CUENTOS POR CONTAR.
1. HACIENDO LA TAREA
De regreso a la casa, luego de
haber comprado un cuaderno nuevo y un
nuevo lapicero, se dijo:
Seguiré escribiendo y
escribiendo, hasta que aprenda a hacerlo bien. Una vez aprenda a hacerlo con
buen estilo, originalidad, de manera clara y bella, cambiaré de oficio.
2. SE FUE A RECORRER
Metió en una mochila una muda de
ropa y su cepillo de dientes. También guardó sus acuarelas, unos pinceles, un
estuche con lápices de colores y muchas hojas de papel en blanco. Se fue por el
camino que bordea el río y prometió no regresar, hasta no haber pintado todos
los paisajes, todos los colores que da el sol de la tarde y el del amanecer.
3. EL SIBARITA.
Salió a la huerta. Lucila vio, por
entre las cañas que forman el cercado, cómo se inclinaba sobre los surcos. Con
el sol aun cerca al horizonte, probó las hojas de las coles, los repollos, las
lechugas, las de rabanitos y las de remolacha.
Fascinado por esa colección de
sabores y texturas salió al potrero y se
mezcló con las vacas, algunas cabras que empinadas, alcanzaban las hojas
tiernas de un guayabo y con la yeguada que pastaba. Probó de los brotes del
pasto dulce y entre él, saboreó unas hojas jugosas de cilantro de sabana.
Lucila lo siguió desde la ventana,
aferrada a los barrotes. Pudo verlo camuflándose entre las sombras y el
claroscuro de la umbría cuando entrón en el bosque. El sol ya estaba en el
cenit. Lo imaginó llevándose a la boca
puñados de moras negras de lo maduras que estarían. Atiborrándose de mortiños
jugosos y del mucilago dulce que recubre las semillas en los frutos rojos.
El sol se deslizó detrás de las
colinas que una luna llena pintó de un resplandor cremoso, como el que
rebosa en la totuma postrera del ordeño.
Una silueta de mujer aferrada a
los barrotes, pasea sus tristes ojos, por la frontera que separa el bosque del
potrero.
4. MITO DE ORÍGENES
Estaba en un lugar de oscuridad.
Dicen los que lo imaginaron al
principio, pues nadie habitó allí para luego venir a relatarlo.
Siegue una ruta circular tan
grande, tan enorme, que no logra apreciarse curvatura. Va él monstruosamente
grande y solo.
No se le llamó: Resplandeciente,
ni hermoso, ni inmensamente reluciente, pues nadie hubo entonces para nombrarlo.
Imaginan que su ruta es en
espiral.
Y destellaba pero no reflejaba,
ni alumbraba, porque en su camino, su luz, al no tropezar con forma alguna,
nada develaba.
Y en la inconmensurable distancia
se adivinan sombras densas.
¿Creadas acaso por él en su
girar?
¿En su afán de no vagar
eternamente solo?
¿Tal vez con la necesidad de ser
nombrado, creado, conocido o tal vez reconocido…?
No se sabe…
Pero esas sombras densas
detuvieron unos haces de su luz y así supimos creadas las formas, los colores,
las texturas.
Y
se abrió el espacio entre el aquí y el allá y el más allá.
Se supone que de esa manera hubo
velocidad, y movimiento en el espacio.
Y su vagar rompió un celaje y
causó un silbido y nació el eco cuando tropezó con los objetos densos.
Y emergieron entonces de la nada:
la música y la danza.
Y pasaron giros y giros y más
giros, y al final mis ojos que celebran
el vagar de sombras, textura, colores, silbos y la danza.
Y la palabra que nombra todo esto
y mi capacidad de recreo que cada día veo en aumento.
5. EL ENCARCELADOR DE CANTOS.
No le rendía la tonga. Los demás
peones le cogían ventaja y él, tranquilo se quedaba como alelado, oteando el
viento como un perro cazador.
Hasta parecía que movía las
orejas buscando ruidos, murmullos, voces lejanas, cantos de pájaros…
Los sábados no se bañaba temprano
como los demás.
Ni subía al pueblo vestido de
blanco, con el sombreo nuevo y el poncho doblado sobre el hombro.
Se colgaba a la cintura y
enfundado en una vaina de cuero, un cuchillito filoso y en la mochila llevaba
una cabuya.
Se iba por las cañadas cerca a la
quebrada donde crecen silvestres las Caña Bravas.
Agobiándolas cuidadosamente para
no quebrarla, les robaba las espigas a las ya florecidas.
Les raspaba sus florecitas que
como pelusas formaban los penachos.
Haciendo un haz con las livianas
lanzas, las amarraba con la cabuya y así regresaba al corredor de la casa.
Allí era: el tomar medidas,
cortar canutos largos, medianos y pequeños.
Y ayudado con una lezna, una
rueda de alambre dulce y su filoso cuchillito, iba dando forma a un pequeño
palacio con torres, y garitas. Con puerta amplia y de ajustada cerradura. Con
techo levadizo que una vez abierto y sostenido con secreto artilugio, el leve
vuelo de una mariposa lo haría cerrar apresando a algún intruso.
Terminada la jaulita, probaba su
eficiencia cómo trampa.
Aseguraba dentro de ella un
pedazo de plátano hartón, el más maduro y perfumado y salía a buscar en el
cafetal sombreados de guamos, naranjos y bananos, el sitio ideal para colgar su
trampa.
Se sentaba en la fresca sombra a
pistiar, toches, turpiales y sinsontes.
Los llamaba imitando sus silbos.
Y acostado sobre las hierbas que
crecen y florecen en los surcos de los cafetales, con el sombrero cubriéndole
la cara, se dormía soñando con Graciela.
Cuarenta y siete años después y
luego de regresar del cementerio, Graciela abrió las puertas de las cinco
jaulas que en el corredor colgaban de las vigas y les dio la liberta a dos
sinsontes, un turpial, cinco periquitos y más de diez canarios.
Luego guardó en una petaca tejida
de bejucos, toda su ropa de color, para tenerla lista para regalársela a los
pobres de la vereda y se sentó en la banqueta del corredor a silbar imitando el
canto de los pájaros.
No la vieron llorar.
6. LA NOVIA
Sentada en un altico en la cabecera del potrero, desde
donde podía pistiar el camino y darse cuenta: quién subía y quién bajaba,
apretando entre los dientes una verriondera que sentía, finge remendar una camisa.
Y yo que soy tan boba, se decía.
– no es sino que me silbe y salgo como pepa de guama a recibirle la visita y le
creo todos sus embustes.
Dizque hoy venía a la casa a
pedirles permiso a mis papás para hacerme formalmente la visita… y mírenlo. Las
horas que son y sin llegar. Ahora dirá que lo cogió la noche en el trabajo.
Dejó a un lado la camisa rota, la
aguja y el dedal y comenzó a deshacer sus trenzas. Por si es que llega, no vaya
a pensar que estaba engandujada esperándolo. Y si quiere conversar conmigo, va
tener que esperar que me vuelva a peinar y a ponerme pispa y sino que se vaya
pa´la quita porra.
Que no se enteren las vecinas que me dejó plantada.
Cómo son de trisconas, no les va aguantar nadie sus burlas…
Y si no me quiere volver a
arrimar, que se vaya a freír moscas, tampoco me voy a morir por eso ni me voy a
quedar para vestir santos.
Mejor dicho: si hoy no baja, y el
domingo quiere conversarme en la plaza…Ahí´ manece y no lo güele. Que todo el
mundo lo vea arrastrándome el ala, y yo, muy sí señora, como si no fuera
conmigo.
Cogía nuevamente la camisa y la
aguja para remendarla, pero no daba ni una puntada. Se le iba el tiempo en
pistiar y pistiar el camino y hasta se le llorosiaban los ojos de la rabia que sentía.
Apretando los puños y los
dientes, para no explotar en llanto, desvió la mirada hasta el cerro tras del
cual se oculta el pueblo. Estaba tapado por enormes y negros nubarrones.
Qué pesar…, yo tan mal pensada.
Miren el aguacero que se desgajó en el pueblo. ¿Será que lo habrá alcanzado en
el camino y bajará por ahí: agua dios misericordia…?
Ya mismo me voy a la cocina alzar
una ollita de agua para tenerle un tinto calientico.
7. DOMINGO DEL JUBILADO
Eran las diez y veinte de la
mañana cuando abrió la puerta de su casa y entró. Llevaba puesta la ropa que
usaba para ir al gimnasio.
Traía en bolsas plásticas frutas
y verdura que compró en el mercado campesino que cada domingo se realiza en el
parque.
Hoy es domingo, no hará aseo en
el apartamento. Sólo tenderá la cama, pues de lo contrario se le daña el
programa del lunes.
Sus ropas y el periódico daban
cuenta de que la llovizna lo sorprendió en el camino. Recordó que estaba
invitado por su nuera a almorzar, así que en la tarde habría salida al parque
con los nietos y luego tomaría unas cervezas con su hijo mientras miraban en la
tele el partido.
Insistiría en no tomar más de dos
y en que lo trajeran temprano para alcanzar a leer los correos antes de
dormirse.
El periódico lo leería durante la
semana.
8. TEMPESTAD DE MADRUGADA.
Me despertó un estruendo de
locomotora loca que recorría todo por lo alto.
No había amanecido aun y parecía
que no iba a amanecer. El mundo como que se iba a acabar antes de que el sol
saliera.
Rayos, centellas, batacazos,
truenos y bombazos retumbaban.
Era muy extraña una tempestad de
estas, en la madrugada. Para mí que era una guerra de los dioses: Afrodita,
Urano, Saturno, Eros y Cupido, contra: Apolo, Zeus, Marte, y Artemisa. Minerva
o Atenea sin saber qué camino coger. Baco, en media rasca con Vulcano. Mercurio
y Poseidón haciendo de las suyas, Y los humanos aquí abajo, sin podernos
levantar muertos de miedo.
Sólo atiné a desconectar la tele,
el equipo de sonido y el televisor, para que no me fueran a hacer un daño
grande, esa manada de locos griegos y romanos que se estaban cascando de lo
lindo.
Nada raro que anoche se hayan ido
de rumba, y el oráculo se haya puesto a chismosear y banderiar romances
clandestinos, incestos y orgías, que son tan comunices entre ellos, y se haya
armado el bonche.
Ya van a ser las ocho de la
mañana y nada que se calma esa garrotera. Y Sin a quién llamar. Qué caso le van
hacer ellos a la policía del cuadrante de la comuna nuestra. Y nuestros dioses
Chibchas que se la pasan enseñando a tejer, haciendo cascadas para futuras
hidroeléctricas, amasando barro para hacer guacas y rodillos para estampar sus
mantas. Ah… Que chimba…
Nada raro que Mercurio haya ido a
zapiar a los transportadores, y ahora que pueda salir, me encuentre con que
también hay paro de buses y taxista.
Y qué excusa voy a dar en el
trabajo. Me van a creer que los dioses amanecieron de juerga y no me dejaron
salir temprano. El jefe va a creer que fue Eros que se me metió en la cama con
Venus y que fui yo el que empezó la guerra y también el que la perdí pues
seguro me descontarán el día.
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