DESPUÉS DEL AGUACERO.
A Mariana
Ocurrió justo después
del aguacero torrencial del tres de mayo. Las paredes de casas y edificios
quedaron como lavados a la fuerza. En algunos quedó su pintura escarapelada. En
los parques: árboles caídos, ramas rotas por el ventarrón, surcos nuevos de
erosión que la borrasca formó barriendo la delgada capa de materia orgánica.
Piedras y hojas de árboles apiladas en las esquinas de las calles, y encima de
las rejas de las alcantarillas, revueltas con basuras. Nidos de pájaros que el viento
tumbó se veían por el suelo, pichones muertos y cascaras de huevos enfangadas.
Pero el aíre era
limpio, nuevo, como si aún no hubiera sido respirado. Impregnado de un olor
vegetal que provenía sin lugar a dudas, de las ramas rotas, de los troncos
caídos y los millares de hojas que esparcidas por el suelo comenzaban a
podrirse y sangraban su savia sobre el pavimento.
Hinché mis pulmones y
una fresca bocanada de aire recargado de oxigeno, de perfumes vegetales, de
recuerdos de selva y de jardines, ocupo sus alvéolos. Me sentí bien, supe que
mis ojos sonreían y avancé con regocijo por la calle que parecía resultar del
pos diluvio.
Me detuve en el
parque a observar una guacamaya que volaba sola, dando fuertes gritos. Debía
estar buscando a su extraviada compañera.
De pronto me sentí:
pesado, un poco rígido, Quise agacharme para frotar mis pies y vi que mis
zapatos se estaban diluyendo, y la colada parda en que se convertían era
arrastrada, con otros lixiviados que iban del pasto a la cuneta y de allí a la
quebrada.
Recuerdo bien que no
me asusté. Me extasié mirando cómo de los dedos desnudos de mis pies brotaban
como filamentos que crecían, se bifurcaban y serpenteaban por el suelo.
Penetraban la tierra húmeda y se hundían. Ante mis ojos se estaban convirtiendo
en raíces gruesas y profundas que me afincaban a la tierra.
Miré en derredor
buscando a alguien con quien compartir esta experiencia fascinante y mis brazos
se extendieron en una danza autónoma y tuvieron brazos mis bazos y otros brazos
que se alzaban como adorando al sol, como queriendo abrazar el firmamento, la
briza y el paisaje.
El corazón quería
desprenderse de mi pecho. Sentí cómo circulaba mi sangre a borbotones y poco a
poco fue serenándose. Se aquietó y hasta sentí que fue perdiendo su calor,
atemperándose con el ambiente. Mi corazón se acalló y mis arterias y mis venas
se convirtieron en xilema y floema que ya no transportaba sangre. Mi
circulación se tornó en un ir y venir de sales y de azucares que convirtieron
mi roja sangre en verde clorofila y un torrente parsimonioso de savia iba de lo
alto de mi copa hasta mis raíces, irrigándome con el destilado de la fotosíntesis.
Mis piernas
fusionadas ya; al ascender dibujaban hermosas circunvoluciones. Mi torso se
ensanchó endurecido como siempre quise y era evidente que estaba bronceado por
el sol y la intemperie.
Lento, pero claro,
sentía el ronroneo del crecer de células nuevas que me formaban nuevas ramas,
de formas nuevas, que como las anteriores seguían buscando el sol y huyendo de
las sombras.
Sentí un cosquilleo
que acariciante subía aferrándose a mi corteza con sarcillos. Era una planta
que recién nacía y dependía de mí para elevarse. Le agradecí sus caricias y le
ayudé en su ascensión y ella con unas parras ocultó mi sexo. De inmediato sentí
que mi centro del placer huía por mis ramas y en muchas de ellas brotó por fin
como yemas pequeñas que rompían mi corteza y con cambiantes tonos, se volvieron
flores y con sus colores y perfumes seducían a los insectos, a las aves y a los
enamorados de la vida.
Los pájaros que
venían a libar las mieles de mis flores, usaron mis ramas como perchas. Desde
allí cantaban llamando a sus enamoradas y pronto entre los brotes de mis ramas
apiñadas: con pajas, con hilos y hojarasca seca, formaron nido y acunaron sus
polluelos.
Quedan entre mis
ramas algunas semillas digeridas por las aves, que la lluvia hace reventar en
brotes de follajes verdes y en raíces que me hieren y penetran. Se alimentan de
mi sangre verde y se extienden por mi tronco. Me abrazan mientras descienden cual
cortinas buscando el suelo de dónde sacaran más fuerza para el abrazo que
terminará matándome. Pero no importa mi muerte si la selva vive.
A otras de mis ramas
han llegado esporas traídas por el viento. Entre los filamentos del musgo que
mi corteza cubre, encontraron nido. Allí surgieron en helechos con formas de
abanicos con los que el viento juguetea. Se expresaron en orquídeas abrazadas a
mis codos. Otras más densas estallaron irradiadas como estrellas de colores. Bromelias que tienen es su centro un pozuelo donde minúsculas ranitas navegan
cual sirenas y en las noches echan al viento su croar de serenata enamorada.
No extraño mi
deambular por cuestas, senderos y cañadas. El viento me trae los rumores de
lejanos parajes que amé y los perfumes que me emborracharon. Y el sol sigue
puntual y a veces permite que me envuelva la neblina y que me extasíe mirando
el cambiante paseo de las nubes y rítmico girar de las estrellas.
El tiempo, la brisa y
las travesuras de las aves deshicieron pétalo a pétalo, cada una de mis flores
y el suelo a mis pies se volvió acuarela, un lago de colores. Y cada herida que
dejó una flor se hincho de jugos y colores. Di frutos saturados de jugosas
pulpas. Promesas de vinos y licores, de refrescos y cascos crujientes,
amarillos, grana, rojos, verdes y redondas uvas y también semillas.
Y desde la pasada
tempestad de mayo, desde la colina, desde el dosel del bosque que hoy integro, te
miro pasar y con el viento que susurra en tus oídos, siempre repito que te
quiero.
León M.N. V de 2013.
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