 2.685
grados.
Mi esposa y mi hijo
comenzaron a sentir una gran pena por mí. En ese momento asomaron unas sinceras
lágrimas a sus ojos, mi pobre vieja dijo: Tanto que quería ayudar a los
estudiantes de medicina para que aprendieran bien su oficio y no metieran tanto
la pata; operando al que entró enfermo de los riñones, sacándole la vesícula
biliar y al que le iban a trasplantar el hígado, buscándole un cáncer
prostático.
Y mi hijo terció: Lo
que él quiso fue perpetuarse, porque eso sí, bien vanidoso que era y como no
pudo hacer nada en vida que mereciera que lo recordaran y conmemoraran, quiso
hacerlo después de muerto, y ni eso pudo lograr.
También de paso quiso evitarnos gastos
innecesarios de féretro, honras fúnebres, tumba, cremación, misas, flores etc. Pero
como siempre fue tan mal negociante, eso tampoco lo consiguió y ahora qué vamos
a hacer; no quieren recibir su cadáver ni regalado y no hicimos previsiones
para esos ineludibles gastos funerarios. Eso nos va a costar un billete largo,
que no tenemos disponible y habrá que rayar tarjeta de crédito y someternos a
pagar más intereses. Es que yo si soy de malas...
Angélica usted qué cupo tiene en su
tarjeta... Salió en ayuda mi hija que siempre ha sido más cerebral y dijo: No
se ofusquen, espérense; yo tengo una amiga médica y ella sabrá informarnos si
es posible hacer lo que el viejo siempre quiso.
Llamó a su amiga y le
contó el plan. A lo que ella le vio una buena salida: En la universidad trabaja
aun un viejo profesor, al que no lo convencen los nuevos materiales didácticos
tecnológicos y virtuales. El dice que sí el médico no siente el hedor de los
cadáveres, sí no palpa la verdadera textura de un edema postmortem, sí un
cirujano no ha sentido que se estalla en sus manos una tumefacción llena de
pus, caldo de cultivo de inmensas colonias de bacterias, no llegará a ser un
verdadero médico y; sin duda alguna, se va alegrar de la oportunidad de tener
con qué hacer sufrir a sus estudiantes primiparos.
Al poco rato llamó
nuevamente, e informó a mi hija, que el anciano cirujano iba en camino en la
ambulancia del Hospital Universitario, a recoger el preciado tesoro de mis
despojos mortales.
Yo, que ya estaba muy
recto, acostado en mi cama de muerto, sin almohadas y con las manos cruzadas
sobre el pecho, esperando a que me invadiera el rigor mortis; sentí un gran
alivio. Como ninguno se atrevió a amortajarme, tenía la quijada caída y la boca
abierta como se me fueran a escurrir las babas.
Mi esposa reparó en
eso y como le ha tenido tanto asco a las babas, pidió un microporo y con la ayuda de mi hijo me sujetaron la quijada desde
la coronilla y así quede más presentable aunque con apariencia de haber muerto
de dolor de muelas.
Se iba a cumplir mi
deseo, no me volverían cenizas, ni me comerían los gusanos, ni me trasformaría
en abono, contribuiría al progreso científico, ayudando a retrasar un poco más,
el fin del mundo para otros seres.
Lo único que sentía,
era que me iba a perder el concierto de música sacra que sin duda contratarían,
para escuchar durante el velorio, y así impedir los chistes flojos de algunos
de mis hermanos.
Cuando llegó el
médico, saludó con cara de día de fiesta. No podía disimular su alegría por el
regalo que iba a recibir y sólo se puso un poco serio cuando vio la cara de
tristeza de mi esposa. Tenía cara de nueva viuda un poco pálida y como
acongojada pues se había llegado definitivamente la hora de separarse de mí.
Mis hijos y ella
firmaron algunos papeles, se acercaron a mi cara, me besaron, me dijeron que me
querían y me dijeron adiós...
Los ayudantes del
médico trajeron una camilla, colocaron en ella una bolsa impermeable, la
abrieron; sobre ella colocaron mi cuerpo y rápidamente la cerraron por medio de
una cremallera y salieron sin más ceremonias.
La bolsa no le causó
buena impresión a mi esposa, pues se puso a elucubrar, sobre cuántas personas
habrían metido en la misma bolsa bien sucias, ensangrentadas, quizás con qué
clase de enfermedades y sin duda alguna nunca habrían lavado la dichosa bolsa.
Me asusté un poco
pues no quería verme encerrado dentro de esa fea bolsa, presintiendo que
debería tener un olor poco agradable y sospechando que la oscuridad me iba a
impresionar.
Lo que me sorprendió
fue darme cuenta que no sentía miedo, no veía oscuridad, es más, no veía, ni
olía nada, pero sabía qué estaba ocurriendo, de una manera tan nueva y tan
clara que quedé fascinado.
Viendo que ya habían
encontrado programa, yo me tranquilicé un poco y le puse atención a mis nuevos
amigos: el médico y sus ayudantes.
Como la cosa había
cogido desprevenido también al viejo médico, él, abusando de sus amigos, logró
que me hicieran campo en una de las gavetas refrigeradas de la morgue del
Hospital Universitario, mientras tramitaba, con el decano de la facultad, una
nevera o un refrigerador grande donde
pudiera caber cómodamente mi cuerpo, y pudiera él tenerme más a la mano.
Le agradecí el
detalle tan considerado y comencé a darme cuenta que nacía entre los dos una
amistad; definitivamente era un bacán.
Antes de retirarse
les dijo a los asistentes que le ayudaran a empelotarme, pues después iba a ser
muy difícil quitarme el vestido con que me había entregado mi esposa.
Cuando escuché; digo
escuché, pero no es exactamente escuchar, es saber lo que están diciendo y
pensando, pero sin ver ni escuchar ni oler. Sí llego a averiguar cómo es que
ocurre eso, les cuento.
Decía que cuando
escuché eso de empelotarme, sentí frió de solo pensarme, metido en un
congelador y empelota; pero para sorpresa mía no sentí ni frió, ni calor y la
sensación era sólo eso, sensación; ni buena ni mala, yo ya estaba muerto y aun
no me acostumbraba a esa nueva situación.
Luego que me
desnudaron. Los ayudantes del médico dijeron: Que pesar este vestido, está
nuevecito, él les dijo: Llévenselo si quieren, que al muerto ya no le hace
falta. A lo que respondieron: No, ni de fundas, que miedo uno metido en los
chiros de un muerto. ! Qué tal! que lo agarre a uno de donde sabemos, y
diciendo esto arrojaron mi último estrén
a la caneca de la basura.
Ya habrá uno menos
pendejo que ustedes o por lo menos que no sepa que esa ropa es sobrado de un
viejo muerto y se la va a poner con mucho orgullo.
Hubiera sido muy
bueno que lo regalaran a una casa de esas donde alquilan vestidos, pues la
verdad estaba bueno como para un matrimonio o alguna fiesta de graduación. Y si
tuviera el poder de manifestarme en él, hubiera gozado toda la eternidad
asustando a los que lo alquilaran.
Ellos se fueron, y
como era viernes por la tarde, cerraron todo muy bien y el médico dijo que
volvería el lunes a ver qué era lo que iba a hacer conmigo, pues
definitivamente ninguno de mis órganos y tejidos y menos los fluidos servían
para ningún trasplante. Ya estaba muy viejo y la técnica médica había
progresado tanto que los tejidos y órganos producidos a través de células
madres habían reemplazado muy bien a la antigua técnica de trasplantes de
órganos donados por cadáveres y de paso se evitaban el problema de los posibles
rechazos de órganos.
Esto fue para mí muy
decepcionante, pues le había comido tanta carreta a las fundaciones que
promovían la donación de órganos, que yo ya veía mi corazón palpitando el pecho
de un muchacho bien enamorado y pernicioso, que hiciera en alcobas, en paseos y
en moteles todo lo que a mí se me fue en ganas.
Imaginaba mis riñones
recién lavados, limpiando la sangre de alguna muchacha bien querida y
agradecida, o mejorándole la presión al chorro a algún viejito incontinente en
cualquiera de los asilos que conocí.
Imaginaba toda mi
piel aunque manchada y llena de cicatrices de acné, reemplazando la de algún
bombero chamuscado o algún borrachito de esos que no se resignan a pasar una
navidad sin echar pólvora y que amanecen el 25 de diciembre enguayabados y
llorando del ardor por las quemaduras que por su gusto y su estupidez se
hizo.
Imaginé mis corneas
en los ojos de un enamorado voyerista o en alguien que le gustara mucho el cine
y así verme todas las películas que no me vi por pereza de ir al cine solo. O
en las de un mochilero impenitente, de esos que recorren el mundo tragando
kilómetros y kilómetros de hermosos paisajes.
Mis huesos los había
visto trasplantados en las piernas o brazos de algún atleta olímpico, de esos
que se rehabilitan después de un accidente grave y que llegan a ser estrellas
nuevamente y son entrevistados en todos los medios de comunicación y son
ejemplos para los jóvenes perezosos y trasnochadores.
Mi garganta con todo
y tráquea, cuerdas bucales y glotis, la soñaba trasplantada a uno de esos
cantantes famosos que por fumar, habían vuelto M#$%, la suya. Ya me veía dando
serenatas o cantando en Factor X, o por lo menos en muchas rumbas tipo 60s,
cantando música de plancha y tangos a todo pecho.
Pero según el médico
éste, y por cuenta del adelanto de la industria biónica, la ingeniería
biomédica, la clonación y otras yerbas, ni mi vejiga sirve para inflarla y
hacer con ella una pelota para jugar voleibol, como hacíamos con las de marrano
en Armenia Mantequilla.
Con esta gran
decepción y con estos tristes pensamientos, me quedé todo ese fin de semana
esperando a que llegara el doctorcito a ver qué era lo que iba a hacer conmigo
o con lo que quedaba de mí.
A esas alturas ya me
estaba como arrepintiendo de haberme muerto, pues lo que siempre imaginé que
iba a ser tan emocionante, estaba resultando, como en vida..., puro tilín tilín
y nada de paletas.
Llegó el lunes y nada
que aparecía el mediquillo de pacotilla que ahora era disque mi dueño. Pasaron
las horas y las horas y nada que aparecía el hombre. Yo sentía que habrían las
gavetas refrigeradas que había cerca,
pero nunca abrieron la mía. El doctor se había preocupado de poner una marca
que decía: Propiedad de la facultad de medicina, no tocar
sin autorización del profesor de anatomía.
Y menos mal lo hizo
así, de no hacerlo, fácilmente me hubieran confundido con algún atropellado en
la calle, con un NN o con un falso positivo y me hubieran dado cristiana
sepultura en una fosa común, que era lo que yo no quería.
El martes al medio
día apareció el doctor y menos mal. Saludó todo lambiscón, diciendo: A ver ¿cómo
amaneció mi muertico, si lo han tratado bien...?
Comprobó mi
temperatura, me puyó por varias partes con su dedo índice enfundado en un
guante quirúrgico, con ese gesto con que prueban las señoras la carne, en las
carnicerías para ver que tan dura está. Todo eso me pareció algo irrespetuoso,
o por lo menos descortés, pero me aguanté, ya que por lo menos había venido a
verme y no se había olvidado de mí, dejándome eternamente en esa nevera y con
esa instrucción escrita para que nadie se me arrimara.
Hablaré con mis alumnos y algo planearemos
contigo, me dijo. Corrió la gaveta en que yo estaba acostado y cerró con llave
para que nadie importunara mi espera.
Hasta cuándo me tocaría esperar... Bueno, ya
más tranquilo, porque no me habían olvidado, me quedé pensando en la eternidad
y reflexionando en mi nueva situación de muerto y eternamente muerto. Recordé
el dicho de mi suegro que siempre decía: ! Uno dura mucho
muerto...!
Me enteré, y todavía
no se cómo, ni por medio de qué sistema de correo del otro mundo o mejor del
nuevo mundo en que estaba; que el Doctor había estado en clase con sus alumnos
de anatomía y lleno de euforia les decía: Les tengo una maravillosa sorpresa,
algo que he esperado por muchos días y es la oportunidad de poderles dar una
clase de anatomía, pero en un cuerpo humano real que ustedes podrán explorar,
tocar, seccionar... Y diciendo esto los llevó hasta la morgue; sacó sus llaves
y de un golpe abrió la gaveta en la que yo estaba bien acostado y ya
completamente tieso y de un color morado, como sale un naufrago del océano
ártico.
De todos los
estudiantes que enfundados en sus batas azules me rodeaban, a mi y al doctor,
salió en coro un !Ohhhhhhhh...! Luego unas risas nerviosas, otras burlonas y
una estudiante pequeñita y con cara de colegiala buena dijo:
! Que susto!, parece
de verdad...
Sonó una estruendosa
carcajada y hasta yo me reí a mis anchas, pero inmediatamente descubrí que mi
risa, ni mi voz se escuchaban.
El Profesor un poco
disgustado, llamó a la estudiante asustada, la hizo poner cerca de mí, tomo su
mano y la metió entre mis piernas, diciéndole: Le parece de verdad o de
mentiras...
Esto ocasionó una
nueva carcajada general y más risas aun, cuando la niña dijo:" Está muy
frio.
Con esta respuesta
tal linda, después de habérselas cogido a un muerto, hasta el profesor se rió y
ya todos se relajaron y comenzaron a hacer planes conmigo a tocarme y hasta
otra estudiante más lanzada me metió su lapicero entre la entrepierna diciendo:
Pero lo tenía muy chiquito. Yo le contesté que eso me ocurría, siempre que
tenia frió, pero como ya sabía, nadie escucho mi chiste.
El improvisado recreo
terminó cuando el profesor me encerró nuevamente en la gaveta y se llevó a sus
alumnos al salón. Allí pidió opiniones sobre la mejor forma de utilizar mi
cuerpo para los diferentes aprendizajes que como médicos deberían realizar. Unos
dijeron que sería bueno que me despellejaran cuidadosamente para que quedaran
expuestos todos mis músculos, tal como lo hizo Leonardo D`avici en el
renacimiento Italiano, con los cadáveres que se robaba exponiéndose incluso a
la muerte en la hoguera por sacrílego.
Yo le dije que
fresco, que conmigo podía hacer eso y todo lo que se le ocurriera, pues para
eso me había regalado. Lo único que esperaba era que aprendieran y que pensaran
que iban a hacer con la piel, pues esa no se podía perder. Les sugerí hacer una
pantalla para lámpara artesanal, como los que hacían en la época de la Colonia
con las pieles de los indios del Llano que eran cazados por los colonos
españoles. Que para eso la tenía que curar al sol con ceniza, y piedra lumbre y
cuando estuviera bien seca hasta la podían pirograbar o pintar. Se me olvidó
que estaba en la facultad de medicina y no en la de arte. No me acostumbraba a
que yo no tuviera voz y menos voto.
Los estudiantes ya
metidos en el cuento de aprovechar mis despojos mortales para estudiar,
hablaron de hacer cortes para estudiarlos al microscopio, buscar células
anormales, hacer histopatologías, análisis físicos, químicos y bacteriológicos,
morfológicos, buscar posibles melanomas, carcinomas, quistes sebáceos, lunares
extraños, tejidos cicatrizados, folículos pilosos y mil sugerencias más que no
me acuerdo o no sé repetir los nombres pues son sumamente enredados. Ya se
hablaba de mi cuerpo en un lenguaje científico, con latinajos, palabras en
griego, con nombre de enfermedades o de elementos químicos, de patologías, de
síndromes y todo eso me hizo sentir importante.
Ya no se referían al
producto de mi digestión como mierda, sino como
contenido gástrico, y es más, algunos se lo pidieron para hacer análisis
bacteriológico, parasitario y de porcentajes a absorción nutricional. A mis
tripas, que ya no servían ni para hacer
rellena, les encontraron utilidad para estudiar posibles malformaciones por
retención indebida de materia fecal, indicios de cáncer de colon, tan común
entre los viejos, hemorroides y venas varicosas; en fin se les ocurrieron mil y
un experimentos con mis dichosas tripas.
Yo sentí que debería
haber hecho más ejercicio, pues cuando me quitaran la piel para descubrir mis
músculos, se iban a llevar una decepción. Cuales músculos iban a encontrar en
un viejo flácido que no fue nunca a un gimnasio y que no practicó sino el
deporte de caminar y eso sin nada de técnica. Nunca le hice caso a mi hijo que
me decía que hiciera pesas y otros ejercicios que marcaban los músculos.
Un estudiante muy
práctico que estaba por allá solo y apartado del grupo, dijo: A mí me perece
que en un solo cadáver no vamos a poder trabajar todos, pues "tantas manos en un plato saben a gato". Consígase
usted otro y no sea tan zapo, dijo otro. Y otro agregó: muérase usted y así ya
tendremos dos.
El profesor intervino y dijo, ¿qué
propones? Luego de que lo despellejemos, lo que me parece una buena idea, y
hayamos hecho el estudio muscular, con fotos, dibujos y videos; hayamos sacado
porcentajes de masa muscular, grasa, tejido adiposo, huesos y vísceras; podemos
seccionar las extremidades, el tronco y la cabeza. Separamos las vísceras y de
esa manera ya nos podremos dividir en cinco o seis grupos y trabajar más
eficientemente.
No descartemos esa propuesta que es
interesante, pero, ¿alguien tiene otra propuesta?
Como no podía faltar el chistoso,
alguien dijo en voz baja pero audible: Molámoslo y hacemos chorizos para
perros. Pónganle seriedad a esto, dijo el doctor y vamos hacer lo que han
dicho; primero quitamos la piel. Tomamos muestras de tejidos y de todo lo
interesante que vean allí. Luego disponemos convenientemente todas las muestras
para que puedan ser estudiadas con posterioridad y cada persona hace las
anotaciones que le parezcan interesantes para luego socializar ese aprendizaje.
Se distribuyeron responsabilidades,
juntaron dinero para comprar bisturís, portaobjetos, colorantes, preservantes y
otros elementos necesarios para esa parte del trabajo, como: cámaras
fotográficas y filmadoras y se despidieron con el encargo de dividirse en
grupos y cada uno traer un proyecto a realizar.
Trabajaron todo el semestre, me
hicieron sentir el muerto más interesante de toda la ciudad. Me pusieron
nombres distintos, cuidaban mi temperatura, me tomaban fotos y videos. Las
pasaban por Internet, las compartían con otros estudiantes de otras
universidades y países. Las utilizaban para ilustrar sus presentaciones y sus
trabajos. Las pusieron en faceboock. Algunas las vendieron para ilustrar
trabajos de doctorado y publicaciones especializadas y hasta montaron un blog y
un sitio web que era ya muy visitado. Yo ya me estaba creyendo una estrella de
la farándula triste por no poder dar autógrafo y entrevistas.
Cuando el doctorcito comenzó a hablar
de exámenes finales y de fin de semestre, me cogió el miedo. Ahora me van a
dejar solo o me van a votar a la basura y me mandarán para un relleno sanitario
o a lo mejor para un horno crematorio de residuos hospitalarios.
Ninguna de esas opciones me gustaba,
pues tal como siempre lo pensé en vida, yo creía que aun podía prestar algún
servicio.
Menos mal el doctorcito recordó que mi
esposa le había dicho esa hermosa frase, cuando me entregó para que me metiera
en su cochina bolsa. El pensaba que: "Todo ser vivo debe
dar la mejor contribución posible a la preservación de su especie"
Reunió a sus alumnos y les propuso
decidir en común qué harían con mis pedazos una vez concluido el curso, pues
para sus clases ya no quedaba sirviendo, pues me había despedazado a gusto
durante más de diez meses. Les contó el secreto de mis deseos póstumos y ellos
enternecidos deliberaron.
Bueno Mi cucho, Mi cadavercito, Mi
muertico, Mi Franquestain, Mi Pedacito de Hombre, Pedazo de Morcilla, Mi Parcero, etc... Que era como cada uno me
llamaba, o llamaba al pedazo de mi, que le tocó, dijeron: No se puede quejar
porque yo lo inmortalicé en fotos. Yo le hice unos hermosos videos. Ya está en
Internet y de allí no lo baja nadie. También está perpetuado en algunas tesis.
Yo
me fruncía en todo mis pedazos regados por toda la facultad y en
diferentes neveras y congeladores. Hasta aquí llegó mi eternidad, me dije.
Pero mi gran amigo el doctor llegó a
rescatarme: A ver pónganle creatividad a la cosa o mejor, al muertico que se
nos regaló a ver qué más podemos hacer con él.
Aquel estudiante que sugirió que me
despellejaran y descuartizaran, que aunque retraído y separado del grupo, era
de los más imaginativos y pilosos, habló: Yo propuse que lo despedazáramos y
nos lo repartiéramos, ahora les propongo que cada uno de los grupos traiga su
pedazo de Cucho y me lo entrega y le cambio al profe la nota del examen final,
por el trabajo de armar nuevamente su esqueleto, para que sus huesos quede
eternamente como material didáctico aquí o en alguna escuela.
Yo di, con todos mis pedazos y un
brinco y un grito de alegría que ni se vio, ni se escuchó, pues siempre se me
olvidaba que yo no había encontrado cómo comunicarme con los vivos.
El doctorcito, mi amigo, aceptó el
trato del estudiante y todos quedaron comprometidos a reunir en el laboratorio
de patología todos mis pedazos sin que faltara nada. El único que se excusó fue
el que tenía mis genitales, pues dijo, que aunque la estudiante chiquita no lo
creyera, esa parte no tenía huesitos.
En la clase siguiente todos se desencartaron de lo que de mí los había
acompañado aquellos meses y el estudiante, armador de rompecabezas no sabía qué
hacer con tanto frasco, tarro, neveras de icopor, hielo seco, hielo común,
formol y mil menjurjes más, en que le
entregaron mis despojos.
La estudiante pequeñita y tierna dijo:
Y ¿qué vamos a hacer con los músculos, las vísceras y los tejidos que nos son
huesos y con los cartílagos...? Con la ayuda del profe y los encargados del
laboratorio y de la morgue pudo acomodar todo aquello y lo depositó en unas bolsas
rojas. Yo mismo me despreocupé de fluidos, músculos, tejidos blandos, mucosas,
grasas y secreciones, en fin lo no óseo. Todo eso fue a parar a las bolsas
destinadas a incinerar que recogería un camión refrigerado de la empresa de
aseo.
La estudiante tiernita, pidió
encargarse con otros compañeros y compañeras de tramitar la incinerada de aquellos
restos. Pidieron que les entregaran las cenizas y organizaron un paseo por el
Jardín Botánico y allí a escondidas, abonaron unos hermosos árboles con ellas,
en medio de un ritual improvisado pero muy tierno y ecológico. Yo quedé feliz
pues de esa manera podría continuar mi metempsicosis.
El bobo de mi armador no escuchó que
yo le decía que me metiera en un hormiguero, ya que en par boliones, las hormigas dejarían todo mis huesos pelados y de esa
manera él podía empezar a trabajar más fácil.
Él, más actualizado que yo, se armó de
bisturíes y ácidos que yo no conocía y en par patadas dejo mis huesos blancos y
relucientes.
Con la ayuda de taladro, motor tool,
alambres, resortes y acetatos, el armador de huesos comenzó el rompecabezas.
Armó brazos y piernas. Metió en un frasco todo lo pequeño: carpos, metacarpos,
falanges, falanginas y falangetas; todos
muy bien marcados y numerados, para no ir a equivocarse. Lo mismo hizo
con todas las vertebras, las cuales codificó y las guardó en una bolsa de
plástico pero ensartadas como un collar en un alambre. Revisó bien que no le
faltara nada, para hacer el reclamo si era necesario, pues él no se iba a dejar
poner una mala nota por culpa de algún compañero que hubiera extraviado alguno
de mis huesos.
Solo le faltaban dos muelas y los
meniscos de la rodilla izquierda. Algunas vertebras estaban muy maltratadas
pero pensó que eso era culpa mía y no de sus compañeros.
Cuando hizo el reclamo por las muelas,
todos se le burlaron y le dijeron: Antes de gracias que no lo recibió mueco del
todo, no ve que ese Franky murió muy viejo y a duras penas tenía con que morder
el chicharrón.
Y cuando reclamó el menisco, un pichón
de ortopedista le dijo: Como se ve que usted no puso cuidado cuando yo estaba
presentando mi trabajo de investigación sobre el Parcerito Cadavérico. Allí dije que era claro que el man había
sufrido en vida, de artrosis, la cual se evidenciaba en el desgaste de algunas
vertebras y en la ausencia de meniscos en la rodilla izquierda.
Estas discusiones fueron para mí una
gran alegría, me estaba dando cuenta que los estudiantes y habían aprovechado
mis restos y habían aprendido e inducido cosas interesantes.
Llegó el día del examen final y yo
acompañado de mi armador llegué a la universidad en taxi. Con ayuda de la mamá
del estudiante, que le entregó diez mil pesos para pagar la carrera, me acostaron en el asiento de atrás. El
estudiante prefirió ir al lado mío, me sentó y me abrazo para que no me fuera a
desbaratar antes de tiempo. El taxista, entre divertido y asustado nos miraba
por el retrovisor. Yo le hacía muecas pero aunque evidentes, él no las
entendía.
Que ganas de asustar a la gente, pero
no acababa, yo de entender, cómo algunos muertos lo lograban, y yo no. Cuando
pensaba en eso me decía: Eso debe ser cuestión de vocación de muertos; unos se
vuelven espantos, otros de vuelven ceniza, otros abono, otros animas en pena,
otros espíritus burlones, otros ángeles y debe haber algunos que reencarnan,
otros fantasmas, otros judíos errantes, curas sin cabeza y a mí me dio por
volverme material didáctico.
Llegamos a la facultad de medicina y
al salón donde nos esperaban los demás estudiantes de anatomía. Fuimos la
sensación: él, por el trabajo tan bueno que hizo y yo por lo bien que quedé. El
doctor quedó muy satisfecho por el trabajo y le prometió a mi armador una buena
nota.
El prestidigitador de huesos, que era
muy honrado pidió la palabra y dijo: Quiero que miren esto, es una muela de oro
blanco que pertenece aquí al man difunto; yo sé que si se la pongo, el primero
que la vea se la roba creyendo que vale mucha plata y a lo mejor en su intento
le daña la quijada a Franky; así que pido permiso a todos para quedarme con
ella pues quiero hacerme con ella un dije y colgármelo del cuello como amuleto.
Todos se burlaron de la ocurrencia del
armador de rompecabezas y le dijeron que claro que se quedara con mi valioso
molar.
La discusión que siguió fue si me
entregaban al departamento de ayudas didácticas o qué. La estudiante con cara
de niña fue la que acertó a proponer algo diferente y que a mí me gustó: Aquí
en la facultad les va a parecer el trabajo muy bien hecho pero no lo van a
saber apreciar pues para ayudas didácticas, se tienen muchos recursos
tecnológicos más versátiles que un esqueleto colgado de un perchero, sostenido
del cráneo. Yo les propongo que lo regalemos a un colegio oficial, para que los
estudiantes de anatomía lo utilicen cada año consecutivamente.
Esa fue la mejor idea que se les pudo
ocurrir y todos hasta yo votamos por ella. Se nombró una comisión encargada de
escoger el colegio, hacer la donación y entregarme, y fue así como aparecí un
día de febrero en el patio de un colegio de Manrique Oriental, delante de toda
la comunidad escolar, en manos de un grupo de mis antiguos compañeros de la U,
quienes me entregaban al Señor Rector del Colegio
Departamental, como un aporte de la Facultad de Medicina a la formación del los
futuros galenos del departamento. Por lo menos así
decía el discurso pronunciado después de haber entonado las notas del himno
nacional, el departamental y el del colegio.
Me recibió el profesor de anatomía
quien prometió cuidarme y utilizarme de la mejor manera.
Luego del sentido y solemne acto fui
arrastrado, porque mi perchero tenía rodachinas para hacer más fácil mi
desplazamiento. Decía que fui arrastrado hasta el salón de los alumnos que
recibirían ese año anatomía.
Y dónde lo vamos a poner, atrás o adelante. No,
qué cómo lo vamos a poner, pues hay que bautizarlo... dijo otro. No jueguen con
eso que es pecado; dijo una niña muy linda. Cuidado con dejarlo caer y
quebrarlo, gritó el profesor.
! Huy! que miedo dijeron otros. ! Que chimba!
dijo otro, esto va a ser un parche el verraco.
Llegó el profesor de matemáticas que
no había estado en mi acto de entronización y se me quedó mirando: ¿Y éste, es
un nuevo alumno?, lástima que llegó como flaquito. Profesor, respete, que si no
lo hace, le jala las patas esta noche,
él no es de mentiritas, es de verdad. Bueno, bueno, saquen su libro de
álgebra que vamos a seguir con las ecuaciones de segundo grado.
Me tocó mamarme toda la clase de
álgebra, pero aproveché para conocer a mis nuevos vecinos y ojalá amigos. Eran
35 alumnos entre niños y niñas. La mayoría no puso mucha atención a la clase,
por estar mirándome, pues me pusieron al frente de la clase, al lado derecho
del tablero y al frente del escritorio del profesor que estaba a la izquierda. Cada
que alguno me miraba, yo le sonreía pero ellos no se daban cuenta; seguían
mirándome como asustados unos, y socarronamente otros, especialmente los que se
sentaban atrás, al lado de la puerta.
Había una niña y un muchacho que se
sentaron en la primera fila, que hacían todo lo posible para no mirarme. Yo me
di cuenta que les causaba miedo. Me dediqué a llamarlos, para que me miraran y
noté que no porque escucharan mi voz, me miraban por que sentían la energía de
mi mirada o de mi deseo de que me miraran, porque con qué ojos los iba a mirar
yo. ! Que! alegría había aprendido a hacer que la gente me mirara y era muy
sencillo: Me quedaba mirándolos y dándoles interiormente la orden de que me
miraran y en unos minutos me estaban mirando asustados. Me había convertido en
un esqueleto material didáctico y en un espanto, tenía ya dos oficios; la cosa
se ponía cada vez más entretenida.
Me dediqué el resto de la clase a
mirar al profesor y a ordenarle que me mirara. El no podía resistirse, a cada
momento me miraba y cada vez más asustado.
Los alumnos se dieron cuenta de la
situación y cada vez que él me miraba, ellos se reían y él no sabía que
decirles, hasta que al fin les dijo: No sé qué pasa pero siento que ese esqueleto me está mirando o
llamando...
La niña bonita aprovechó para decirle:
Yo le dije que no se burlara del pobre esquelético, que él le jalaba las patas
y no ve, ya empezó a vengarse de usted.
La carcajada fue general y
estruendosa. Yo me sentí feliz, había llegado donde era.
Al terminar la clase, solo salió al
recreo la parejita de adelante que me tenían miedo, los demás me rodearon, me
tocaban y comenzaron a ponerme apodos y a hacer planes para asustar a los demás
profesores así como se había asustado el de matemáticas.
Llegó la clase de anatomía y el
profesor que muy vanidoso se creía mi dueño les dijo: Espero que sabrán
aprovechar esta magnífica oportunidad para aprender muy bien la anatomía del
cuerpo humano en especial el esqueleto, conformado por todos los huesos que
son...? Se quedó mirando a todos los estudiantes para ver quien completaba su
frase, diciendo el número de huesos que conforma el esqueleto humano. Como
nadie lo sabía les dijo: Eso queda como tarea para la próxima clase. Se
aprenderán de memoria y sin falla el nombre y la ubicación de cada uno de los
huesos, hasta el de los más pequeños. Aprenderán su utilidad y su
articulación... ya se darán cuenta para todo lo que nos va a servir este nuevo
amigo que hoy hemos conseguido.
Los estudiantes que ya se le habían
adelantado en esos propósitos se miraron y se sonrieron maliciosamente.
Al día siguiente la primera clase era
con el director de curso y todo empezó con un general regaño. Era prohibido
fumar y yo tenía entre mis dientes, un tremendo tabaco encendido que humeaba y
esparcía un desagradable olor a chicote. El profesor ordenó a la niñita de la
primera fila que me quitara el tabaco y lo arrojara a la caneca de la basura.
Ella muy asustada y poniéndose cada
vez más pálida, se levantó y dijo: Yo por qué..., yo no fui la que lo puso a
fumar..., yo le tengo mucho miedo a los muertos.
El profesor se apiadó de ella aunque
todos gritaban en coro: Que se lo quite, que se lo quite... Las risas fueron
generales y a mí me dio pesar de la niñita y la miré con pesar pues me daba la
corazonada que la iban a hacer sufrir mucho conmigo.
Fue un año maravilloso el que pasé con
ese curso del Colegio INEM de la Comuna Nororiental de Medellín. Hasta de
sicario me vistieron, me hicieron fumar marihuana, meter bazuco y perico.
El día de la antioqueñidad, me
pusieron carriel, sombrero y ruana. El día de todos los santos, me pusieron
aureola y alas de cartón. El día del maestro, me sentaron en el escritorio del
profesor y se excusaron diciendo que yo había sido su mejor profesor de
anatomía.
Una vez llevaron al salón un peo
químico y me echaron la culpa a mí y me sacaron para el patio. Cuando les
cambiaron el profesor de religión por una monjita muy tímida, me pusieron
amarrado de mi hueso púbico, un banano con una dedicatoria muy chistosa para la
nueva profesora. Para los exámenes orales de anatomía escribieron con letra muy
clara pero pequeñita, los nombres de todos los huesos y sus respectivos
músculos sobre mi osamenta y el profesor los pillo pues todos querían salir al
frente y señalar cada hueso directamente en mí. Ese día me tuvieron que lavar
todos mis huesitos, secarlos bien y echarme un nuevo barniz..., quedé como
nuevo.
Durante ese año tuve gafas de
diferentes modelos y colores, parches de pitara, ojos de pelotas de pingpong,
cachuchas, pañoletas y sombreros muy
sobrados, collares, pulseras del DIM y del NAL.
Serví de perchero para guardar
cartucheras, celulares, lapiceros y demás objetos que unos le escondían a los
demás y siempre me echaban la culpa de que yo era el que esculcaba y robaba
todo lo que allí se perdía.
Me llevaron durante las fiestas del
colegio, una muñeca inflable y me pusieron a bailar con ella y hasta cervezas
me amarraron de las manos.
Que combo tan bacano el que formamos
con esos muchachos durante ese inolvidable año escolar.
Como nada dura eternamente, a no ser
la muerte, llegaron las vacaciones; los alumnos se fueron, cerraron el salón de
clases y yo me quedé esperando a mis nuevos amigos del próximo año, recordando
las travesuras que conmigo hicieron estos y
esperanzado en que los próximos fueran más creativos.
El treinta y uno de diciembre a media
noche me hice el propósito de seguir practicando para convertirme en un
verdadero espanto y de esa manera contribuir a la diversión de todos.
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